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La yenka de Montesquieu

Pedro Sánchez, durante su comparecencia en Moncloa el pasado 7 de noviembre, para anunciar cambios legales en el impuesto de las hipotecas.

José Luis Sastre

En el libro del politólogo Pablo Simón -la buena venta de ‘El príncipe moderno’ señala que la desafección es con los partidos, no con la política- aparecen frases próximas, que se tocan con los dedos: “Hoy ya nadie cuestiona que los seres humanos nos veamos sujetos a la autoridad del Estado”, pero que esa autoridad se sometiera a las leyes y se desarrollara de manera democrática “no era algo inevitable”. Basta con asomarse al mundo para advertir que las cosas podrían ser de otra manera. Mucho peores.

La democracia no es el estado innato de la sociedad y, para preservarla, requiere lo mismo que hacía falta, según Orwell, para ver aquello que se tiene delante de las narices: un esfuerzo constante. Eso lo asumen muchos de los que llaman millenials a los que caricaturizan repantigados en el sofá mientras, en el Tribunal Supremo, algunos señores -apenas hay mujeres en la cúpula judicial- presentan dificultades de entendimiento. No porque fallen una cosa u otra en Derecho, sino por el disparate de la institución que debe dar doctrina y ejemplo.

Se dijo, lo dijo Lesmes, que el pleno de la sala contencioso-administrativa no podía cambiar la jurisprudencia establecida en tres sentencias; se dijo que el tribunal daría seguridad jurídica y, sin embargo, reunió a los jueces “ante la enorme repercusión económica y social” de su propia decisión para corregirla luego con una mayoría muy ajustada y un debate bronco. Alivio económico, indignación social. Han hundido el prestigio del Supremo -encargado ahora de juzgar el procés- en una espiral de sospechas y no parecen conscientes del peligro de que el descrédito que alcanza a todas las instituciones se extienda incluso a los árbitros del sistema.

La democracia no es inevitable: el Estado reacciona. Son mecanismos de defensa. El Poder Judicial se hunde y el Ejecutivo trata de contener el descontento. La yenka de Montesquieu. Oportunismo de Pedro Sánchez, como el de todos los demás. Oportunismo inevitable. Un golpe de la Fortuna, por decirlo al modo de Maquiavelo, que tratan de capitalizar el Ejecutivo y el Legislativo, furibundos ahora con una ley que mantuvieron durante las pasadas décadas.

Tiene otra cita Pablo Simón: una de las razones que explica la decadencia de la socialdemocracia “es que sus ideas se han vuelto transversales”. Meterse con la banca ya no es de rojos. Pablo Iglesias lo ha visto y regresa a la pancarta y a la calle. Pedro Sánchez comparece con traje y corbata. La corbata es roja; pero es corbata. La calle y la institución. Ecos de viejas broncas entre Iglesias y Errejón: desde que son socios, PSOE y Podemos trabajan en que se les distinga.

En el libro de Pablo Simón hay frases próximas, que María Dolores de Cospedal toca con los dedos: “La política es una actividad muy gratificante, pero ingrata”. La mujer que compartía planta con Mariano Rajoy en Génova -“aquí sólo estamos Mariano y yo”, le describió a Villarejo- ha acabado defenestrada por los mismos a los que ella aupó. La dirigente que denunció un Estado parapolicial resultó ser el mejor ejemplo de cómo funcionaba la cloaca, que es donde mejor se huelen los riesgos de la democracia.

Pensó el PP que las cintas de Villarejo se llevarían por delante al gobierno de Sánchez y acaba viendo cómo la mujer que aspiró hace solo unos meses a tomar el mando redactaba su propia renuncia. Ya ven. Para entender lo que ocurre conviene haber leído a Montesquieu y a Maquiavelo, pero también las historias de espías de John Le Carré o los dramas de Shakespeare. Y a Pablo Simón, claro.

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