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Martín Berasategui: “Lo mejor de nuestro país es el entusiasmo y las ganas de vivir; lo peor, la envidia que mutila tantas vocaciones”

María Granizo

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Doce estrellas en el firmamento culinario Michelin y la vanidad ni le roza. En sus restaurantes se come y se bebe el mundo desde el olimpo gastronómico, pero él con chaquetilla blanca continúa entre cacerolas sencillo y cercano como el niño que hace sesenta años hizo del Mercado de la Bretxa, de la calle Churruca y del familiar Bodegón Alejandro los puntos cardinales de su pequeño paraíso. Exprimiendo lo mejor de la vida a golpe de paladar, se deleita con unos simples huevos fritos con patatas, encendiendo a diario los fogones, paseando por la bahía de la Concha, y disfrutando del sentido abrazo de los amigos de la infancia.

Generoso en la palabra y en los actos no se cansa de recordar el nombre del pastor que le suministraba leche de cabra y que le avaló en una entidad bancaria para lograr renovar el local familiar y ponerse al frente del negocio. Aquel buen hombre no se equivocó: apenas cinco años después de respaldar su crédito, el establecimiento de Berasategui ya tenía su primera estrella Michelin. Consciente de que los sueños compartidos son los que merecen la pena alcanzar, hoy alimenta también su agradecimiento con el nombre de su madre y de su tía que le dieron de comer y de las que aprendió a hacer de una humilde cocina el germen de su vocación. A cada paso, honra la memoria de los padres de Iñaqui y de Ángel Gabilondo que le trataron como a un hijo. Solo se lamenta de que su aita no viviera lo suficiente para ver lo que ha logrado. Y como siendo chico le falsificó la firma, ahora la imita para homenajearlo y rubricar su triunfo.

Sin ponerse más título que el de cocinero, insiste en que no habría llegado donde está sin el esfuerzo de su mujer, de su hija Ane y de un equipo con el que hace piña. Dotado de una inteligencia emocional más grande que la variedad de su carta, entiende la imitación como la forma más sincera de admiración y celebra que compañeros de oficio den vida en otros restaurantes a su ensalada de tuétanos de verdura con marisco, a sus kokotxas de bacalao con berberechos al txakoli y a muchas de sus laureadas recetas.  

Siempre remangado y fiel al delantal, disfruta del privilegio de ser el chef de habla hispana con más estrellas, el de mejor repostero y el de mejor cocinero. Su restaurante de Lasarte-Oria fue elegido como el mejor del mundo por los usuarios de TripAdvisor y ostenta con orgullo donostiarra el Tambor de Oro de San Sebastián de 2005. Pero ni siquiera la máxima Medalla al Mérito en las Bellas Artes le enorgullece tanto como haber cumplido el sueño de jubilar a su madre y a su tía “después de toda una vida matándose a trabajar”. En la recompensa a su esfuerzo lleva también haber logrado que el apellido de su padre ilumine tanto su tierra como la luz del faro que hace mágica la arena desde donde Oteiza se mira con Chillida. 

El mercado de la Bretxa marcó su destino

“Lo que más me gusta del mundo es cocinar y así moriré, con la sartén en las manos o deshuesando un rodaballo, quién sabe”.

De lo que no tiene duda es de que abrir los ojos al mundo en la calle General Echagüe, entre el Puerto de Pescadores y la Bretxa marcó su destino. Él es hijo del mercado. Sin apenas levantar dos palmos del suelo el pequeño Martiño veía llegar el pescado en carros tirados por mulas, desde Igueldo y Ayete: “En la puerta se vendían huevos, leche, verduras. Mi vida transcurrió alrededor de aquel mercado”. El mismo en el que su padre trabajaba como aprendiz en la carnicería de los Gabilondo.

 Muy cerca, en la calle Churruca, el pequeño Berasategui jugaba con los hijos de los dueños del negocio que alimentaba a las dos familias: “Recuerdo que mi madre me decía que esperaba que se me pegara algo de los Gabilondo”. Así fue: la cultura del esfuerzo, del sacrificio y de la honradez la mamaron por igual. Sin embargo, aunque a Martintxo le gustaba “jugar a pelota en el frontón y también ir a remar al Urumea” con sus amigos y sus otros tres hermanos, en el colegio no veía la hora para que sonase la campana, salir corriendo y llegar a su particular edén: “El Bodegón Alejandro”. Bajando veintitrés escalones se accedía a aquella casa de comidas familiar, con suelo de arena, en la que aquel crío travieso, risueño y al que no le gustaba la escuela se chupaba los dedos devorando chuletitas asadas con carbón. La misma taberna en la que pescadores, taxistas, remeros, aizkolaris, artistas, se reunían para dar sentido a los guisos, a la sabiduría culinaria abrazada por los cuencos de barro que Gabriela y María, su ama y su tía, hacían sin descanso para ganar el sustento de la familia.

