Nunca fui consciente de lo que significaban mis manos. Mi vida era el tiempo que transcurría en el colegio y en casa entre operación y operación. Creo que fueron unas ocho operaciones en total desde que nací hasta que cumplí ocho años. Nunca me sentí distinto, nunca eché de menos tener más dedos, nunca envidié a los que tenían todos los dedos, porque yo tenía unas manos especiales, sobre todo la derecha. Tenía una mano con la que podía hacer la sombra de un perro enfadado sin mayor trabajo que doblar un dedo o, mejor dicho “el dedo” que era el único que podía doblar. Siempre fui un poco la comidilla de los niños del cole y en cierto modo, cuando aún éramos tiernos e inocentes, era la envidia de algunos porque, claro, tenía una mano especial de la que yo contaba mil historias. Que si me la había comido un cocodrilo, que si me la había pillado con un ascensor, que un día me dio un bocado un león… Era una suerte de niño mágico que tenía una historia especial. Pero la vida no siempre es tan bonita y llegó la adolescencia.
Resulta curioso que muchas de las cosas por las que me han insultado a lo largo de mi periplo escolar hayan sido las que uno no esperaba. De siempre, para algunos, yo era el “cabezabuque” porque tenía la cabeza grande y en cierto modo se metían con mi forma de andar, pero yo no era muy consciente de lo que significaba aquello. Nunca me he sentido especialmente dolido por la gente que ha tratado de ridiculizarme. Eso sí, tenía un terrible complejo frente a las chicas. Pobre yo adolescente, si hubiera sabido lo que sé ahora de la vida. Pero volvamos a mis manos. Por ellas dejé el conservatorio, porque el profesor de violín que me iba a dar clase no quería tener un alumno como yo. Ponía un montón de excusas diciendo que yo no iba a ser capaz de sostener el arco debidamente. Por ellas acabé tocando en el coro del colegio, emperrado en aprender a tocar la flauta como los demás compañeros, porque pretendían que yo tocara otro instrumento.
Y uno va creciendo y cuanto más lo hace se va dando cuenta de dos cosas: que en el mundo hay gente maravillosa y gente muy mala. En cierto modo me sentía como Eduardo Manostijeras, cuando al principio de la película, detroza las manos que le había creado su “padre”. Me sentía algo así, un pequeño monstruo al que alguna gente le tenía cariño y otras lo consideraban algo horrendo y huían atemorizados.
En cierto modo mis manos servían como filtro primario para detectar ciertas cosas. Durante esos años aprendí a tocar la guitarra, a hacer fotos, a soldar cables, a realizar manualidades de precisión… Y me fui dando cuenta de lo importante que eran mis manos. Con ellas aprendí a acunar a mi hermana, a abrazar a los amigos, a acariciar, a levantarme cuando me caí tantas y tantas veces, y aún lo sigo haciendo.
Mis manos son la extensión tangible de mi relación con el mundo. Puedo tocar, puedo sentir el mundo con mis manos. Y, sobre todo, muchas veces, durante la adolescencia me preguntaba cómo sería tener las manos como todo el mundo, me preguntaba por qué tenía que ser yo, por qué no era como los demás. Pero eso se me fue pasando y la verdad es que con el paso del tiempo he aprendido a valorar mucho lo que significan mis manos.