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La transición pendiente

Felipe González y Adolfo Suárez en la Moncloa

Arturo Fraile

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Cuando por fin murió el dictador –de viejo y en su cama– se plantearon dos vías hacia la democratización: la ruptura y la reforma. La primera consistía en hacer borrón y cuenta nueva. Empezar una democracia desde cero, exigiendo responsabilidades por sus crímenes  a los impulsores y beneficiarios de la dictadura. La 'reforma', la segunda, consistía en aceptar sin ninguna crítica la situación existente y empezar una evolución hacia modos democráticos.

Se impuso la 'reforma'.

Para los auténticos antifranquistas –por contraposición a los 'demócratas de toda la vida', que por entonces empezaron a surgir como hongos– eso supuso la primera decepción de una larga lista que vendría en los años sucesivos. Suponía no sólo la impunidad para todos los delincuentes del franquismo (torturadores policiales, políticos, empresarios corruptos...) sino su permanencia e incluso su medro en la nueva estructura del estado.

Por supuesto, se consiguieron grandes logros: la legalización de partidos y sindicatos, la realización de elecciones, la libertad de expresión, el reconocimiento político de las nacionalidades. Pero todo ello condicionado, supeditado, a no cuestionar el legado del franquismo: la monarquía restaurada, la corrupción generalizada en la política y en la empresa, el poder de la iglesia nacionalcatólica, los mecanismos endogámicos de perpetuación del poder en la universidad, en la judicatura, en el ejército.

Así que, a lo que antes he llamado auténticos antifranquistas, la actuación de Adolfo Suárez, el primer presidente elegido tras la muerte del dictador, nos parecía censurable. Era un franquista reconvertido. Y sí, lo era, evidentemente, pero tuvo la valentía de tomar decisiones muy arriesgadas en aquel momento, como la legalización del partido comunista (quizás actualmente no se entienda la trascendencia y el riesgo que esa decisión tenía entonces. El partido comunista fue durante el franquismo lo peor de lo peor, lo innombrable, el origen de todos los males. Piénsese que, cuando se implantó el nuevo sistema de matrículas de automóvil que incluía dos letras, se veía como un grave problema que esas dos letras pudieran ser PC. Y piénsese sobre todo en las personas juzgadas y ejecutadas, en los miles y miles de personas asesinadas tras la guerra por pertenecer al PC). Con la perspectiva que da el tiempo las decisiones de Adolfo Suárez parecen no sólo valientes sino arriesgadas. Hubo entonces decenas de muertos a manos de los fascistas –neonazis y policía– y al menos un intento de golpe de estado por parte de los militares. Pero quedaron sin resolver pesadas rémoras arrastradas del pasado dictatorial.

Cuando, al cabo de unos años, el ruido de sables se amortiguó, cuando los modos democráticos se afianzaron, cuando quedó claro que ni Europa ni América iban a consentir una reversión a la dictadura, cuando el partido socialista ganó por primera vez las elecciones, era el momento de afrontar y paliar las profundas carencias de la democracia española. De emprender una segunda transición. Pero el valor de un franquista como Adolfo Suárez se vio contrastado con la enorme cobardía de un supuesto socialista como Felipe González que, en lugar de tomar decisiones encaminadas a profundizar y mejorar la democracia, las tomó justo en sentido contrario, para consolidar el poder de las élites militares (OTAN sí), las élites económicas (privatizaciones), las élites religiosas (permanencia del concordato) y las élites judiciales, todas ellas impregnadas de franquistas. Esta fue, sin duda, la mayor decepción para los auténticos antifranquistas.

Tal vez no fuese ni siquiera cobardía. Tal vez el señor González se sintiese cómodo ya entonces entre esas élites y quisiese pertenecer a ellas, y utilizase su partido (¿socialista?, ¿obrero?) para su medro personal. Desde luego, con el tiempo se ha visto que lo ha conseguido. A costa de las ilusiones de millones de españoles.

Y desde entonces el PSOE se ha limitado, cuando ha gobernado, a impulsar algunas medidas contrarias a la ideología franquista, pero sin tocar ni un ápice el poder que los franquistas seguían teniendo. Así J. L. Rodríguez Zapatero legalizó el matrimonio homosexual, amplió la ley del aborto, recuperó la memoria histórica... Pero la capacidad del señor Zapatero no daba para más, y no hizo nada contra los franquistas enquistados en el poder. Ahora el señor Sánchez parece que sí va directamente –aunque tímidamente– contra esos franquistas: desmantelamiento del mausoleo del dictador, recuperación de cadáveres de las cunetas, destitución de algún alto mando del ejército... Quien en principio parecía uno de tantos figurantes, jóvenes y guapos, colocados por no se sabe quién (o sí se sabe, claro) en los puestos relevantes de los partidos (Arrimadas, Rivera, Casado, Ayuso y tantos otros) tal vez –¡ojalá!– tenga algo de sustancia democrática.

Mientras tanto aquí seguimos; con la vergüenza de ser el único país que en democracia no ha juzgado a un solo delincuente de la dictadura anterior (gracias, Argentina); con la vergüenza de tener como rey emérito a un individuo huido de la justicia por corrupción (gracias, Suiza), y como rey a un miembro de la dinastía europea más corrupta y putera que ha existido nunca en los tiempos modernos; con la vergüenza de tener aún miles y miles de cadáveres en las cunetas de las carreteras (¡algunos de los cuales fueron asesinados por pertenecer al partido que hoy está en el poder!, ¡y que ya lo estuvo hace 38 años!); con la vergüenza de tener un sistema político y una sociedad infiltrados hasta la médula por la corrupción; con la vergüenza de tener muchos compatriotas incultos, machistas y acríticos que se creen a pies juntillas los bulos y falsedades propagadas por la extrema derecha y que se consuelan con fútbol, reality shows y celebrities; con la vergüenza de no tener un partido de derechas democrático y civilizado de ámbito nacional; con la vergüenza de ver que se considera antiespañoles a millones de nacionalistas, catalanes y vascos; con la vergüenza de tener una fundación no sólo legal, sino subvencionada con dinero público, para la exaltación del dictador; con la vergüenza de ...  Y, en fin, con la vergüenza que da oír a menudo cómo se califica de modélica esa transición y haber leído alguna vez que tenemos la mejor democracia del mundo.

¡Demasiadas vergüenzas!

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