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Entrevista
Víctima de una agresión en 2016

Julián Yanes: “El ataque homófobo que sufrí ha condicionado parte de mi vida y de las decisiones que he tomado”

Julián Yanes, víctima de una agresión homófoba en 2016

Cristina Armunia Berges

12 de septiembre de 2021 20:57 h

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“Empecé a escuchar un murmullo y cuando me di cuenta me estaban persiguiendo. Yo empecé a correr para llegar a mi portal, que estaba a nada, a un minuto caminando. No me dio tiempo. Me acorralaron y me empezaron a dar”. Así relata Julián Yanes la noche en la que un grupo de chicos le dio una paliza en el centro de Madrid después de llamarle “maricón”.

Sucedió hace cinco años y medio, de madrugada y después de una noche de fiesta con sus amigos. De aquel momento recuerda la confusión, las patadas que recibía por todos los lados y la rabia de uno de los agresores, que no dejaba de pegarle incluso en el momento en el que otro chico, al que no conocía de nada, intervino. “Le dijo 'qué estáis haciendo, lo vais a matar' y hasta se llevó una patada del tío que me estaba dando a mí”, comenta todavía sorprendido por la virulencia de uno de los atacantes.

Julián es de Gran Canaria, tiene 30 años y por el año 2016 había terminado la carrera de Comunicación Audiovisual y andaba buscando trabajo. Entonces, ya llevaba tiempo valorando volver a Canarias por la situación laboral y el desgaste al que te puede llevar una ciudad como Madrid. La paliza que le dieron aquella noche de febrero fue la gota que colmó el vaso.

No temió por su vida, al menos no en ese instante. “No era consciente de lo que estaba ocurriendo. Fue todo muy rápido. Para mí esas cosas no pasaban y no lo asimilaba”. Julián ya había tenido que defenderse de insultos en otras ocasiones, pero nunca le habían levantado la mano. “Era como, uy, me acaban de decir esto, yo les he contestado y ahora estoy aquí. Esta vez pasó al siguiente nivel”, reconoce.

Todavía hoy no tiene claro el número de personas que lo arrinconaron aquella noche, en la esquina de Galileo con Cea Bermúdez. La policía no pudo encontrar a sus agresores y su caso se cerró un año después, según explica.

“No llegué a tener miedo durante lo que ocurrió. Después, sí. Era más como desconcierto”. Cuando el chico se acercó y gritó a los agresores, y otro grupo de chicas también se aproximó al lugar, el último de los atacantes, el que daba patadas sin parar, se fue corriendo. Julián estuvo hablando con las personas que se habían aproximado para auxiliarle y llamó a emergencias. Por casualidad, la voz al otro lado del teléfono también tenía acento canario y entonces sí, después de mucho rato, rompió a llorar. “Al notar ese contacto con casa sin esperármelo, me vino todo lo que había pasado”.

Poco después llegó la policía y le tomaron declaración, tanto a él como al resto de personas que habían permanecido en el lugar. “Me subieron en el coche y me dieron una vuelta por la zona para ver si encontrábamos a algunos de los chicos de cuya cara yo tampoco me acordaba demasiado. Fue un visto y no visto. Me estaba tapando para que no me dieran. Tampoco es que yo tuviera una visión muy clara de cómo eran. No los encontramos”, lamenta.

No tuvo dudas a la hora de poner una denuncia. De hecho, le sorprendió que los propios agentes le preguntasen si quería o no denunciar lo sucedido. “Pues claro que voy a denunciar”, respondió. “Me llevaron al hospital. Me hicieron el parte de lesiones. No me rompieron nada, pero se me quedó una huella de zapato marcada aquí, en todo el pecho, en carne viva varias semanas. Aparte tenía dolores en las costillas, me costó moverme durante los días siguientes”, dice señalándose el pecho y la tripa.

Esa mañana, antes de acostarse, publicó en Facebook lo que le había sucedido. Escribió un texto acompañado de fotos de su cuerpo para que todo el mundo viera lo que le habían hecho. Estaba muy “indignado”. Al despertarse al día siguiente, tenía el móvil lleno de llamadas y de mensajes. Entre otros, un mensaje de la asociación Arcópoli. Se habían puesto en contacto con él para asesorarle. “Me recomendaron que borrara la publicación y me dieron una serie de pautas de cómo proceder. Estoy súper agradecido”.

