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Hablan españoles que pasaron por Afganistán los últimos 20 años: “Se veía venir, pero el dolor es enorme”

El hospital de Qala-i-Now, rehabilitado por la AECID, en una imagen de 2012.

Elena Herrera

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En la madrugada de este jueves aterrizó en Madrid el primer avión con trabajadores del cuerpo diplomático que permanecían en Afganistán después del retorno de los talibanes al poder. Tras el regreso el pasado mayo de 24 militares todavía destacados en la base Camp Morehead, a las afueras de Kabul, los llegados la pasada madrugada son parte de los últimos españoles de Afganistán, evacuados a toda prisa junto a locales que durante años han colaborado con las tropas y la cooperación española, y sus familiares, que están en peligro ante la victoria de los extremistas y el deterioro de la situación política y militar. Pero antes que ellos, miles de españoles han estado ligados de una u otra forma al país durante las últimas dos décadas de presencia de la comunidad internacional.

Entre ellos, los 27.000 militares que han rotado por Afganistán luchando contra la insurgencia y ayudando a su reconstrucción en la misión más costosa en vidas de las Fuerzas Armadas en el período democrático, con un total de 102 fallecidos en accidentes y atentados. Pero también funcionarios, cooperantes o reporteros que ahora asisten con dolor al desmoronamiento de las frágiles estructuras de un país en el que, a pesar de los atisbos de progreso, la corrupción siguió siendo generalizada y se consolidaron en el poder sátrapas locales, a menudo con la tolerancia de Estados Unidos, que invadió el país en 2001 tras los atentados del 11-S.

“Soy tremendamente pesimista, era algo que se veía venir aunque el dolor es enorme. El pueblo afgano está acostumbrado a sobrevivir y lo hará una vez más, pero mi percepción es que va a haber un nuevo descenso al caos”, afirma parafraseando a Ahmed Rashid —célebre analista paquistaní— el cooperante Ignacio Álvaro Benito, que estuvo en Afganistán entre 2005 y 2010 trabajando en la Organización Internacional de Migraciones y en la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo (AECID), donde coordinó la misión en Badghis, una de las provincias más pobres y remotas. “Es un país muy complejo, con un difícil contexto de seguridad tras décadas en conflicto, incluida una guerra civil de seis años y un lustro de extremismo talibán. Pero yo sí he visto cambios reales y sustanciales”, afirma. 

Los contingentes de la AECID pusieron en marcha en Badghis diversos programas de reconstrucción y desarrollo con proyectos de educación, agua y saneamiento, salud, género, agricultura, desarrollo rural, infraestructuras… La misión duró siete años, entre 2005 y 2013. Según los datos que en su día ofreció el Gobierno, se construyeron escuelas para 20.000 niños o infraestructuras de salud para 150.000 personas. También se mejoraron las cosechas de más de 30.000 familias. Álvaro Benito, no obstante, cree que la retirada y el traspaso del proceso de reconstrucción a las autoridades locales fue precipitado. “Afganistán era como un recién nacido traumático”, ilustra. 

Constantino Méndez, que fue entre 2008 y 2011 secretario de Estado de Defensa con la socialista Carme Chacón como ministra, destaca también esa labor de ayuda al desarrollo. “La comunidad internacional se acabó convenciendo de que detrás de una operación militar de riesgo debía haber un esfuerzo de cooperación relevante que pudiera cambiar las cosas”, asegura. En el caso español, esa tarea no habría sido posible sin el trabajo de los 27.000 militares que rotaron por Afganistán en casi dos décadas de misión, en las que se dedicaron a asesorar, instruir y dar apoyo logístico al Ejército afgano, pero también a realizar labores de escolta que permitieran mantener la ayuda humanitaria a salvo de las emboscadas. 

“Fue una experiencia bastante dura. Era rara la vez que no nos tiroteaban cuando salíamos a entregar avituallamiento, medicinas o mantas. Lo hacían con el típico AK 47 desde lo alto de una loma, aunque íbamos en blindados y semiblindados. Dependiendo de la zona de influencia —si era pastún o talibán— te recibían con aplausos o pedradas”, recuerda un militar que pasó seis meses en Afganistán en 2011 y que pide no ser identificado. “A pesar de todo, los españoles gozábamos de un trato preferente de la policía afgana y la población civil. Hemos llegado a tener amigos allí, siento un pesar muy grande”, dice este cabo, que viajó con 35 años a Afganistán dejando en España a su mujer y una hija recién nacida. 

Precisamente a partir de 2009, explica Méndez, los viejos BMR (Blindado Medio de Ruedas) de los ochenta y noventa se cambiaron por nuevos equipamientos para hacer frente a las amenazas de explosivos improvisados. “Habíamos desembarcado sin las dotaciones adecuadas y hubo que hacer un enorme esfuerzo por habilitar una nueva base militar que nos diera la seguridad que no teníamos”, afirma el ex número dos de Chacón, que viajó en dos ocasiones a Afganistán en sus casi cuatro años en Defensa. La primera, en abril de 2008, en aquella célebre visita en la que la ministra pasó revista a las tropas embarazada de siete meses. La segunda, en junio de ese año, con el ahora rey Felipe VI. 

Sólo la misión militar española ha tenido un coste de más de 3.500 millones de euros. Los primeros 350 militares españoles llegaron a Kabul el 24 de enero de 2002, cuatro meses después de los atentados del 11-S. En 2005, bajo mando de la OTAN, España se hizo cargo de las bases de Herat y Qala-i-Now, al oeste del país. El grueso del repliegue se produjo entre 2012 y 2013, aunque la retirada total no llegó hasta el pasado mayo, ya como miembros de la operación Resolute Support, mucho más reducida. Las Fuerzas Armadas realizaron 28.000 patrullas y efectuaron más de 1.400 misiones de desactivación de explosivos. Y se dejaron la vida 102 militares: 62 en el accidente del Yak-42, en mayo de 2003; 17 en el del helicóptero Cougar, en agosto de 2005; y otros 23 perecieron por vuelcos o explosivos improvisados de grupos insurgentes. 

