Camino de la escuela, con mi hija aún de la mano, entre la percusión de las ruedas de las mochilas rodando por la acera, escucho, a mis espaldas, la voz inconfundible de un chico con síndrome de Down. Esas frases con palabras un poco trabadas. El tono quizás un poco monótono, el timbre amortiguado por esa resonancia peculiar al pronunciar.
Reía. Contaba una historia cotidiana, como la que me puede contar a mí mi hija camino del colegio cualquier mañana. Las mochilas percutiendo la acera no me dejaban seguir el hilo de la conversación. El bullicio en las proximidades del colegio por la mañana es abrumador para mí. Pero en medio de todo ese ajetreo, en apariencia caótico, de niños y adultos que se cruzan, que se dan un beso antes de despedirse hasta la hora del almuerzo, sentí un pinchazo de felicidad en ese lugar profundo donde se contemplan las cosas hermosas.
Su voz, la de ese niño yendo a la escuela con la naturalidad de cualquier niño yendo a la escuela, con sus historietas, con sus sueños, con su futuro transitando por donde transita el futuro de cada uno de nosotros. Lo normal… Y esa cosa bella y hermosa, la normalidad, lo normal, como quieran llamarlo –cuanto más sencillo, mejor–, es algo que logramos entre todos haciendo lo que debemos.
Ni más ni menos. Luchar, luchar; cantar, cantar; enseñar, enseñar; cuidar, pues cuidar; hacer aviones, hacer aviones… Escribir, escribir y contárselo a ustedes.
Terminando de redactar esta columna casualmente leo que una sentencia de la mismísima ONU condena a España por violar el derecho a la educación inclusiva de Rubén, un chico leonés con síndrome de Down, cuyos padres llevaban una década luchando para que su hijo pudiera ir a la escuela ordinaria y no a una específica en contra de su voluntad.
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