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Juegos de colores

Los Mossos identifican a 14 personas que planeaban retirar lazos amarillos

José Luis Sastre

En el camino del martirio, los consejeros de Quim Torra dicen de su president que está “determinado” a llegar hasta el final por la causa, a la que ellos mismos han desprovisto de gravedad y altura para reducirla a unos lazos y a unas cuantas pancartas a las que pretenden que todos miren para que nadie vea que, en realidad, no están haciendo nada. Solo se afanan con los letreros para invocar la desobediencia y pensarse como Mandela. Antes se habían comparado con Anna Frank porque, a falta de propuestas, llenan el vacío de símbolos sin importarles banalizarlos.

Determinado a asumir todas las consecuencias, dicen del president, incluso si las consecuencias incluyen la inhabilitación. Sería una broma del destino que fuera al exponerse al riesgo de que le inhabilitaran cuando Torra descubriera que estaba habilitado para gobernar. En eso, Carles Puigdemont lucha contra el olvido y ha mandado que se mantenga la tensión de cualquier forma, consciente de que ha perdido la capacidad de hacerlo como solía, con cadenas humanas, con telas esteladas que llenaban la Diagonal de orilla a orilla.

Aquellos estandartes imponentes quedaron en pequeñas y desperdigadas banderas que se han dejado pudrir en muchos de los balcones. Se está acabando la tela, que ya da apenas para los lazos. Pequeños. Suficientes, sin embargo, para tenerse en que así se alarga el martirio y pervive la emoción de la causa. Torra utiliza en su interés el lazo, cuyo significado pueden compartir tantos ciudadanos, para que no se disipe su espejismo ni su expectativa electoral.

Han ocurrido otras cosas en los últimos días, pero la poca tela amarilla ha bastado para dar una alargada sombra sobre lo demás, que eran las purgas en las listas y la polarización dentro de los partidos, la renuncia de Pablo Bustinduy, el aviso de Ciudadanos a quienes cuestionen la limpieza de sus primarias -aquí hemos venido a regenerar la política que hacen los otros, oiga, no la que se hace uno a sí mismo-, el Brexit laberíntico, el avance ultra en Holanda o la significativa renuncia del PP europeo -capitaneado por la sucesora de Merkel en la CDU- al húngaro Viktor Orban, al que suspenden pero no expulsan.

Después de la crisis que ha arrasado a la socialdemocracia europea, ese será el debate que afronte la derecha continental: si quiere distinguirse de sus socios extremistas o se abraza a ellos aun a riesgo de entregarles su agenda y su discurso. En España, Pablo Casado parece haber resuelto el dilema. 

En pleno estallido de la primavera, en fin, las novedades que llegaban se iban quedando en la fría sombra de los lazos y las pancartas, bajo el balcón. Había amarillo en las declaraciones, en los medios. Amarillo y, claro, verde Vox, del que no deja de hablarse sin necesidad de que su líder aparezca ni proponga. Ni falta que le hace: antes de medirse en votos su éxito o su fracaso, puede medirse en los shares de las audiencias televisivas. O en la cantidad de retuits.

Sus excentricidades están por todas partes, llenando de mentiras las paredes, y cuanto mayor es el despropósito, mayor resulta su alcance. Hilan sus listas con militares y han dicho el PP y Ciudadanos que antes pactarían con ellos que con el PSOE. Ellos bailan en el centro de la escena, al son del trumpismo, luciendo su verde intenso a juego con el aliento que les da el amarillo independentista y sus nuevos lazos blancos con franjas rojas. Colores, colores, que ha llegado la primavera.

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