“Quería contárselo a todo el mundo, que saliera en todos los lados. Y al segundo día yo ya no podía más. De repente, según iba pasando el día era más consciente de lo que me había pasado y me empezaba a afectar de verdad”, rememora. “Tuve que empezar a decir que no quería más entrevistas y a no contestar a la gente porque no podía. Era muy duro”.

Se me aceleraba un montón el pulso cuando pasaba por el sitio, cuando iba de noche por la calle o cuando escuchaba un ruido

Con el paso de los días, empezó a sentir miedo y eso que asegura que siempre ha sido una “persona que no se obsesiona o se encierra cuando le pasa algo chungo”. No podía pasar por la esquina en la que todo había sucedido, se le ponían los pelos de punta, se le aceleraba el corazón. “Tenía shock postraumático y a veces se me aceleraba un montón el pulso cuando pasaba por el sitio, cuando iba de noche por la calle o cuando escuchaba un ruido”.

La vuelta a casa: “Fue la patada literal que me faltaba”

Unos meses después se volvió a Gran Canaria. “Mentiría si dijera que ese hecho no tuvo que ver porque yo creo que fue la patada literal que me faltaba para marcharme. Estaba muy quemado y luego me había pasado esto. Necesitaba algo de paz y tranquilidad”, asume.

Nunca pensó en irse para siempre, ni tampoco que fueran a pasar cinco años antes de regresar a Madrid, su segunda ciudad. En Gran Canaria consiguió trabajo en un periódico en horario nocturno. Muchas veces, relata, lo pasaba muy mal yendo y viniendo por las noches. El ruido de un cartel que se movía por el viento o el claxon de un coche hacían que se le activasen todas las alarmas. “Me pegaba un susto que parecía que el corazón me iba a salir por la boca”. Tampoco le gustaba nada tener que pasar cerca de un grupo de chicos. Trataba de esquivarlos y agachaba la cabeza.

“Yo siempre he vestido como he querido, igual un día te puedo vestir con un conjunto de serpiente multicolor. Pues esa ropa ya no me la ponía tanto porque me daba cosa. Lo que pasó jugó con mi cabeza durante bastante tiempo. Todo lo que yo pensaba que no me iba a afectar en un principio, me fue afectando más con el paso del tiempo que en el momento”. Aunque la herida está cicatrizada, asume que nunca estará como antes de salir de fiesta aquella noche de febrero. “Creo que me amargó bastante el carácter y me volvió un poco cínico. He tenido que relativizarlo y aprender a que me den igual según qué cosas. Seguir adelante, no darle más vueltas porque si no entras en un bucle del que no sales y estás enfadado todo el día”.

Julián, que ya es un chico alto y delgado de por sí, perdió diez kilos durante el verano posterior y tuvo muchos problemas para dormir. “Mi caso fue la agresión número 56 del 2016 y estábamos a 6 de febrero”, dice de carrerilla. “La última denuncia, que ahora se ha sabido que no era real, pues sí que da un poco de rabia. Pero más ver cómo mucha gente se pronuncia al respecto de una agresión falsa y nunca se pronuncia sobre las diez mil reales que hay”, protesta.

El caso de Samuel le sirvió para hablar del suyo

Hasta el asesinato de Samuel en A Coruña, Julián no había vuelto a escribir sobre su propio caso, aparte de la publicación de Facebook que luego borró por recomendación de los expertos. “A raíz de lo que le ocurrió a Samuel, en el periódico en el que trabajo me propusieron contar mi experiencia para visibilizar que estas cosas pasan a gente de todos los sitios. En un principio me quedé frío, pero luego dije: lo voy a hacer para liberarme”, cuenta animado.

“Me sirvió para ponerle punto final. Ahora lo estoy hablando contigo y estoy tranquilo. Hace dos años sí que hubiera estado más nervioso o se me hubieran aguado los ojos porque al final es una experiencia desagradable. No es que me dé igual porque, hasta cierto punto, ha condicionado parte de mi vida y de las decisiones que yo he tomado, pero la vida sigue y yo no me voy a quedar anclado a que cuatro gilipollas quisieran hacer eso”, asegura.

Julián acaba de volver a Madrid y lo ha hecho con trabajo. Tiene 30 años, unas cuantas canas más en el pelo y unas ganas enormes de seguir disfrutando de la ciudad tras una pausa de cinco años. 

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