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La 'raia' que recuperó la Covid-19: Galicia y Portugal vuelven a vivir de espaldas por el cierre de la frontera

Puente fronterizo que conecta Tui con Portugal.

Víctor Honorato / Tui / Valença

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El funcionario de policía de frontera Antonio Lima viene de una tierra sin dueño. Su origen familiar remite al Couto Mixto, un enclave que hasta 1984 no era ni España ni Portugal, hoy entre el sur de la provincia de Ourense y el municipio portugués de Montalegre. Quienes allí vivían no pagaban impuestos, no mandaban hombres a la guerra y no tenían que declarar nacionalidad. “Una especie de Andorra”, recuerda el funcionario Lima, que el jueves a mediodía, con la frontera cerrada por el galope de la COVID en el país luso, es el responsable último de decidir quién cruza el Miño para entrar en Portugal.

Portugal batió la semana pasada el récord mundial de mortalidad semanal por COVID, con 291 muertos diarios de media, en un país con 10,2 millones de habitantes. Enero fue un mes trágico en el que la enfermedad creció de forma exponencial. Desde el domingo y durante dos semanas, la frontera terrestre está cerrada por orden gubernamental, salvo en 13 pasos accesibles para quienes acreditan interés legítimo (familiar o laboral, principalmente). En torno a la mitad del flujo de personas por carretera entre ambos países se realiza a través del Miño, y las economías de ambos lados de la 'raia' están fuertemente integradas.

“Desde el domingo hasta la medianoche de ayer han pasado 26.000 vehículos”, revisa Lima en una tabla, desde una de las cabinas prefabricadas que se han instalado en la vía, porque aquí no hay aduana desde 1993. De ellos, 10.000 lo han hecho por el puente entre Tui (Pontevedra) y Valença, más del doble que el siguiente paso más transitado, entre Vilar Formoso y Salamanca. En este punto del Miño solo le han mandado dar la vuelta a 73 personas desde el cierre, admite el funcionario Lima en sus horas muertas.

Los dos lados de la frontera lamentan las nuevas restricciones, que recuerdan a las del confinamiento de marzo. Hay otro paso próximo, entre Salvaterra do Miño y Monção, a unos 20 km, que está abierta dos horas por la mañana, entre las 7 y las 9 de la mañana, y otras dos al anochecer de 18 a 20, todo por el reloj portugués, una hora más del lado español. Los políticos de ambas orillas del Miño intentan convencer a sus gobiernos de que extiendan la apertura, dado el impacto económico que tiene. Lo sabe bien Feli, pescadera de Salvaterra do Miño, donde viven poco menos de 10.000 personas. Rodeada de rapantes, salmón y calamar sobre láminas de hielo, explica esos flujos comerciales que la pandemia ha cortado de raíz. “Nosotros vivimos de Portugal. Nos falta la arteria principal de nuestra vida”, compara la mujer, para quien la relación es de “intercambio total”. “Rezo, cruzo los dedos, hago de todo para que solo sean dos semanas. Sin los lusos que vienen a comprar rapantes [gallo], palometa o merluza, las ventas bajan hasta un 60%”, asegura la pescantina. “Dependemos unos de los otros. Es una cadena”. A su lado, Dorinda, la empleada, asiente. 

Casi enfrente del puente de Salvaterra hay una residencia de mayores de las que peor lo ha pasado con la COVID. Tanto, que la Xunta de Galicia tuvo que intervenirla el pasado noviembre. La Fiscalía abrió diligencias sobre el trato a los ancianos, pero las archivó al poco. Hoy, Loreto, entreabre la puerta, vestida con el pijama reglamentario de los empleados, y los mayores que están en la planta baja vuelven la cabeza. “Fue y es muy duro, pero ahora están todos vacunados ya”, cuenta. Ella no se contagió. “Soy mal bicho”, bromea. Tres compañeras de Loreto que viven a escasos minutos al otro lado del puente tienen ahora que hacer a diario un viaje de casi una hora porque la apertura del paso no coincide con los turnos de trabajo. Lo mismo le pasa a Jorge Gomes, farmacéutico. “Nadie se lo esperaba así, tan brutal. Todo el mundo dice que fue por la navidad, y ahora lo estamos pagando”, reflexiona, dando a entender que determinados errores también pasan de un lado a otro de la frontera. Cree que además pudo influir el frío, porque en la otra orilla “las casas no están preparadas térmicamente”. “Para mí es extraño, venir aquí no es ir a otro país”, apunta.

