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Frustración y soledad: la pandemia avanza una ola de pesimismo en el mundo poscovid

La intimidad de las luciérnagas, al descubierto en el bosque Santa Clara

Elena Cabrera

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Viene advirtiendo el lingüista y filósofo norteamericano Noam Chomsky de que el origen de la pandemia es algo llamado capitalismo y que, aunque ya en 2003 los científicos avisaron de que podría haber otra epidemia por coronavirus, los laboratorios farmacéuticos no sacan beneficio de algo que vaya a ocurrir dentro de unos años. Los sistemas de salud y los estados del bienestar no estaban lo suficientemente bien preparados, sino más bien agujereados por la termita neoliberalista que tanto teme Chomsky. En su libro ¡Pandemia! , el pensador esloveno Slavoj Zizek se lanza a proponer cómo habría que reaccionar para que una siguiente crisis no nos vuelva a pillar con los deberes sin hacer: “Comunismo o barbarie” es la muy aludida cita final de su libro, entendiendo comunismo de una manera “reinventada”, apelando más bien al espíritu de los comunes.

Dice otro pensador, el italiano Paolo Flores d'Arcais, que la consigna más lúcida para salir de esta debería ser “la igualdad”: políticas de igualdad, inversión en igualdad, conciencia de igualdad porque, según la filósofa Judit Butler, la COVID-19 es “la enfermedad de la desigualdad”. “La esencia del desafío del desconfinamiento”, dice Jeffrey V Lazarus, jefe del Grupo de Investigación de Sistemas de Salud en ISGlobal, en una nota de debate de esta organización, al respecto de la equidad y la pandemia. Para ello, hay que asegurar la protección económica para las poblaciones vulnerables, fortalecer la atención primaria en salud, abordar las necesidades de salud de las personas migrantes, promover la protección de la vivienda —haciéndola asequible, limitando los desalojos, deteniendo la suspensión de los servicios públicos— y mantener y ampliar los espacios públicos abiertos y seguros.

En el estudio del CIS sobre los efectos y consecuencias del coronavirus, se realizó una pregunta sobre cómo la pandemia había cambiado los hábitos o el modo de pensar. El 60% de los encuestados dijo que había cambiado sus valores y que ahora apreciaba cosas que antes no; un arrollador 79,3% se preocupaba más por su seres queridos y un 74,8% valoraba más las relaciones sociales pero apenas un 52,5% afirmaba que le interesaba el futuro más que antes. Para desazón de Chomsky, el coronavirus no parece curar nuestro mal cortoplacista. Es probable, incluso, que la población sienta aún con más convicción que lo importante es vivir el presente y mañana ya se verá, una actitud contraproducente para seguir trabajando en la emergencia climática y la protección de la biodiversidad, como recuerda el profesor de investigación del CSIC Fernando Valladares

El libro Covidsofía, compuesto por aportaciones filosóficas para un mundo pospandemia, propone algunas vías de reflexión para el futuro. Gonzalo Velasco, profesor de la Universidad Carlos III, alerta de que la nueva normalidad es un estado de limitación de derechos civiles que se ha convertido en una oportunidad, sí, pero una oportunidad para fortalecer la sociedad de la vigilancia, basada en la extracción de datos masiva. Ese paso ya lo hemos dado. Cuando pensamos hacia adelante, imaginamos un “escenario pospandémico eminentemente espacial”, dice Velasco: con aforos reducidos, pupitres separados, estadios sin público. Somos capaces de ver el lugar, pero no a la persona en ella. Para el profesor de la Universidad de Granada José Antonio Pérez Tapias, en este mismo libro, “la crisis es de tal envergadura que lo que haya que hacer ante ella no puede reducirse a restaurar lo que había antes”. Como escribe Javier Echevarría: “habremos de aprender a convivir con el coronavirus y con otros microorganismos”, pues “hay vidas ajenas a nuestros propios cuerpos” y la interacción entre especies es básica para la vida.

