Acabar con la mala ciencia: por qué España necesita una oficina de integridad de la investigación
La mala conducta científica existe. Las personas que se dedican a la ciencia lo saben porque sufren sus consecuencias. El resto nos hemos enterado a través de los medios de casos como los de las universidades sauditas que compran a investigadores españoles para mejorar sus posiciones internacionales, o de escándalos como el de la hidroxicloroquina protagonizado por el científico francés Didier Raoult y destapado por la investigadora Elisabeth Bik, que sufrió acoso por denunciar malas prácticas. Estos son casos que llegan a la opinión pública, pero hay muchos más identificados.
Cada mes, de media, se echa para atrás un artículo científico ya publicado con participación de autores españoles, contaba en elDiario.es Daniel Sánchez Caballero. Esos estudios que se retractan —la mayoría de ellos por prácticas irregulares o fraudulentas— son la punta de un iceberg más voluminoso que no estamos viendo, como explicó la investigadora Cristina Candal-Pedreira en una mesa redonda que tuve la oportunidad de moderar durante la reunión anual de la Sociedad Española de Epidemiología (SEE) en Oporto.
Sin embargo, en España no existe una oficina estatal que vele por la integridad científica. Esta es la reivindicación de investigadores como Candal-Pedreira, de la Universidade de Santiago de Compostela (USC): “Es necesaria la creación de una oficina que supervise la integridad científica en España y que actúe en caso de sospecha de mala conducta científica, llevando a cabo una investigación independiente y con capacidad sancionadora”, argumenta en un artículo publicado en Gaceta Sanitaria.
Las instituciones tienden a proteger a sus investigadores más prolíficos, que les aportan financiación y prestigio, y sus comités de ética no tienen recursos económicos ni humanos para hacerse cargo de las investigaciones de mala conducta científica
Lo que sí tenemos son unidades locales de las universidades o centros de investigación, “formadas por profesionales de prestigio, investigadores senior, con diversas ocupaciones”, explica Aurora Bueno Cavanillas, catedrática de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Granada (UGR), que participó en el debate. El problema de estos comités es que se encargan de las sospechas de mala conducta que afectan a su centro, por lo que corren el riesgo de “actuar en interés de la institución cuando se plantean problemas”, advierte Bueno. “Las instituciones tienden a proteger a sus investigadores más prolíficos, que les aportan financiación y prestigio —coincide Candal-Pedreira— y, además, en muchas ocasiones, sus comités de ética no tienen recursos económicos ni humanos para hacerse cargo de las investigaciones de mala conducta científica”. La ventaja más evidente de un organismo estatal sería, por tanto, la independencia para investigar sin conflictos de intereses cada caso sospechoso. Pero hay más.
A esa oficina podrían recurrir los científicos y científicas que detectaran mala conducta, tanto en publicaciones ajenas como propias. “En España, si un jefe quita o pone arbitrariamente a un autor de un paper, la persona afectada no tiene dónde apelar”, advierte el director de la revista Gaceta Sanitaria Carlos Álvarez-Dardet, que defiende la necesidad de una oficina de referencia y de un cambio cultural: “Date cuenta de que ni siquiera tenemos palabra en español para whistleblower, la mejor traducción sería ‘chivato’ en castellano”. En relación con este cambio cultural, Aurora Bueno lamenta que con demasiada frecuencia las denuncias tengan mucho que ver con enemistades personales y que muchos investigadores “prefieran mirar para otro lado y no implicarse”.
¿Quién la detecta?
Cuando se detecta mala ciencia, ¿quién suele descubrirla? “Si se trata de errores honestos, los propios autores son los que piden la retractación, pero si hablamos de mala conducta científica, son prácticas que implican intencionalidad. Hay casos en los que otros coautores se dan cuenta de que algo pasa y se ponen en contacto con la revista. Además, los revisores de revistas científicas pueden notar inconsistencias en los resultados e informar a los editores”, explica Candal-Pedreira. Por otro lado, “algunas instituciones y revistas tienen sistemas de denuncia anónima que permiten a las personas reportar posibles casos de mala conducta. Es muy famosa la plataforma PubPeer, donde investigadores de todo el mundo comentan y dejan pruebas de que un artículo puede ser problemático”, prosigue.
