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Las variantes del coronavirus: evolución en estado puro y a cámara rápida

Virus SARSCov-2 (rojo) emergiendo de las células de un paciente (verde) / NIAID.

Esther Samper

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Las variantes británica (B.1.1.7), sudafricana (B.1.351) y brasileña (B.1.1.28) del virus SARS-CoV-2 añaden incertidumbre al desarrollo y resolución de la pandemia. Todos los indicios señalan que las tres favorecen el contagio entre personas y algunos estudios, aún preliminares, apuntan a que las variantes sudafricana y brasileña pueden disminuir la eficacia de las vacunas e incrementar el riesgo de reinfecciones en aquellas personas que ya pasaron la COVID-19. En cualquier caso, son necesarios más estudios que permitan conocer con más detalle y certeza hasta qué punto estas variantes del coronavirus podrían interferir con las actuales estrategias de vacunación y de control epidemiológico.

Dentro de los obstáculos en el camino que podíamos encontrar a la hora de poner fin a la pandemia de COVID-19 siempre se encontraba la posible aparición de variantes de coronavirus con una mayor habilidad para expandirse en la especie humana. Nosotros somos el hábitat principal del SARS-CoV-2 y cualquier cambio genético que produzca una mayor adaptación a las personas supone una ventaja frente al resto de coronavirus y un paso adelante (necesario, pero no definitivo) para su predominio.

Aunque, en ocasiones, se retrate al nuevo coronavirus como el villano de esta historia, con una voluntad malvada para esquivar nuestras medidas de protección y poner en riesgo nuestra vida, en realidad la pandemia de COVID-19 no es más que una diminuta anotación de una historia inmensa en la que el azar y la selección natural son las principales protagonistas. Una historia llamada evolución que comenzó a escribirse hace alrededor de 3.500 millones de años (cuando se calcula que surgió la vida en el planeta Tierra) en la que no hay ni buenos ni malos, sino principalmente sucesos fortuitos encadenados que han llevado a la supervivencia de determinadas especies y a la extinción de muchas otras.

En circunstancias normales, la evolución suele ser un proceso demasiado lento como para que observemos sus efectos más evidentes en nuestra propia especie a lo largo de la vida. La acumulación de mutaciones que favorecen la adaptación al medio y la transmisión de estas a través de las generaciones son fenómenos que suelen requerir gran cantidad de tiempo (sin intervención humana) en reinos como el animal o vegetal. Sin embargo, si prestamos atención podemos darnos cuenta de que la evolución sigue siendo la canción de fondo en el mundo que vivimos y que seguimos a su merced, por mucho que nosotros hayamos añadido algunas notas en los últimos miles de años. Las crecientes resistencias a los antibióticos que han desarrollado las bacterias desde hace décadas son solo una pequeña muestra de ello. Y es que, como afirma el epidemiólogo y especialista en enfermedades infecciosas Stephen Morse: “La Madre Naturaleza es la bioterrorista más peligrosa”.

Más virus, más mutaciones

Organismos como las bacterias o los virus poseen una gran capacidad para adaptarse rápidamente a circunstancias adversas por dos motivos principales: pueden dar lugar a infinidad de nuevas generaciones de incontables individuos en muy poco tiempo y son susceptibles de sufrir mutaciones con gran rapidez. En ese sentido, el nuevo coronavirus no destaca precisamente por ser uno de los virus que más velozmente muta. Comparado con los virus de la gripe o el VIH, su frecuencia de mutación es baja: sufre entre 1-2 mutaciones al mes. Sin embargo, el virus SARS-CoV-2 cuenta con una baza a su favor: sigue expandiéndose por casi todo el mundo y hay infinidad de partículas virales multiplicándose en estos momentos en miles y miles de personas.

En estas circunstancias, aunque la capacidad de mutación de cada coronavirus permanezca constante, como hay una enorme cantidad de ellos, la probabilidad conjunta de que surjan mutaciones que supongan una ventaja se multiplican. Al igual que la lotería, la aparición de mutaciones es un proceso que ocurre al azar. No obstante, de la misma forma que cuando compras más papeletas, tienes mayores probabilidades de ganar, si existen muchos coronavirus mutando y multiplicándose, también hay más probabilidades de que, con el tiempo, surja alguna variante “ganadora” que incremente las posibilidades de extenderse por el mundo.

Las nuevas variantes del coronavirus no son más que un ejemplo global de selección natural y evolución a cámara ultrarrápida. Aquellos coronavirus que sufren mutaciones dañinas para su supervivencia o transmisión tienden a desaparecer, mientras que aquellos coronavirus que sufren mutaciones beneficiosas, como una mayor habilidad para unirse a las células humanas a través de los receptores, persisten y tienen más fácil transmitirse a otras personas.

Por el momento, todo parece indicar que la variante británica sigue extendiéndose por diferentes lugares del planeta porque tiene una ventaja frente a las demás a la hora de transmitirse. Una ventaja que surgió fruto del azar al aparecer mutaciones en lugares decisivos de su genoma. Sin embargo, aunque este proceso es fortuito, no es casualidad que las tres variantes tengan mutaciones en común. Todos aquellos cambios en los genes que permitan a los coronavirus contagiar con mayor facilidad tienen mayores probabilidades de expandirse por el mundo y transmitirse a las siguientes generaciones.

Si, como afirma el biólogo Richard Dawkins “nuestra misión en la tierra no es otra que propagar los genes, que son nuestras huellas en el universo”, es inevitable reconocer que el nuevo coronavirus está cumpliendo su “cometido” con creces. Afortunadamente, más allá de la selección natural y el azar, las medidas epidemiológicas, la producción de nuevas vacunas adaptadas a las nuevas variantes y las estrategias de revacunación cada cierto tiempo permitirán atajar una evolución ultrarrápida de un agente que no está ni vivo ni muerto y para el que somos simples recipientes a través de los cuales transmitir sus genes.

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