Creciendo al calor de los fogones

En aquel sótano con aire de txoko, de tradición y de verdad donde comer era mucho más que alimentarse, se maceró el sueño del niño Martín: “Desde pequeño siempre quise ser cocinero”. Con solo doce años, “en un pequeño fuego que funcionaba con monedas ya hacía mis cosas. Ahí nacieron mis primeras maneras”. También su espíritu de trabajo en equipo: “El negocio lo regentaba mi padre. Se llamaba como yo. Era un hombre recto y generoso y que creía en el trabajo colectivo. Tienes que conseguir que los que te rodean se sientan importantes. Los equipos son los que te hacen más grande, solo no eres nadie. La idea me la supo inculcar. La pena que tengo es que no me vio triunfar, no me dio tiempo a demostrarle en vida que no me equivoqué al seguir su estela”.

Todavía era solo un crío que de vez en cuando iba al cine del Colegio de los Ángeles a ver las peripecias de Charlie Chaplin, cuando disfrutó de la primera entrega de la saga de El Padrino. El sentido valor de la familia que destila la obra de Coppola y de Mario Puzo hizo que se convirtiera en su cinta favorita. El estreno de la primera parte coincidió con la enfermedad de su padre y con que este tuviera que dar un paso atrás en El Bodegón. Entonces, aquel crío seducido por las fuentes de barro y por las cazuelas ya dijo en casa que quería aprender cocina. No hubo titubeos, la respuesta fue rotunda: “En aquel momento mi madre y mi tía María regentaban el negocio y querían algo más fácil para mí. Les había tocado sufrir mucho, trabajar de sol a sol, incansablemente, y no querían que yo pasara por lo mismo”.

Ni un internado en Navarra, donde comenzó a estudiar bachillerato, ni estar lejos del calor de los fogones dejaron de alimentar su sueño: “Un día pedí ayuda a un profesor que teníamos, un cura muy moderno para la época. Le insistí en que me echara una mano para que hablara con mi familia, para que me enseñaran a cocinar”. Él les habló de vocación, de su virtud para el paladar, y desde ese momento las paredes de aquel sótano comenzaron a ser las de su primera universidad:“ Me sentaron en la mesa y me dijeron que me enseñarían todo lo que sabían a primera y a última hora del día que era cuando tenían un respiro”.

Amasando el futuro

Aquella mesa sobre la que reposaron tantos platos preparados por manos nacidas para trabajar, tan curtidas como sabias, fue también la del bautizo como cocinero de Martín. Hoy la conserva y acaricia para que la luz de las estrellas que alumbran sus restaurantes no le cieguen. Cerca de ella, bajo la escalera por la que se accedía al bodegón, en un camastro habilitado para el descanso fortuito, durmió con diecisiete años todos los sábados esperando a que un amigo de su padre le recogiese de madrugada y le llevase en su furgoneta a Francia a aprender panadería. Empezando a amasar su futuro, Martiño se convirtió en el primer alumno español en estudiar hostelería en la escuela de pastelería moderna de Yssingeaux donde tuvo como maestros a los más reputados chefs internacionales: “Sin embargo, mi mejor escuela fueron mi madre y mi tía. Ellas me enseñaron todo lo que soy. En mi carta hay dos platos, las kokotxas y los callos, en homenaje a ellas y, por supuesto, a mi padre”.

En la delgada frontera que separa España de Francia, Berasategui siguió ampliando sus conocimientos de charcutería y de alta cocina hasta que, en 1981, tras el fallecimiento de su aita, decidió tomar las riendas del negocio familiar y jubilar a quienes entregaron sus años y casi todo su aliento para que aquel comedor se mantuviera vivo: “Quería que por fin se dedicaran a vivir y estuvieran orgullosas de mí”.

Cinco años después, el sótano en el que se cocinaron sus sueños brilló como nunca con su primera estrella Michelín. En 1993 abrió su primer restaurante Martín Berasategui en el caserío familiar de Oneka, su mujer. A los tres años el firmamento culinario se rendía a los platos de su restaurante, y del cielo y del esfuerzo le caían otras dos distinciones Michelin. En 2001 ya celebraban tres, la máxima calificación de la emblemática guía.

A partir de ahí, el mantel estaba puesto y la comanda lista: llegaron más y más reconocimientos, siete restaurantes que suman doce astros, la máxima calificación de la Guía Repsol con diez soles, un Doctor Honoris Causa, una larga lista de premios, pero sobre todo la satisfacción del trabajo bien hecho y de haber elegido la receta de la felicidad: “Dedicarme a lo que más me gusta”.

Mientras suena una canción de Alejandro Sanz, su debilidad musical que solo alterna con el himno de la Real Sociedad, tiene cerca Sapiens, el libro que relee del historiador Yuval Noah Harari para recordar que somos puro instinto, y celebra que las acciones terroristas de ETA ya solo se vean en los capítulos de Patria, el cocinero español con más estrellas y el tercero de todo el mundo despide su PlayList.

Con la determinación y la sonrisa limpia de Martintxo, el niño con estrella al que le brillaban tanto los ojos en una cocina que consiguió atraer otro astro y que cayera en el sótano de un bodegón, insiste en que “lo mejor de nuestro país es el entusiasmo y las ganas de vivir”. Y advierte que nuestro mal nacional es “la envidia que mutila tantas vocaciones”. Atándose de nuevo el mandil que reforzó la suya, retoma el trabajo para que sigamos teniendo ganas de tener hambre. Y mientras logra que luzcan como nunca las estrellas de Donosti cita a Hegel para decirnos que “nada grande se ha hecho en este mundo sin una gran pasión”.

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