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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Otras voces: en la otra cola

Melisa Tuya

Melisa Tuya (@madrereciente) es periodista y tiene de dos niños pequeños, uno de ellos con autismo. Comenzó a escribir el blog de maternidad Madre reciente en 20minutos cuando Jaime era un bebé y no se sabía que tenía autismo. Dos años más tarde, al tener el diagnóstico, lo incorporó procurando normalizar lo que es tener un niño retrón en la familia y transmitir que se puede tener una vida plena y feliz.@madrerecienteMadre recienteautismo

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Bien de mañana en Eurodisney, el lugar en el que mi hija de cuatro años se quedaría a vivir si pudiera. Jaime, casi mudo por su autismo, no sé si tanto. Lo que sí sé es que allí disfruta tanto con muchas atracciones que los jaleos de horarios, ruidos y ambientes apenas importan.

Julia va dormida en el carrito que hemos alquilado, uno enorme que los niños se turnan para aguantar en aquel maratón que es el parque de Mickey Mouse. Los demás están montando en Autopia. Yo he ido con Julia a pedir hora para conocer a alguna de las princesas. Les gusta a ambos. La primera vez que Jaime se vio ante Blancanieves le hizo un alegre placaje que casi la lanza al suelo. Llevo en la mano un cartón verde que especifica el tipo de discapacidad de Jaime, en qué atracciones puede entrar y con cuántos acompañantes puede ir. Facilidades muy de agradecer que Disney da a las personas con discapacidad en sus parques. Jaime lleva muy mal las colas, apenas disfrutaría si no tuviera esa tarjeta.

Aun así hay tiempos de espera. Para obtener audiencia en algún momento del día con Cenicienta o Rapunzel hay dos colas. Una inmensa. La normal. Otra aparte que también es grande, pero mucho menos. En esa otra hay un buen puñado de sillas de ruedas de distintos modelos con ocupantes tamaño escolar y con adultos (algún padre, algún abuelo), muchas tarjetas verdes preparadas en manos que mayoritariamente son femeninas. Madres en casi todos los casos.

Y, no sé muy bien cómo, comencé a charlar con la madre que tenía al lado. Inglesa, muy rubia, muy blanca, feliz en tirantes bajo el incierto clima parisino de mayo que a mí me tiene con chaqueta. Muy diferente a mí y muy semejante. No siempre pero sí a menudo se establece una cierta camaradería instantánea con otros padres de niños (o adultos) con discapacidad. Igual que yo empujo el carrito de Julia, dormida, ella empuja una silla bastante aparatosa con una niña de la edad de Jaime con parálisis cerebral y disfraz de princesa. Igual que yo tengo un niño con autismo en la otra punta del parque, ella tiene otro hijo pegando botes con su padre en otra atracción.

Hablamos de nuestros hijos, de nuestro viaje (en su caso en coche, imposible subir con su niña al avión), de las ayudas que recibimos en nuestros respectivos países, de los colegios (ellos tienen colegios especiales en los que la mitad del alumnado son los hermanos y primos de los niños con discapacidad, me pareció un modelo de integración muy interesante a explorar), del tiempo en París, de las playas españolas...

Ella no sabía apenas nada del autismo, igual que yo no sé nada de lo que afecta a su hija, pero vi a una niña inteligente, locuaz, paciente... Le gustaba mucho leer, me contó su madre. Y sentí envidia. Sentí por un momento que casi prefería que Jaime fuera así, un niño atado a equipos médicos y a una silla de ruedas pero conectado al mundo y con su cerebro intacto. No me gustó pensar así, pero creo que uno no puede hacer nada con los pensamientos que te toman al asalto, como ese, salvo ser sincero con ellos. Cometí el error de comentárselo. Ella comenzó entonces a contarme el calvario médico de su hija, todos sus problemas de salud, intervenciones y limitaciones físicas. No sé si fue un error. Realmente me alegro de que Jaime sea un niño fuerte como un toro, trepador y saltador, sin dolores, que no sabe apenas lo que es un médico, ni siquiera pisa el pediatra, salvo para las vacunas. Jaime es mi niño. Aquella niña de ojos ágiles era la niña de aquella inglesa. Cada padre de un niño con una discapacidad deberíamos escuchar a todos pero no comparar a nadie, no juzgar los casos ajenos.

Lo que está claro es que hay una discapacidad medicalizada, otra que no. Hay personas con discapacidad a las que los médicos llevan de la mano en una u otra dirección, para bien o para mal, en mayor o menor medida. El autismo es huérfano en ese sentido.

Tienes un bebé, precioso, todo va bien los primeros meses, incluso los primeros años. Y luego pierde algunas habilidades adquiridas o su desarrollo no es el que debería, así que vas a tu pediatra. Con suerte te hará caso pronto y tu hijo pasará por una batería de pruebas médicas: análisis genéticos, electroencefalogramas, resonancias... Si todo da bien, si no encuentran una lesión cerebral, un síndrome de Rett, un X frágil…, te dirán que está dentro del amplísimo espectro autista. Y los médicos, que ni siquiera han hallado aún la causa del autismo ni pueden diagnosticarlo con una prueba médica, ya no le podrán ayudar más que para medicarle con psicofármacos que intenten mejorar su atención o su comportamiento sin ninguna garantía (mi hijo no se medica, espero que nunca lo necesite); quedará en manos de los terapeutas (psicólogos, logopedas, profesores…) y, sobre todo, de tu sentido común, dedicación y cariño.

En ello ando.

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No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

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