También hubo decenas de heridos. Entre ellos, el cabo Iván Ramos, que salió por los aires en un accidente con el vehículo blindado Lince con el que hacía una escolta a poca distancia de la base de Herat el 13 de abril de 2011. Se rompió 17 huesos y tuvieron que extirparle un riñón y el bazo. La Comunidad de Madrid le reconoció en un primer momento una discapacidad del 65%, pero tuvo que batallar durante años para que Defensa asumiera sus secuelas y le concediera una pensión acorde. Llegó a hacer incluso una huelga de hambre a las puertas del ministerio. “Yo siempre he pedido lo justo, ni más ni menos”, afirma.

Ramos llevaba más de una década en la Legión, pero era personal temporal, como el 87% de la plantilla de tropa y marinería. Y, tras el accidente, fue despedido y no lo reubicaron en otro puesto adaptado a su situación, como reclamó insistentemente. Ahora, también vive con tristeza los últimos acontecimientos en en el país. “Después de todo el esfuerzo, de las vidas perdidas... Los afganos se van quedar tirados como colillas”, lamenta.

“Cuestión de tiempo”  

A pesar de los cuantiosos recursos gastados en estas dos décadas —también de las vidas humanas perdidas, las víctimas afganas son 130.000, de las que 70.000 eran civiles— los últimos acontecimientos han demostrado que el Gobierno de Kabul ha sido incapaz de mantener el control del país tras la salida de las tropas occidentales. “La situación actual demuestra la debilidad de lo que se ha creado en los últimos 20 años y que todo el sistema se ha basado en una gran mentira que nos hemos querido creer. Es algo que hace mucho que se veía venir, no es un evento que nadie se esperaba. Había un Gobierno con pies de barro y todos sabíamos que era cuestión de tiempo”, afirma el periodista Pau Miranda, que conoce el país desde hace dos décadas por su trabajo como reportero y cooperante. Vivió en Afganistán entre 2001 y 2002, justo después de la invasión; volvió otra temporada en 2009 y una tercera a partir de 2016, cuando permaneció otros tres años.  

Miranda insiste en que la presencia internacional no ha evitado que la corrupción fuera generalizada y se consolidaran en el poder políticos y funcionarios conocidos por sus abusos. “Es verdad que la corrupción no nació en 2001, pero no es lo mismo ser corrupto en un país pobre que en uno en el que llueven millones”, asevera. “Nosotros el avituallamiento y los medicamentos lo entregábamos a figuras que se pueden asimilar a lo que aquí llamaríamos alcalde, pero en realidad eran los señores de la guerra que mandaban con su ley en cada pueblo”, afirma un cabo que formó parte del contingente español.

Álvaro Benito admite que en un primer momento la AECID también tuvo algún “problema” con los contratistas locales a los que les encargaban desarrollar infraestructuras o diferentes trabajos, aunque la “confianza mutua” con el personal local y el resto de la población afgana no tardó en fraguarse. “Hay que entender que es un país con una complejidad grande donde también había que empoderar a sus autoridades locales, con una autoestima muy baja tras décadas de conflictos”, afirma este experto.

Las fuentes consultadas también reconocen el fracaso del supuesto objetivo de “democratización” del país. “Los afganos no han confiado en lo que les vendíamos como democracia”, sostiene Miranda. En las últimas presidenciales, en 2019, la participación fue inferior al 20%. Entonces fue reelegido Ashraf Ghani, un antropólogo y exempleado del Banco Mundial apoyado por Estados Unidos y que huyó de Afganistán ante la llegada de los talibanes a Kabul. Ahora se encuentra refugiado en Emiratos Árabes Unidos. La presencia militar extranjera tampoco impidió que Afganistán siguiera siendo en los últimos años uno de los peores países del mundo para las mujeres por mucho que ahora el regreso de los talibanes amenace con deteriorar sus vidas todavía más. A finales de 2014, con la retirada del grueso de las tropas extranjeras al concluir el mandato de la ONU, también desapareció la mayoría de prensa internacional, dice Miranda. ¿La consecuencia? “El nivel de fiscalización cayó”, asegura.

Méndez, alejado de la política institucional, también admite que en Afganistán no se han cumplido los objetivos de reformas y modernización de la sociedad. “El objetivo militar, con todo, era el más sencillo. Se consiguió a medias que el país no fuera una base terrorista, pero en la reforma del Estado se avanzó muy poco y las mejoras en derechos humanos son muy frágiles. Mañana mismo puede volverse a la caverna. Hicimos lo que teníamos que hacer como comunidad internacional, pero seguramente no tuvimos claro el terreno en el que trabajábamos. Estábamos en medio de un Estado fallido de una enorme complejidad. La sensación ahora es muy negativa”, resume. 

También es “tremendamente pesimista” Álvaro Benito, que en los últimos días no deja de recibir llamadas y mensajes de locales con los que coincidió en sus años de cooperante en el país, que le preguntan si puede hacer algo por ellos. “Muchos están desesperados y temen las represalias”, sostiene. “Allí hemos dejado amigos, intérpretes... se hicieron muy buenas migas con personas afganas y es muy duro saber que por haber colaborado con nosotros se han jugado la vida y pueden perderla”, añade el militar que pide mantener el anonimato.

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