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España encara la recta final de la pandemia sin estado de alarma y con el reto de mantener el control del virus

Agentes de la Policía Local y Nacional en Salamanca, este invierno, tras el toque de queda. EFE/J.M.GARCIA/Archivo

Belén Remacha

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Medianoche del sábado al domingo 9 de mayo. Una fecha que, cuando el Gobierno declaró el segundo estado de alarma estatal por la COVID-19 y la fijó en el calendario como su final, sonaba muy lejana y rodeada de incertidumbre. Era 25 de octubre de 2020 y quedaba un largo invierno por delante que estuvo marcado por la segunda y tercera ola del virus. Pero el 9 de mayo ha llegado. En plena primavera, seis meses después, lo ha hecho con el 28% de la población general y el 80% de los mayores de 60 con al menos una dosis de la vacuna contra la enfermedad puesta, una cifra por la que pocos hubiesen apostado aquel octubre. El Gobierno no quería prorrogar el estado de alarma más allá de este domingo, ni siquiera territorialmente, pese a que varios líderes regionales lo pidieron. La herramienta legal, diseñada entre otras situaciones de excepción para combatir epidemias, ha sido útil este tiempo, coinciden expertos y gestores. Pero avisan: que se le ponga broche no significa que la pandemia termine, y el reto será mantener el control, afrontar las confusiones normativas que vendrán, y saber trasladar a la ciudadanía que los riesgos y la saturación sanitaria perduran.

Esta fase de la pandemia, planificada como la final si nada entorpece el avance y los efectos de la vacunación y dependiendo también de la situación mundial, se inaugura con disparidad normativa entre comunidades. A partir de esta noche necesitan aval jurídico para establecer el toque de queda y los confinamientos, ya no pueden hacerlo libremente bajo el amparo del estado de alarma como hacían estos meses. El Tribunal Superior de Justicia de Baleares, el de la Comunitat Valenciana y el de Navarra han dado el visto bueno a mantener el toque de queda en esas regiones; el de Euskadi lo ha denegado. La intención de la mayoría de las comunidades, en cualquier caso, es levantar las restricciones más duras. El Gobierno central dio una herramienta para que el criterio jurídico se unificara: un decreto que permitía a los gobiernos autonómicos recurrir al Tribunal Supremo y que así éste sentase jurisprudencia para las distintas regiones. Pero incluso el Supremo ha cuestionado ese decreto, porque los plazos que les da para decidir no son realistas, entre otras cuestiones.

“Entramos en una situación de indefensión jurídica en la que se va a producir una falta de certeza sobre hasta dónde van a llegar las medidas y cuáles van a entrar en vigor”, alertaban en una nota en el Colegio de Abogados de Madrid. El Consejo de Estado, máximo órgano consultivo, consideraba la legislación que se queda sin estado de alarma (principalmente la Ley Orgánica en Materia de Medidas de Salud Pública de 1986) como “parca” en concreción sobre cómo atajar las epidemias. La presidenta de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria SESPSAS, Josefa Cantero, explicaba a elDiario.es que técnicamente hubiese sido posible desarrollar otra ley orgánica durante este año que detallase más las medidas que tomar, pero es un proceso largo que requiere de amplios consensos (una mayoría absoluta en el Congreso) y que plantea dilemas éticos sobre hasta dónde se puede llegar.

El estado de alarma también se acaba con una situación epidemiológica dispar. En la Comunitat Valenciana (donde los jueces sí permiten seguir con el toque de queda) hay 40 casos por cada 100.000 habitantes. En Euskadi (donde no lo permiten; el lehendakari Iñigo Urkullu es uno de los que se inclinaba por que la alarma siguiera), más de 450. Las UCI tienen una ocupación COVID en Madrid de más del 40%, del 37% en Euskadi y del 35% en Catalunya, muchísimo para una sola enfermedad según los especialistas. El ritmo de vacunación sí avanza rápido y más o menos en paralelo, superadas las desigualdades con las que arrancó en diciembre. Este miércoles se pusieron casi 600.000 pinchazos en un solo día y la llegada de dosis ya es regular, más de 2 millones a la semana.



