20 años de la “invasión” del Rectorado de Sevilla por los estudiantes: “Nuestra vida cambió para siempre”
“Si me viera de nuevo en el 7 de febrero de 2002, ¿volvería a hacerlo? Lo he pensado muchas veces y no tengo una respuesta, la verdad”. Para Manuel Bernabé Cañadas, Lito para sus amigos, recordar lo que sucedió dos décadas atrás le provoca sentimientos encontrados. Entonces era un chaval de 21 años y hoy es un acreditado especialista en geriatría, además de padre de familia. Lo que sí se ha preguntado muchas veces es qué habría sido de su vida si no hubiera sido uno de los líderes estudiantiles de las protestas anti-Lou de los primeros años 2000. “Muy distinta, seguro. Nuestra vida cambió para siempre”, responde con una sonrisa.
Como el resto de sus compañeros, a Lito le pillaron unos años universitarios bastante convulsos. Ya se habían producido sonadas protestas contra el llamado Informe Brical o la Tasa 6000, pero la gota que colmaría el vaso sería la Ley Orgánica de Universidades (LOU), que según sus detractores iba a promover una universidad menos democrática, más elitista y más intervenida por las empresas. A ello se sumaba el clima de agitación e indignación general contra el Gobierno de Aznar, que alcanzaría su cénit con las manifestaciones del No a la guerra. “Algunos compañeros venían de la militancia política, por ejemplo de la CNT, y tenían experiencia en movilizaciones. Pero la única militancia que había tenido yo había sido en el Ecce Homo”, asegura Lito.
Su compañero Ricardo Martín Santos, Riki, que hacía un doctorado en Comunicación Audiovisual, tampoco estaba politizado: “Había estado en un seminario y había formado parte del movimiento antimilitarista, muy ligado a la Iglesia. Ese era todo mi bagaje”, afirma. Politizada o no, la comunidad estudiantil iba camino de convertirse en una olla a presión en toda España, pero especialmente en Santiago de Compostela y en Sevilla.
Un drama en tres actos
En la capital hispalense se sucedieron los encierros y las acciones de protesta. Mientras, la representación de los alumnos se escindía entre el Consejo de Alumnos de la Universidad de Sevilla (CADUS) y un movimiento paralelo, el Comité General de Huelga (CGH), que demostraba una mayor beligerancia y poder de convocatoria. Esto se hizo especialmente patente en la histórica manifestación de Madrid del 1 de diciembre de 2001, cuando el CGH logró fletar una docena de autobuses, cada uno de cuyos pasajeros pagaron cinco euros. En la capital, más de 200.000 personas clamaron contra la LOU, pero todo cayó en saco roto cuando, 20 días después, el PP hacía valer su mayoría absoluta y sacaba adelante la Ley con la complicidad de Convergencia i Unió y Coalición Canaria. El PSOE, que había alentado a los estudiantes en sus protestas, da por perdida la batalla y se retira del tablero.
A partir de este momento, el drama se desarrolla en tres actos. El primero es la decisión de continuar las protestas, incluso contemplando la posibilidad de llegar a la desobediencia de la nueva Ley. En este sentido, el CGH acuerda una acampada en plena Plaza Nueva, en el centro de Sevilla, y de forma indefinida, lo que para los movilizados iba a suponer pasar las fiestas navideñas fuera de casa. Cristina Honorato, una de las acampadas, recordaría a menudo aquellos momentos años después, cada vez que acudiera al ayuntamiento hispalense para intervenir como concejal de Participa Sevilla.
“En aquel tiempo yo acababa de regresar de disfrutar de una beca Erasmus, y empecé a participar activamente en las asambleas de la universidad”, evoca. “La acampada en Plaza Nueva nos dio una visibilidad brutal, nos permitió explicar a la ciudadanía de qué iba nuestra lucha, y al mismo tiempo conectamos con otros movimientos reivindicativos, como los de Aznalcóllar o el de los algodoneros. Eran días muy agitados, en los que mucha gente diversa se jugaba su futuro”.
Acampada en Plaza Nueva
Lito señala también que en aquel momento los medios de comunicación simpatizaban de forma unánime con ellos. “Imagínate, el teléfono de un veinteañero hierviendo de llamadas, ¡hasta la ministra Pilar del Castillo me telefoneó! ¿Quién puede imaginarse a una ministra llamando a un chaval que ni siquiera es representante oficial de los alumnos? Canal Sur me dedicó un programa que era algo así como Un día con Lito, desde que me levantaba por la mañana hasta la noche. Fue una locura”.
Otro de los compañeros, Juanjo García, estaba terminando la licenciatura de periodismo cuando se incorporó a la protesta anti-LOU. Las fiestas navideñas pasadas en la Plaza Nueva las recuerda “como una experiencia iniciática para mucha gente, porque nadie había estado 50 días en una acampada. Seguro que fue duro, pero enriquecedor. Y yo conocí allí a la que todavía hoy es mi pareja”.
