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La COVID-19 no es la sentencia de muerte de los mayores: Victorio y Luis viven para contar cómo ganaron al coronavirus

Sofía Pérez Mendoza

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Dice que está “flojeras” pero tiene muchas ganas de conversar después de dos semanas en el hospital. Luis Arriaño, de 88 años, ha sobrevivido al coronavirus. “Quiero decirle a la gente mayor, como yo, que se animen, que no decaigan. Que se pasa muy mal pero se sale, se puede salir”. Como Victorio Rodríguez, que a punto de celebrar su 84 cumpleaños asume como el mejor regalo haber vuelto a casa tras 17 días ingresado. Le falta un pedazo de pulmón, es hipertenso y tuvo una angina de pecho. Recita de memoria los nombres de los enfermeros y médicos que le atendieron. Se acuerda de Rafael y de Sergio. Y se emociona. “Papá, que esto es para contarle a la gente mayor que estás bien”, se oye a la hija decirle a través del altavoz del móvil. 

Victorio y Luis, como los 30.500 curados en España contabilizados este viernes por el Ministerio de Sanidad, son un rayo de esperanza en medio del desastre. Y una tabla de salvación para los miles de mayores sanos que viven el confinamiento angustiados, pensando en que el virus será su sentencia segura de muerte. Los datos oficiales (en los que falta mucha información sobre ciertos focos como las residencias) dicen otra cosa: el 21,5% de los octogenarios contagiados que aparecen en las estadísticas fallecieron. El 79% se ha curado o está peleándole al virus en el hospital. 

El carrusel de noticias en la televisión no les ayuda a ser optimistas, dicen. Luis pactó con su compañero de habitación en el hospital de Cantoblanco de Madrid (dependiente de La Paz) que no la encenderían. Las noticias de brotes en residencias de ancianos les tocaban “demasiado de cerca”. Los dos se fueron de alta el mismo día y compartieron los aplausos.

“A la gente mayor nos atacan esos mensajes” de la televisión, asegura Luis, que dedicó su vida primero a ser conductor de camión y después a llevar y traer autobuses de excursiones. Ahora vive con su hija y sale “a bailar y a cenar” con su pareja, con quien lleva 12 años de feliz relación tras quedarse viudo. “Ha sido una fortuna encontrarme con ella”, cuenta emocionado.

También se emociona Victorio, que aún no puede poner palabras al miedo que sintió en el hospital. “Pensaba en mi familia”, alcanza a decir. Hubo días malos, “muy malos”, coinciden ambos. “Doler, doler me dolía todo. Estaba machacado, sin defensas, con el oxígeno. Tiritaba. No se lo deseo a nadie en la vida”, relata Luis. “Me daban pastillas a puñados y eso me dejaba un cuerpo malísimo”, recuerda. 

La hospitalización es una travesía en el desierto conducida por el temor y la soledad. Los recuperados comparten una sensación profunda de agradecimiento a los que les cuidaron en sus peores momentos, aunque no les llegaron a ver las caras por los equipos de protección. Victorio aprendió a reconocerlos por la voz. Se marchó del hospital Fundación de Alcorcón diciendo que les quería.

De momento está en la cama, ya en su casa, pero ha pedido gallo para cenar, cuenta su hija Olga, que trabaja en un centro de salud. Ella le llevó al hospital cuando vio cómo le subía la fiebre. Le prescribieron primero antibiótico porque “los pulmones estaban limpios”. Tres días después la infección ya se había instalado y tuvo que quedarse ingresado. Victorio volvía al hospital tras superar otras tantas batallas con el cuerpo. Una “masa” en el pulmón a los 39; después, una angina de pecho. En medio la vida le llevó a Suiza a trabajar en una fábrica. Aprendió francés y alemán. Se casó y tuvo un hijo y una hija. A principios de los 70 volvió a Madrid, se instaló en el barrio de Aluche junto a su esposa y empezó a trabajar en la Peugeot. 

A Luis quien le envió al hospital fue su médica de familia al ver parámetros preocupantes en unos análisis rutinarios. Sano –apenas tiene nada más allá de una prótesis en un hombro– llevaba algunos días con náuseas y “ansia”. Describe así los problemas para respirar normalmente. “Me ingresaron en La Paz y dos días después nos nombraron a unos cuantos para trasladarnos a Cantoblanco. Pensé que ahí me moría”, recuerda. En su nueva habitación encontró un compañero de batalla de su edad, “poco hablador”, y un personal médico “bueno y cariñoso”. “Tengo que agradecerlo, me han atendido y me han cuidado mucho”. 

Las llamadas del hospital, una “brecha de esperanza” 

Los hospitales informan una vez al día a los familiares sobre la situación del enfermo. Suelen llamar a la misma hora, para evitar que en casa estén pegados al móvil las 24 horas. “La forma de tratarnos es casi tan importante como la asistencia sanitaria a mi padre”, pone en valor Olga, expuesta en el mundo exterior a cifras alarmantes de muertos. Habla de la “dulzura” al otro lado del teléfono del médico que la llamaba todos los días. “Siempre nos abrieron una brecha de esperanza aunque nos dieran malas noticias. Y cuando te dan buenas sientes que es como si estuvieran hablando de su familia”. 

Ya no esperan la llamada. Ni en casa de Victorio ni tampoco en la de Luis. Porque están en casa. El primero se ríe cuando le preguntan qué sintió al entrar. “No sé explicarlo. Muy bonito y muy grande. Siento que he rejuvenecido de repente”, dice a sus casi 84 años. 

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