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Seguridad Vs. Incertidumbre II

Domingo Manuel Freijomil Touriño

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Vivimos en un tiempo extraño. Cada día nos enteramos de algún conocido que ha sido infectado por el maldito COVID-19 y los jóvenes se quedan atónitos al enterarse de que el padre o la madre de un amigo ha muerto en el hospital. Yo, como padre y abuelo, me entero de que los que fallecen son mis amigos. Diríamos que estamos esquivando, a la enfermedad y a la muerte.

Toda esta situación nos ha cogido desprevenidos y miramos sorprendidos a nuestro alrededor en espera de respuestas. No puede ser, nos decimos, ¿cómo ha podido pasarle ésto a nuestra sociedad tan desarrollada?, ¿cómo es posible que la ciencia no sea capaz de resolver este problema? Esta circunstancia nos deja en una tesitura de tremendo desamparo. Y nos hace aflorar sentimientos de miedo, de pena y de pérdida.

Y además estamos atónitos y desconcertados, porque lo que queremos son seguridades. Es cierto que la seguridad es la principal necesidad básica de hombres y mujeres después de las fisiológicas, pero algunas de las certezas que se exigen son imposibles de obtener.

El siglo XXI debutó con la epidemia del SARS en 2002, después vino la de la gripe aviar en 2005, le siguió en 2009 la gripe A, el Ébola en 2014 y el Zika en 2015. Es decir, en la comunidad científica no cabía ninguna duda de que una gran epidemia viral estaba en ciernes, (como, por cierto, advirtió Bill Gates en 2015) pero la altitud de mira de los políticos en todo el mundo brilló por su ausencia y el cortoplacismo de los gobernantes hizo que el desastre fuera mayor incluso de lo que habían pronosticado los científicos, y ahora les pedimos que nos aseguren el diagnóstico, la vacuna, el tratamiento farmacológico y respuesta inmediata.

Si bien hay responsabilidades que se pueden y deben exigir en la gestión de la crisis, hay otras que sencillamente no se pueden saber. Pero no estamos acostumbrados a la incertidumbre y no la sabemos gestionar.

Parece paradójico que siendo la muerte la única seguridad que tenemos al nacer, queramos tener tanta seguridad en cualquier otro ámbito de la vida y nos aferremos a ella antes de tener una formación sobre la cultura de la muerte. Pero parece que alguien también ha descubierto un nicho de negocio importante en esto de la seguridad y nos han vendido el miedo a un precio muy alto. Solo en España en 2017 las compañías de seguros facturaron 63.392 millones de euros, según el periódico El Español. Al menos la mitad de la población mundial vive en países donde hay más empleados privados de seguridad que oficiales de policía. En el mundo solo en seguridad privada (que incluye custodia, vigilancia y transporte armado) se facturaron en 2017 unos 161.000 millones de euros frente a los 125.000 millones que se gastaron en ayuda internacional para terminar con el hambre en el mundo. Y se prevé que en este año 2020 se gastarán unos 215.000 millones. Además, este negocio crece anualmente un 6%. Un ritmo más alto que el crecimiento de la economía (datos sacados de eldiario.es)

Si bien es cierto que la naturaleza humana tiene sus preceptos y uno de ellos es la seguridad, otro no menos importante es la incertidumbre. Y se diría que hay un interés más acusado en fomentar la seguridad que en educarnos en el principio de la incertidumbre.

Si hay una aportación decisiva en la ciencia del siglo XX ha sido el conocimiento de sus límites. Cuando estaba terminando el XIX, la comunidad científica consideraba que ya habían aclarado los grandes misterios de la física (magnetismo, óptica, electricidad, cinética, mecánica, etc). Muchos hombres y mujeres de la ciencia pensaron que la física tenía ya poco recorrido. Todo esto supuso una euforia colectiva en aquella sociedad pujante, creadora y segura de sí misma, que creía que todo se podría llegar a conocer a través de la ciencia, lo que acabó llamándose determinismo científico.

En 1875, un estudiante alemán desconocido hasta entonces, no sabía si matricularse en Física o Matemáticas. Todos sus profesores le aconsejaron que se dedicara a las matemáticas porque en física ya estaba “todo el pescado vendido”. El joven se llamaba Max Plant.

Pero menos mal que el joven no hizo caso a sus mentores y se empeñó en estudiar física, porque lo que descubrió hizo tambalear todos los paradigmas científicos del momento. Había llegado para quedarse la teoría subatómica. Con el descubrimiento de Plank, la macrofísica que se conocía hasta entonces ya no servía para explicar la materia y nos adentrábamos en un mundo en el que había que empezar casi de nuevo. Ya nadie entendía nada porque la lógica determinista no servía. La teoría cuántica de M. Plank nos metía en un mundo por debajo de los límites inimaginables. Y si mezclábamos las partículas subatómicas con la teoría del caos y el azar nos daba como resultado la imposibilidad de tener un conocimiento absoluto de la materia. El suflé físico del determinismo del siglo XIX se fue deshinchando.

En un mundo sin verdades absolutas hace mucho frío. Solamente las verdades nos dan calorcito, pero tendremos que acostumbrarnos al frío. Conocer, no es tanto llegar a una verdad absoluta, como dialogar con la incertidumbre cognitiva e histórica. Por ejemplo, casi todos los grandes acontecimientos del siglo XX han sido inesperados, la 1ª Guerra Mundial, la revolución Bolchevique, el triunfo del nazismo, la 2ª Guerra Mundial, la caída del muro de Berlín, la guerra de Yugoslavia... y tantos otros que nos llevan a pensar en el principio de la incertidumbre.

Si trasladamos el binomio Seguridad/Incertidumbre a la política, nos damos cuenta de que somos capaces de abrazar una mentira con tal de que nos dé seguridad. No soportamos la incertidumbre, nos vamos detrás de cualquiera que nos prometa una sociedad sólida y ordenada antes que desentrañar su programa y preguntarnos por qué nos lo ofrece. Pero prepararse para un mundo incierto es lo contrario de resignarse al escepticismo generalizado.

Y si lo trasladamos al momento presente de la crisis del coronavirus, nos está pasando lo mismo, queremos que los políticos nos aseguren lo que no pueden, porque la ciencia no está tan desarrollada como nos creíamos y la teoría estadística de probabilidades nos deja sin certezas, nos sentimos desamparados y no sabemos gestionar esta incertidumbre.

Y el gran peligro que nos acecha es que algunos desalmados ofrezcan lo que no pueden cumplir con tal de llenar las urnas de ignorancia.

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