“El hecho de que muchos, cada uno por su cuenta, aislados en nuestras casas, hayamos visto una oportunidad, hayamos tenido una ”revelación“ de fragilidad y hayamos tomado conciencia de un imperativo de cambio, solo puede aumentar ahora la frustración”, explica el filósofo Santiago Alba Rico, que estos días publica España, un ensayo sobre la falta de mitos y el exceso de fantasmas. Una frustración que se apoya en que de la pandemia “no saldremos ya nunca del todo” ni recuperaremos “la ‘normalidad’ —que es lo peor que puede pasar— pero una ‘normalidad’, si se quiere, agravada, aún más ‘normal’ que antes”.

“Somos como luciérnagas separadas, sin posibilidad de unir sus linternas, que se van apagando en solitario”, dice Alba Rico desde Túnez, donde vive. “Todo invita ya a pensar que de la pandemia saldremos intelectual y culturalmente desestimulados, políticamente cabreados, socialmente perezosos, tecnológicamente confinados, económicamente desgastados, antropológicamente desunidos y desesperanzados”.

Las edades de la pandemia

M. N. es una mujer madrileña de 40 años que pasó la COVID-19 a finales de 2020. Ha tenido tiempo para reflexionar sobre cómo impactó el contagio en su entorno personal y laboral, sobre cuáles son los sentimientos que provoca, más allá de los clínicos. Sucedió así: un grupo de varias amigas del trabajo quedó para celebrar el cumpleaños de una compañera durante una comida en la terraza cerrada de un restaurante. Se contagiaron todas pero M. fue quien peor lo pasó, con dificultades respiratorias y un conato de neumonía durante un mes y medio. A su vez, M. hizo circular el virus por gran parte de su familia, incluido un bebé de dos meses.

Estas circunstancias provocaron dos puntos de conflicto: un impacto profundo en su entorno laboral, con muchas personas a la vez en cuarentena, y “un sentimiento de culpa” por salpicar a su familia y al colegio de su hija con la presencia del virus. Respecto al entorno laboral, algunas de las amigas decidieron ocultar que se habían contagiado juntas, pues temían las represalias por parte de la empresa. M., además de sobrellevar la enfermedad, cargaba con un pesar por no estar siendo sincera. A ello se sumó la cerrazón de su madre a contarle a nadie de la familia, que vive en otro país, lo que había sucedido. “Hay un estigma en todo el mundo sobre la COVID, la gente no quiere hablar de ello y tú, cuando contagias, te sientes superculpable. Me ha quedado una fobia social porque me cuesta ver a gente, necesito tiempo”, dice M. “Necesitaba besos, necesitaba sentir algún abrazo”, añade, recordando, todavía con dolor, los dos meses que pasó aislada, “pero ahora quiero vivir y ya no me voy a encerrar, no quiero sentir miedo, aunque lo tengo”, añade. Ella ha sentido el calor y el refuerzo de algunas de sus redes de apoyo pero también mucha soledad y decepción, esa desunión de la que hablaba Alba Rico.

“La edad, naturalmente cuenta”, recuerda el filósofo. “Para los mayores está siendo terrible, por su vulnerabilidad frente a la enfermedad y porque, para ponerse a cubierto de ella, han tenido que renunciar a la principal fuente de salud: el contacto con los hijos y nietos. Así que los que no se han muerto de Covid se han muerto de pena, o han acortado su vida de forma inconmensurable, mucho más que si fumaran. La mitad de la sociedad, además, los ha despreciado y la otra mitad los ha tratado como a niños”.

La dificultad o incluso imposibilidad de estar cerca de las personas queridas de mayor edad, en situaciones como el ingreso en una unidad de cuidados intensivos, es una ausencia muy reseñable, según apunta Sacramento Pinazo-Hernandis en su informe sobre el Impacto psicosocial de la COVID-19 en las personas mayores para la Revista Española de Geriatría y Gerontología: “Además de los problemas de salud que ocasiona la enfermedad y los miedos que esto suscita, las relaciones interpersonales han cambiado drásticamente desde el confinamiento. La salud psicológica y emocional de muchas personas se está viendo seriamente afectada y los efectos —similares a los de un estrés postraumático— es posible que sean duraderos”. Y, respecto a los que se quedan, con los duelos arrebatados y las imágenes escamoteadas, ¿hemos sentido que los muertos han muerto realmente?

