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Albert Rivera de Lampedusa

Albert Rivera en el Congreso de los Diputados

José Luis Sastre

La fragmentación en varios partidos resultó un artificio para que la derecha se uniera más que nunca y ahora que José María Aznar ha desaparecido es cuando más se presenta su espíritu. Los lazos entre PP, Ciudadanos y Vox son sólidos, desde lo económico a lo ideológico, y se comprueban no sólo con las fotografías que se harán en ayuntamientos y comunidades, sino en los papeles que firman por mucho que en esos papeles se hable de violencia intrafamiliar, como si se mataran los hermanos o los primos por asuntos domésticos y no existiera una violencia contra la mujer.

Violencia intrafamiliar, pone en el papel que salva los primeros presupuestos de la Junta de Andalucía y en el que lucen los emblemas de los tres firmantes. Esta misma semana, Vox se apartó en Valencia de la concentración en repulsa por un crimen machista porque no comparte que haya violencia machista. Con ese partido es con el que acuerda el PP. Y Ciudadanos. Con el partido que cuestiona la memoria histórica y revive a Cristóbal Colón.

Así construye Albert Rivera de Lampedusa el cambio que prometió, asegurándose de que el PP mantiene el poder en la mayoría de los lugares en que lo tenía y dando entrada, en los casos que se precise, a la extrema derecha. Busca excepciones, como en Castilla-La Mancha, para que pueda parecer el árbitro si lo miran de lejos, pero muy lejos tendría que ser, si ha designado al PP como su socio preferente e incluso en Francia y en Bruselas detectan la maniobra para blanquear a los ultras. Todos los argumentos que sirvieron para explicar el acuerdo junto a Vox en Andalucía –la alternancia y la regeneración– se vuelven contra Rivera. Da igual.

Todo lo que sirvió para pedir la abstención del PSOE en la investidura de Mariano Rajoy se vuelve contra Pablo Casado. Da igual. El nuevo patriotismo consiste en acallar a quienes, aunque sean del PP, proponen la abstención porque el objetivo, más que complicar la investidura de Pedro Sánchez, consiste en impedirla, según la frase de Teodoro García Egea. Toda la estrategia de los liberales europeos frente a los ultras descubre las complicidades que Ciudadanos trata de disimular, pero da igual también. Da todo igual: aquí se está repartiendo el poder, no los principios.

Ciudadanos es el único partido que puede negar que la extrema derecha esté o influya en un gobierno mientras la extrema derecha está e influye. Hay que oír lo que Rivera niega para poder escuchar lo que de verdad afirma y se le oye decir que no acordará nada con Vox. No quedan dudas: si el Gobierno de España dependiera de que Vox estuviera en él, PP y Ciudadanos lo aceptarían, de manera que se desconoce si estos acuerdos que vemos son maniobras de ensayo o prólogos de lo que habrá de venir. Se desconoce, aunque se intuya.

En la izquierda, en cambio, cuanto más propicio parece el resultado electoral para que los partidos se entiendan, más complicado lo hacen. Las negociaciones por la investidura, jalonadas por los jardines lingüísticos de José Luis Ábalos, son una buena muestra. No la única. Ahí están las tensiones en la Comunitat Valenciana entre los antiguos socios, Compromís y Podemos, por el reparto de las competencias. El modelo valenciano, que Iglesias quiere exportar a la Moncloa, ha empezado su nueva etapa entre estridencias y desconfianzas, lo que envía un mensaje del que en la sede socialista toman nota.

Ahí está Ferraz, de hecho, dándole vueltas al diccionario para nombrar la nada, porque los números por el momento no dan y existe un vacío que el PSOE necesita llenar para gobernar e Iglesias para sobrevivir. Se complica el pacto por las políticas, seguro. Por las personas, sobre todo. Y hasta por la química, que importa a pesar de que los análisis la orillen por si resulta frívolo reparar en lo personal. Es al revés, lo personal trasciende: Sánchez e Iglesias han tenido tiempo para reconstruir complicidades, pero en la última investidura incubaron una profunda desconfianza. Hasta anteayer, Sánchez no se fiaba de Iglesias y ahora Iglesias quiere sentarse en su Gobierno.

Está por ver que sea de cooperación, como lo llaman. Lo que desde luego tendrían que aclarar, si finalmente lo consiguen, es si quieren un Ejecutivo de convivencia o de supervivencia. El dilema es clave para saber qué margen tendrá el que venga a gobernarnos. Así, de entrada, habrá de gestionar la repercusión política de una sentencia crucial que ha empezado a escribirse.

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