El balance de una herramienta excepcional

¿Ha funcionado el estado de alarma, tenía razón el Gobierno alargándolo seis meses pese a las críticas de la oposición, a la que le parecía demasiado? “El estado de alarma ha sido un instrumento útil y bueno para las administraciones sanitarias en medio de una situación catastrófica y de extrema gravedad como es la pandemia en la que estamos”, responde Ildefonso Hernández, portavoz de SESPAS. “La evaluación que hay que hacer –sigue Hernández– es preguntarnos ¿qué hubiese pasado sin estado de alarma? Ha permitido flexibilidad y adaptación de las medidas a la situación de cada comunidad de manera ágil. En verano ya vimos cómo los tribunales superiores de justicia emitían diferentes resoluciones. La evaluación es, por tanto, positiva”. “El estado de alarma permitía controlar la movilidad y homogeneizar los criterios jurídicos y ha sido útil para esto. Era algo no tanto de salud pública sino de seguridad jurídica”, contesta a la pregunta inicial Mario Fontán, ex presidente de la plataforma ARES de residentes en Medicina Preventiva.

Pero el estado de alarma no podía durar para siempre porque se trata de una limitación de derechos fundamentales en un contexto de excepcionalidad. La fecha del 9 de mayo se puso en octubre de manera no definitiva, pero así se ha quedado. “No pasaba nada por esperar medio mes o dos meses más; o a que estuviesen cubiertos por la vacuna todos los colectivos de riesgo, o a que todas las comunidades estuviesen por debajo del umbral de alto riesgo de incidencia [250]”, comenta Ildefonso Hernández, “o por haber ofrecido el estado de alarma a las comunidades que lo necesiten. Me imagino que hay razones de todo tipo para dejarlo así. Pero es cierto que entramos en otra fase de la pandemia y cada semana hay más gente protegida, es bastante improbable un desbordamiento sanitario a partir de ahora, sin perder de vista a las comunidades que siguen con saturación. En el conjunto del país, la situación ya es muy distinta gracias a la vacuna”.

“La sensación –añade Mario Fontán– es que ahora se tienen que justificar mejor las medidas. El estado de alarma permite regular derechos fundamentales, y no hay que despreciar como si fuese un debate menor plantearse hasta qué punto está justificado. En esencia, las medidas que pueden permitir controlar la pandemia pueden seguir: sobre el ocio, sobre lo laboral, fomentar las actividades al aire libre… Los cierres perimetrales han servido para que unos territorios no influyan en la incidencia de otros, no tanto para el control dentro de cada uno; y restringiendo determinada actividad económica, como el interior de la hostelería, también puedes alcanzar efectividades similares al toque de queda”.

La tarea ahora es convencer a la ciudadanía de que la pandemia continúa, aunque no lo haga el estado de alarma, ni el toque de queda, ni las restricciones a la movilidad. Hernández señala que “nos queda trabajo en comunicación en salud pública. En esta fase toca hacer pedagogía sobre lo que es prudente hacer y no en privado, sobre las medidas a tomar cuando se mezclen gente vacunada y no vacunada… y que la gente sepa que no ha terminado la cosa. Especialmente porque la interacción entre jóvenes, no vacunados, puede tener un efecto entre ellos y con adultos de riesgo”. “El problema es que haya superbrotes”, advierte Hernández. Pero matiza: “Si se han engrasado los sistemas de rastreo, se podrá controlar”. Fontán cree que todo depende “de que las medidas que se tomen en cada territorio sean acordes con la saturación. Si se sigue controlando por ahora la hostelería, lo laboral… la gente seguirá con la sensación de que el virus sigue ahí. Al menos porque por ahora la vacunación aun está lejos de tener las cifras necesarias”.

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