Con la vista puesta en la Junta General para aprobar la LOU convocada por la Universidad Hispalense el 8 de febrero, los estudiantes deciden mantener la acampada, “a pesar de que ya la mayoría de la gente tenía la mente puesta en los exámenes. Pero para los que estábamos en el carro cada vez era más difícil bajarse”, comenta Cristina. Dos días antes, de madrugada, se produce el desalojo violento de la acampada por parte de la policía, a pesar de que se había anunciado que abandonarían en breve el lugar. Las pertenencias de los estudiantes fueron arrojadas a los camiones de Lipasam. La tensión dejaba servido el segundo acto, que se conocería como el “asalto al Rectorado”.
Tensión en el Rectorado
“Cuando el día 8 de febrero llegamos al Rectorado, nos dimos cuenta de que el acceso estaba cerrado. A pesar de ello conseguimos llegar arriba, donde también encontramos las puertas cerradas, detrás de las cuales estaba la Junta de Gobierno de la Universidad con (parte de) la prensa. Y habían llamado a refuerzos de seguridad”, describen los protagonistas. Después de meses de movilizaciones, sienten que los oídos de la docta institución también se han cerrado para ellos. Los pasillos se llenan de jóvenes cada vez más nerviosos, se superponen las voces cada vez más fuertes, la tensión crece y, en el forcejeo de la muchedumbre, se producen daños a varias puertas que –según se publicará luego– datan del siglo XVIII. Alguien –estudiante o guardia de seguridad, según diferentes versiones– activa un extintor de incendios y la escena se llena de humo. Reina el caos.
“Visto con la perspectiva de hoy, éramos demasiado jóvenes y estábamos muy inflamados por todo lo sucedido en los últimos días. Fue una situación anómala que se podría haber resuelto por otros cauces. Mi idea es que caímos en una trampa. Llamaron a más guardias de seguridad de la cuenta ese día y cerraron las puertas a cal y canto, encerrándonos en el patio. No pienso que fuera todo una provocación, pero ellos sí estaban preparados para la guerra”, explica Riki. A Juanjo, por su parte, no le cabe duda de que “el equipo de seguridad, en lugar de calmar los ánimos, los tensaron mucho más. Si dejas encerrado a un grupo de 80 o 100 jóvenes entre dos puertas y les lanzas un extintor, es muy probable que la situación se te vaya de las manos”.
La turba estudiantil accede finalmente a la Sala de Juntas, donde leerán un manifiesto y harán una pintada en la moqueta y rasgarán el entelado de la pared. A las 11.30 horas todo ha terminado. El vicerrector de Relaciones Institucionales, Adolfo González, da por concluida la junta de gobierno, y los jóvenes se retiran de la escena para dar paso al tercer acto: a los pocos minutos, los televisores retransmiten las imágenes del asalto, subrayando la violencia de los hechos. “Los mismos medios que habían cortejado al movimiento durante meses, ahora nos retiraban toda legitimidad y no colgaban calificativos infamantes”, aseguran.
Uno de los que más recuerdan es el de “kale borroka andaluza”, equiparándolos con la cantera del terrorismo etarra. “Los mismos medios que nos habían jaleado, ahora nos llamaban de todo”, asevera Cristina. “Sufrimos la represión policial, administrativa y mediática, pero lo más duro fue la criminalización de muchos de nuestros compañeros. Lo seguro es que recibimos un castigo ejemplarizante, porque en junio de ese año iba a darse la cumbre de jefes de Estado en Sevilla, y querían cortar radicalmente cualquier movimiento de protesta”.
“Se les fue de las manos”
Una periodista que cubrió las protestas antiLOU, y que prefiere mantener el anonimato por motivos personales, recuerda que aquellas protestas le depararon su primera portada. También “la tensión acumulada de los días previos”. Pero sobre todo la abrupta entrada de los alumnos en la sala. “Estaba en la misma puerta que quedó destrozada cuando vi y oí subir a un grupo de personas (entre los que no había solo estudiantes). Con 20 años menos y pocas manifestaciones a mis espaldas, esa es la verdad, sentí miedo por los gritos que proferían. No me podía mover, así que vi por encima de mi cabeza los palos, los extintores de incendios y, sobre todo, las caras de algunos... A partir de ese momento, todo sucedió especialmente rápido”, evoca. “Creo que las puertas las abrieron los guardias de seguridad o cedieron como consecuencia de los golpes”. Otro periodista testigo de aquello asegura que las puertas se abrieron producto de los golpes con extintores y los postes de las catenarias.
“Las decenas de personas que protagonizaron el asalto llegaron sin mayor problema al despacho del rector, que pintarrajearon y clavaron en su silla un mástil de bandera; también llegaron a la sala de juntas donde se celebraba el consejo de gobierno”, explican. “Recuerdo las caras de decanos y de miembros del equipo de Gobierno de la universidad de aquel entonces. Eran de estupor y de vergüenza” apunta esta periodista.
