Una bomba artesanal y años de obsesión: la caída del zar Alejandro II
Explosiones. Carruajes reventados. Piernas arrancadas. Prácticamente cada domingo, alguien se despertaba con la esperanza de matar al emperador más protegido del continente. Durante casi dos años, los atentados fracasaban por mala suerte, errores de cálculo y resistencia imperial. Parecía imposible. Pero un día lo lograron. E hicieron falta dos bombas.
Alejandro II de Rusia había sobrevivido a seis atentados antes de morir en el séptimo. El zar, acostumbrado a burlar a sus enemigos, no había salido airoso a los túneles excavados bajo los raíles de su tren privado ni a los explosivos colocados en los salones del Palacio de Invierno solo por suerte.
La seguridad que le rodeaba sabía que aquel hombre tenía el tiempo contado, aunque se negaban a decirlo en voz alta. Los planes de su asesinato se habían vuelto tan numerosos y repetitivos que hasta algunos funcionarios empezaban a bromear con ellos. El zar, en cambio, no reía.
Uno de los ataques más ambiciosos, y fallidos, se había preparado en febrero de 1880. Los miembros de Naródnaya Volia, una organización revolucionaria que consideraba que derribar al zar era el único modo de provocar un cambio real, lograron introducir dinamita en el Palacio de Invierno.
Cavaron un túnel desde una bodega cercana, lo suficiente para colocar una bomba justo bajo el comedor imperial. El 17 de febrero, la explosión mató a varias personas. Alejandro II, que había decidido cenar en otra sala, salió ileso.
Ya había esquivado balas, trenes saboteados y explosivos ocultos en las calles. Cada intento fallido reforzaba la sensación de que siempre lograría escapar. Tampoco cambió de horarios ni reforzó su escolta. Era casi como si le diera igual.
Cambio de táctica: ataque a cielo abierto
Andrei Zheliábov y Sofía Peróvskaya, líderes de la organización, decidieron entonces cambiar de método. No más ataques desde el subsuelo. Decidieron ser menos sofisticados e ir a degüello contra el zar: encontrar un lugar abierto, donde fuera más difícil que el gobernante saliera ileso por una casualidad.
Eligieron el trayecto del domingo por la mañana, justo cuando regresaba de su visita a la mansión Mijáilovski. El 13 de marzo de 1881, varios miembros del grupo se repartieron por la avenida. Sabían que no había margen para otro error.
En cuanto el carruaje pasó junto a Nikolái Rysakov, este lanzó la primera bomba. Mató a varios escoltas, destrozó el carruaje y provocó que la calle se llenara de humo y gritos. El zar bajó tambaleándose. Era la sexta vez que seguía respirando después de que intentaran acabar con su vida.
Alejandro II se negó a retirarse hasta comprobar el estado de sus hombres. Entonces apareció otro atacante, Ignati Grinevitski, que aprovechó la confusión para acercarse y soltar una segunda bomba a sus pies. La explosión destrozó el cuerpo del zar y mató también al propio Grinevitski.
El hijo enterró al padre… y también sus reformas
Según la crónica de The Times, que recogió los testimonios de la guardia del zar, Alejandro II aún estaba consciente cuando lo metieron en un trineo para llevarlo al Palacio de Invierno. A las 15:30, moría en su despacho, rodeado de los suyos, sin piernas y la cara desfigurada. Aquel día terminó sin discursos ni proclamas. Solo con el sonido de su estandarte imperial descendiendo por última vez.
La ejecución de los conspiradores cerró un capítulo de la historia rusa que había empezado casi veinte años antes, cuando el mismo zar decidió liberar a más de veinte millones de siervos. Aquella medida, aunque era importante, no calmó a los radicales. Tampoco lo hicieron sus reformas judiciales ni la relajación de la censura. Para muchos, seguía siendo un déspota.
La muerte del zar no tuvo los efectos deseados por Naródnaya Volia: su hijo Alejandro III heredó el trono y enterró cualquier intento de seguir con las reformas. La represión se endureció, las libertades retrocedieron y la tensión social se disparó.
La estrategia revolucionaria fracasó, pero su violencia cambió el rumbo del imperio. Lo que no consiguieron los atentados más elaborados, lo logró una explosión a plena luz del día. Aquel 13 de marzo terminó de romper el equilibrio. Y el zar que siempre escapaba dejó de hacerlo.
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