Los fraudes científicos en su mayoría no son delitos, pero el capital más preciado de un investigador es su prestigio y la mayor pena que se le puede imponer es hacer públicos sus actos
En cuanto a los cauces para tratar los casos de mala conducta científica, “actualmente el principal pasa por las instituciones, pero sus investigaciones tienen limitaciones [por conflictos de interés]”, insiste la investigadora. En este proceso, mientras la institución analiza el caso, la revista suele publicar una expression of concern (un aviso). Tras la investigación, la institución debería sancionar la mala conducta, si la ha habido; y la revista científica retractar el artículo, avisando a la comunidad científica de que no es fiable y especificando por qué.
Llegados a este punto, la madre del cordero está en decidir cómo se castiga, y una oficina de integridad científica estatal podría homogeneizar los procesos de investigación y sanción: “No tiene sentido que incurrir en falsificación se castigue en una institución con una simple llamada de atención al investigador y en otra, con el despido”, continúa la investigadora de la USC.
La sanción debería depender de la gravedad de la conducta. “La oficina estadounidense (Office of Research Integrity, ORI) suele imponer la supervisión de toda actividad investigadora durante un periodo, o no poder ser asesor de una agencia federal. Hay instituciones que han despedido a investigadores por incurrir en mala conducta científica”, explica Candal-Pedreira. Las sanciones se reservan “para situaciones más graves, donde ha habido una violación clara y significativa de las normas éticas de la investigación”, mientras que la advertencia es “un mecanismo utilizado en situaciones más leves, que no pongan en riesgo la integridad de la ciencia”.
El ejemplo de otros países
Actualmente no hay ningún organismo similar a la ORI para toda Europa, pero sí comités éticos nacionales que promueven la integridad científica, “y seis de ellos también tienen autoridad para investigar, pero ninguno puede imponer sanciones”, explican en Gaceta Sanitaria. “En Suecia, por ejemplo, existe la Research Misconduct Board desde la aprobación en 2019 de una ley sobre la integridad en la investigación científica. Este organismo solamente tiene autoridad para intervenir en casos sospechosos de fabricación, falsificación y plagio. Para que se pudiera hacer en España, entiendo que primero habría que legislar y darle poder a la hipotética oficina para que investigue y, además, imponga sanciones”, dice la investigadora gallega. Aurora Bueno cree que es factible ponerla en marcha en España y que podría depender de ANECA, “que es una agencia independiente vinculada a la evaluación de la investigación y la formación”.
Las instituciones tendrían que implicarse, primero en formación, después en medidas de soporte para orientar a los investigadores y, finalmente, en supervisión para evitar financiar la publicación de resultados afectados por prácticas cuestionables
El recientemente creado Comité Español de Ética en la Investigación, cuyo reglamento se ha aprobado en 2023 por el Ministerio de Ciencia e Innovación, es una buena noticia para quienes piden una oficina de integridad científica, pero no cubre sus reivindicaciones. “Se trata de un órgano consultivo formado por 12 expertos de diferentes disciplinas que se reúnen mensualmente”, aclara Bueno. “Es un paso adelante y podría ser una buena base, sin embargo, creo que deberíamos seguir el ejemplo de los países nórdicos y darle autoridad a un organismo”, añade Candal-Pedreira.
En paralelo, Bueno aboga por invertir en la prevención de la investigación fraudulenta, y en esa tarea “las instituciones tendrían que implicarse, primero en formación, después en medidas de soporte para orientar a los investigadores y, finalmente, en supervisión para evitar financiar la publicación de resultados afectados por prácticas cuestionables”. No porque las cifras de mala conducta científica en España sean alarmantes, que no lo son. “No hay nada que sugiera que la prevalencia es diferente a la que existe en otros países, en torno al 4% de lo que se publica si lo restringimos a falsificación, fabricación y plagio”, según Bueno. Pero sí es relevante porque, como recuerda Candal-Pedreira, “en España, una parte muy importante de la investigación se financia con fondos públicos y a quien tenemos que rendir cuentas en último lugar es a la población”.
Como dice Álvarez-Dardet, “los fraudes científicos en su mayoría no son delitos, pero el capital más preciado de un investigador es su prestigio y la mayor pena que se le puede imponer es hacer públicos sus actos”. Por eso es esencial hablar de ello abierta y públicamente, opina Candal-Pedreira: “El periodismo de ciencia juega un papel importante al denunciar la mala praxis en la investigación, no solo ante la comunidad científica, sino también ante la población general. Esto promueve la transparencia y la responsabilidad. Creo que es necesario acabar con la opacidad. Cuanto más se fomente la discusión sobre la ética en la investigación a todos los niveles, incluidos los medios de comunicación generalistas, mejor”.
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