La cobertura de aquellos hechos la realizó para el diario El País una veinteañera Reyes Rincón, que reconoce que todo cambió desde aquel momento. “Yo estaba en la sala y quizá era una inconsciente, pero no pasé ningún miedo, aunque me pareció fatal aquella irrupción. Creo que se les fue la pinza, a veces pasa, pero lo cierto es que, tras el uso de la violencia, el movimiento fue más difícil de justificar. Entramos en la pelea dialéctica, cuando dábamos la versión del rectorado nos acusaban de manipular la información. El movimiento era honesto y tenían todo su derecho a protestar, pero aquel día se les fue de las manos”.
Lito fue el primero en ser detenido, a los dos días y mientras conducía su Fiat 1 rojo por la calle Torneo. Lo esposaron y lo llevaron a comisaría. “Me dijeron que, o empezaba a llamar a mis compañeros para que vinieran por su pie, o los detendrían uno a uno, como a mí”, recuerda. Pasó 70 horas en una celda. En los días sucesivos corrieron la misma suerte una veintena de compañeros.
Doble proceso
A partir de ese momento, se inició un doble proceso: el penal, en el que se les acusó de un delito de atentado contra el patrimonio –las puertas rotas–, por el que se pidió inicialmente seis años de cárcel y una multa de 20.000 euros, y otro paralelo en el seno de la universidad. Inicialmente se contempló la expulsión a perpetuidad, que quedó más tarde reducida –“en un acto de magnanimidad”, ironizan los afectados– a cinco años. Dicha medida afectó a Lito, Juanjo, Riki y dos estudiantes más, Adán Valenzuela y Mari Luz Domínguez. “Se suponía que esto afectaba solo a la Universidad de Sevilla, pero cuando intentabas matricularte en cualquier otra, te decían que tampoco era posible”, explica Riki.
“Cuando ocurrió todo, yo tenía once matrículas de honor en mi carrera de Pedagogía. Y de pronto, todo el esfuerzo de nuestros padres y el nuestro iban a parar a la basura. Eso fue lo más duro”, recuerda Lito. Para Juanjo, a quien le quedaban cinco asignaturas para acabar la carrera, se trató de una maniobra del rector, Miguel Florencio, para sacudirse cualquier responsabilidad: “Él había alentado las protestas, incluso había decretado un cierre patronal, y ahora entendía que tenía que cortar cabezas para que el asunto no le salpicara, porque desde dentro también le estaban pidiendo responsabilidades a él”, comenta. “Lo curioso es que el castigo no era por daños al patrimonio, sino por falta de probidad, un atentado contra el respeto a la institución, recogido en un reglamento del año 50”.
La Universidad hizo varios intentos de mediación, en los que se insistió en la necesidad de que los expedientados pidieran perdón. “Querían que el rector quedara como el redentor de los descarriados”, recuerdan. “Hubo un debate muy intenso entre nosotros, pero entendimos que pedir perdón equivalía a reconocer la culpa, y en ese caso nos podían caer ocho años”.
De la LOU a la Marea verde
La sentencia absolutoria tardó diez años en llegar. Para entonces, los procesados habían vivido en un limbo académico y habían tratado de reformular sus vidas del mejor modo posible. Algunos ensayaron nuevos caminos profesionales, otros se hicieron más activistas y se involucraron en proyectos políticos. Cristina Honorato llegó a ser concejal del Ayuntamiento de Sevilla antes de volver a su puesto de profesora, mientras que Teresa Rodríguez –a quien este diario ha invitado a rememorar aquellos sucesos, aunque ha preferido guardar silencio– ha continuado su trayectoria política como portavoz de Adelante Andalucía.
¿Y las puertas? El objeto que ocupó todos los titulares de aquellos primeros días quedó eclipsado por el ruido del juicio. Los procesados recuerdan que la Facultad de Bellas Artes de Granada se ofreció a restaurar gratis, en solidaridad con ellos y el movimiento anti-LOU. En diciembre de 2002, el diario ABC informaba de que dichas puertas habían sido ya completamente reparadas, con un presupuesto de 36.000 euros a cargo de la empresa carmonense Domínguez Artesanos del Mueble, bajo supervisión del Instituto Andaluz de Patrimonio. Los procesados aseguran que la Universidad no presentó factura alguna en el juicio.
La vida, en fin, siguió, pero aquel 8 de febrero de 2002 permanecería en la memoria de los implicados. “El machaque nos atravesó a todos”, señala Cristina. “Algunos quedaron muy traumados y se quitaron de en medio un tiempo, pero al final hemos conservado la amistad a lo largo de los años, y hemos seguido construyendo cosas en positivo, como las mareas verdes en defensa de la educación pública. Creo que aprendimos mucho de aquello”.
3