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Virofobia

Un estudio de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) alerta de que la pandemia del coronavirus ha provocado que los trabajadores sociosanitarios de las residencias de mayores en España estén experimentando riesgos psicosociales laborales, como estrés y miedo, que podrían afectar gravemente su bienestar y salud. EFE/Mariscal/Archivo

Celia Martín

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Después de la viralización en redes del caso de Elena Cañizares (la estudiante de Enfermería a la que sus compañeras de piso intentaron echar del domicilio tras conocer su contagio de Covid-19), se ha hecho visible un problema que hemos podido saber se trata de un mal estructural en nuestra sociedad: la virofobia. Es decir, el miedo, rechazo o discriminación a aquel que padece una enfermedad, concretamente y dadas las circunstancias actuales, a aquellos contagiados por coronavirus. De nada parecen servir la publicidad gubernamental y avisos de comités sanitarios que explican las medidas a seguir, no ya por parte de la persona infectada, sino por el círculo que le rodea. En cuanto se conocen los resultados y se oye (que no escucha) la palabra “positivo”, la virofobia ficha y empieza a trabajar. 

Esto no es nuevo. A ver, matizo. La virofobia por Covid-19 sí es nueva. La novedad del virus y la excepcionalidad de la situación actual hacen que no haya antecedente extrapolable a lo que estamos viviendo (ha habido plagas y pandemias antes, pero no se dieron en un momentum liderado por digitalización, redes sociales y nuevas tecnologías). Sin embargo, el prejuicio hacia personas infectadas lleva ya un largo recorrido. No surgió en marzo, con el estado de alarma y con la histeria colectiva que se apoderó de la ciudadanía. La virofobia siempre ha estado entre nosotros: desde el fugaz pavor que inundó España cuando penetró el virus del ébola en las fronteras del país (y qué interesante es el hecho de que es solamente cuando entra en nuestro territorio cuando comienza el espanto y la concienciación) hasta el firme estigma que dio lugar a infinidad de prejuicios hacia las personas seropositivas (y que tiene su propia terminología: la serofobia) durante la década de los 80.  

Parecemos no haber aprendido nada. Es una verdad innegable que vendrán más pandemias y que estaremos en constante descubrimiento y estudio de nuevas enfermedades en el futuro -especialmente tras observar el comportamiento del ser humano de cara al medio ambiente y cómo no parecemos querer tocar el freno-. Es cómo nos enfrentamos a esta dura realidad lo que nos caracteriza como seres humanos resilientes y civilizados. Es el aprendizaje que sacamos como población de una situación tan extraordinaria y devastadora lo que constituye la clave de la lección que se nos pone encima del pupitre y que debemos aprender. Sin embargo, siguen sucediéndose las catástrofes (humanitarias, medioambientales, bélicas…) y seguimos desarrollando una fobia que cada vez parece más intrínseca al individuo hacia aquellos damnificados por los siniestros. Aparece y no somos capaces de controlarla. Los afectados conforman una amenaza para nuestra burbuja, desde la que tenemos una visión (siempre cómoda y a veces edulcorada) de lo que está ocurriendo. Esta burbuja, pensamos, puede verse alterada en incluso rota por los individuos que no forman parte de ella. Y sí, lo han adivinado, esta afirmación puede ejemplificarse perfectamente con virus -casi o más mortíferos que el coronavirus- como el de la ya mencionada serofobia, la homofobia, la xenofobia o la aporofobia (o miedo y discriminación a los pobres, y que ya ha encontrado un término gracias a la filósofa valenciana Adela Cortina).  

La que parece perfilarse como la mayor amenaza del momento, aunque tengan por seguro que se pueden dar todas estas fobias a la vez en una sociedad que muy a menudo muestra su cara más intolerante y sectaria, es la virofobia y las consecuencias que está dejando. Enfrentamientos sociales, discriminaciones, insultos y vejaciones… por el amor de Dios, a dónde hemos llegado si unas estudiantes se creen con total capacidad y libertad para intentar dejar en la calle a su compañera de piso, sin ofrecerle apoyo ni ayuda durante la cuarentena que inevitablemente debe cumplir tras el resultado positivo. Como ven, este pánico es especialmente peligroso y efectivo porque toca un nivel delicado y esencial del ser humano: la salud. Conecta directamente con nuestro sistema de valores y se trata de un bien tan preciado que no toleramos que nadie juegue con él. Por la cuenta que nos trae. Al fin y al cabo, es nuestro derecho a seguir viviendo. A seguir formando parte de la burbuja. Este código incrustado en nuestra moral que protege a ultranza la salud por encima de cualquier otra cosa paradójicamente puede convertirse en la mayor enfermedad que podamos padecer como estirpe. Parafraseando a José Saramago, esta ceguera podría dejarnos ver, pero no mirar.  

Pero jugamos con ventaja, aunque depende de cómo se mire. La viralización extrema de contenidos y el poder de las nuevas tecnologías pueden ser un arma peligrosa, pero también pueden convertirse en una herramienta muy útil para poder promover actitudes, actividades y posiciones que fomenten la inclusión de los más afectados en esta burbuja. O mejor, que la expandan para que la final todos estemos en la misma (aunque mucho me temo que la única solución real a todo esto será finalmente destruirla). Las redes sociales tienen el poder de poner estos problemas en el punto de mira y de dar voz a aquellos perjudicados por las fobias que se apoderan de nuestra lengua y hablan por nosotros. Esto ha hecho Elena Cañizares al dar a conocer su caso mediante su perfil de Twitter, y que ha tenido un efecto impresionante: miles de usuarios de la plataforma han contribuido a viralizar la situación de la estudiante, entre los que figuran personalidades públicas que han mostrado su apoyo ante la injusticia. Es decir, un discurso que de cualquier otra forma hubiera quedado ahogado en las garras de la virofobia ha conseguido catapultarse a la agenda de la opinión pública para buscar una solución y mostrar un problema real.  

La virofobia forma parte de un largo índice de discriminaciones que, en esencia, se nutren de la segregación de individuos en materia de salud, orientación sexual, etnia, recursos económicos e intelectuales, etc. Pero por encima de todo, crean una distinción aterradora: aquellos admitidos y aquellos rechazados. Se crea, pues, una lista en la que debe figurar tu nombre si quieres entrar a la fiesta. Un evento cuya entrada controlamos como porteros, prohibiendo pasar a aquel que no cumple con la etiqueta. La entrada en acción de la virofobia tan solo refuerza un protocolo penoso y podrido, y que depende solo de nosotros eliminar de una vez por todas.  

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