A pesar de la extrema preocupación que se vivió al principio del curso escolar, hay un lugar común entre las familias que es el de que los niños y las niños son “los que mejor lo llevan”. “¿Los niños se adaptan fácilmente? Sí. ¿Es verdad que no les está afectando? No”, aclara el psicólogo Andres Hausmann, quien recientemente recibió la petición de la AMPA del colegio de su hijo para que explicara esto mismo a los padres y las madres. Niños y niñas “necesitan estar juntos y compartir cosas con su grupo de su misma edad. A diferencia de los adultos, que tenemos más puntos de referencia, los niños toman con naturalidad los cambios y los ven como normales”. El psicólogo advierte de que habrá que estar pendiente de cómo se desenvuelve el desarrollo afectivo de estos niños y niñas en el futuro. “En verdad, todos necesitamos sentirnos queridos y es una falta que se va notando”.

“Ahora tenemos una necesidad de separación, es una dificultad que se manifiesta incluso cuando vas andando por la calle y en un largo plazo puede traer consecuencias”, explica Hausmann. “Como cualquier situación de estrés mantenida en el tiempo, que es esto a lo que nos estamos enfrentando: habrá quien lo lleve mejor y habrá quien sufra de depresión, ansiedad e incertidumbre. Hay una regla clara: a mayor nivel de extroversión, peor. Cuanto más introvertido es uno, mejor lo lleva. Mucho tiempo encerrado en casa, estresa y deprime, porque la casa es un lugar de baja estimulación”. Y arroja una última advertencia: “Nos encanta justificar todo con la pandemia y no es así. Cuando nos demos cuenta de que no todo lo que nos pasa es por culpa de la pandemia, nos podemos frustrar”. El verdadero problema está en la dificultad de adaptación: “Tenemos una sociedad donde no llevamos bien los cambios”, recalca Hausmann. Y aquí es cuando suenan las alarmas, porque precisamente es lo contrario a los que nos pedía Chomsky al principio de este artículo.

¿Y para la juventud? Los que tienen hoy entre 16 y 23 años sienten que el futuro “está jodido”. “Para los más jóvenes también está siendo terrible”, explica Santiago Alba Rico, “y no cabe descartar que, a la concatenación de crisis de que son víctimas (paro, trabajo precario, promesas democráticas incumplidas, imposibilidad de acceso a una verdadera mayoría de edad) haya que sumar, como detonante, esta renuncia obligada a las pulsiones propias de su edad: los jóvenes que se manifiestan estos días están probablemente catalizando y liberando también la represión de la pandemia y sus medidas sanitarias”.

Según un estudio reciente, esa es la generación cuya salud emocional ha sufrido más por la pandemia: el 78% se siente desanimado o pesimista. Pero en esa misma encuesta también se ve que en la misma medida en que les preocupa salir de la crisis del coronavirus, lo hace el lograr la igualdad de género, seguida muy de cerca por reducir la desigualdad y por la situación socioeconómica de la juventud. Sea en defensa de la libertad de expresión o de la sanidad pública, los jóvenes están volviendo a las calles, y se palpa la rabia.

“Los jóvenes —concluye Alba Rico— tienen demasiado cuerpo para aguantar tantas restricciones vitales, por razonables que sean, sin estallar. Llevan muchos meses sin ser jóvenes, con su juventud en el garaje, y eso cuenta. Los motivos políticos y económicos de su malestar son compartidos, me parece, por una franja mucho mayor de la población. Me atrevería a decir que hay muchas ganas de quemar contenedores, pero que los padres se contienen. Por eso sería muy bueno que, más que fijar la mirada en los pocos que queman contenedores, atendiésemos al malestar de fondo de los que no van a hacerlo pero se quedan con las ganas”.

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