De vuelta en Tui está próximo al viejo puente decimonónico de la carretera nacional, por encima del cual discurre el tren, el veterano establecimiento Casa Quiroga, abierto en 1950 por un tío del actual dueño, Julio Fernández. La tienda está claramente orientada al cliente portugués, con productos que de este lado son más baratos, como los montones de chocolate que se apilan en el mostrador. Julio ya da la batalla por perdida, está esperando a jubilarse, quizás a vender el local. “Estamos aquí por estar. Para el pequeño comercio esto es una ruina. Hemos bajado el 99%, casi no sacamos ni para la luz” se lamenta. “Lo que quiero es salud, para lo poco que me pueda quedar”, dice.

La gasolinera próxima está casi desierta, cuando en los buenos tiempos las colas eran de cuatro en cuatro coches, y los que atienden los surtidores calientan las manos en los bolsillos. “Esto es una cadena”, dicen aquí también sobre los vínculos transfronterizos. En la administración de loterías son días tristes; los portugueses son muy fieles clientes. “Una quiniela de 14 allí son 10.000 euros, y un pleno al 15 aquí, cuatro millones”, explica Alejandro, que lleva una mañana aburrida en la ventanilla. “También recibimos paquetes, me entretengo con eso”, cuenta.

El cruce de Tui tuvo largas retenciones el primer día, algo menos los siguientes, hoy depende del momento. Pasar en coche a las 14.00 horas no reviste complicación, pero minutos antes la Guardia Civil avisaba de que había un camión atrancado. La caravana ocasional se puede ver, a lo lejos, desde la fortaleza de Valença, que data del siglo XII y es la más grande de este tramo final del Miño. En condiciones normales es muy turística y bulliciosa, pero hoy no hay un alma, porque el comercio está cerrado, salvo por la alimentación y los productos de primera necesidad. Tras 20 minutos de soledad aparecen unos trabajadores del Ayuntamiento, que están podando árboles. “Esto es malo para portugueses, españoles y para el mundo entero”, dice el jefe de la cuadrilla, mientras los otros tres, metiendo los aperos en la camioneta, braman: “¡Estamos ‘fodidos!”. El primero retoma la palabra, dice que “la gente tiene que respetar” porque Portugal está “con 300 muertos por día”. Justo en ese momento pasa un coche, que coincide con la arrancada de la camioneta y la roza. Los dos únicos coches de la plaza han tenido un accidente.

No muy lejos de allí está la Santa Casa da Misericordia, que es residencia para la tercera edad, entre otras funciones. Sonia cruza deprisa el pasillo, pero acepta contestar rápidamente. “Me ves en pijama, pero normalmente llevo el EPI. Ninguno de los usuarios ha sido positivo y es un motivo de orgullo”, indica, y opina que la multiplicación reciente de casos se debe a que la gente perdió el miedo tras una primera ola que en Portugal no fue excesivamente grave. En su trabajo, en todo caso, no se relajaron. “Dejamos de hacer nuestra vida para que el resto de la población siguiese con la suya”. Luego se excusa y desaparece por otra puerta. Valença sigue en silencio, aunque fuera de la zona amurallada hay cierto tráfico de coches y en el hipermercado, el encargado, José, dice que la cadena ha compensado el bajón de la clientela española en este local con el aumento de las ventas en ciudades más al sur, no tan integradas con los vecinos del norte. 

Siguiendo unos 20 kilómetro al este se llega al Monção, también con pasado medieval sobre el río, también con la gente encerrada en casa salvo por los momentos que el gobierno llama de “paseo higiénico”, que tres jubilados en la plaza aprovechan para verter sobre el forastero las primeras críticas políticas abiertas de la jornada. “El Gobierno portugués ha metido la pata”, protesta uno de ellos, Fernando Gomes, que resulta ser el padre del farmacéutico de Salvaterra. “Necesitamos vivir con la gente de Galicia, hay 6.000 personas que trabajan allí”, y clama por una reapertura condicional de los cruces. “Si no, habrá barullo”, vaticina. Él, que fue inspector de Hacienda, reconoce que en Navidad juntó en casa a ocho personas, “más los niños”. “Para los políticos, lo importante es Lisboa. El resto es paisaje”, apostilla, a su derecha, Fernando Mendes. El tercero, José Taveira, con 80 años recién cumplidos, lo que echa de menos es “comer una mariscada”.

En uno de los escasos hoteles abiertos, con habitaciones a 25 euros que no reserva nadie, Caterina, la recepcionista, explica que vivió ocho años en Brasil y regresó durante la primera ola, tras repetidos retrasos de su vuelo. Echa pestes de Jair Bolsonaro, el presidente brasileño. “Que no se enterase de que faltaba oxígeno en los hospitales me revuelve”, critica, pero la experiencia le sirve para relativizar los posibles errores de gestión en Portugal. 

“Los políticos improvisan y nosotros vamos a pagar el precio, pero la elección es imposible. Hay que tomar medidas aunque no se sepa el efecto. Este virus es nuevo, no ha habido estudios. Hay improvisación, pero no tenemos elección”.

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