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Por qué compartir tu vida y trabajo en redes no significa estar disponible para cualquier cosa

Ilustración de Laci Jordan.

Felipe G. Gil

23 de abril de 2021 23:30 h

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Las restricciones de movilidad han aumentado el número de personas que usan Internet y su tiempo dedicado a redes sociales. Casi un 60% de la población mundial usa Internet, lo que supone un 7,3% más respecto a hace un año. Además, ahora hay 4.200 millones personas que usan redes sociales, lo que representa un crecimiento de más del 13% con respecto al año anterior, según el informe Digital 2021 elaborado por Hootsuite y We are social. Si nuestra vida ya estaba 'digitalizada', ahora mucho más. 

Cada vez más personas hacen de Internet y las redes sociales un 'espacio de vida' donde comparten sus inquietudes, reflexiones, preocupaciones. Al margen de los debates políticos y de la tan mencionada polarización, el número de personas que generan un rastro digital de lo que hacen profesional y/o personalmente sigue en aumento. Lo que ocurre es que este aumento en el uso de las redes sociales multiplica los retos. Uno de ellos tiene que ver con la metonimia identitaria que se produce al 'vivir en redes'.

La escritora Luna Miguel relataba con amargura un incidente que ha vivido esta semana: 

“Hoy me han llegado varios mensajes a Instagram –muy amables, muy entusiastas– de estudiantes de instituto que en clase han leído mis poemas. Por lo visto, su profesora les ha animado a escribirme si hablo con ellxs, les pondrá más nota. A mí me parece un gesto hermoso que se muestra otras cosas en clase, cosas diferentes al temario, versos que tal vez conecten con la experiencia adolescentes, libros que les hagan mirar de otra manera la poesía... Pero no sé si invitar al alumnado a contactar con una escritora o un escritor a cambio de más nota es verdaderamente productivo”, narraba la escritora.

Tal y como explica más adelante en su comunicado, el hecho de poder atender a lectoras en determinados contextos no significa que dicha persona tenga disponibilidad absoluta. Porque dicho de otra forma, ¿qué pasaría si 10 profesores deciden hacer lo mismo al mismo tiempo? Y si se pone de moda y deciden hacerlo al mismo tiempo… ¿100 profesores? Es una exageración, claro. Pero contestar mensajes de forma personalizada y cariñosa lleva un tiempo. Un tiempo que, en este caso, sería no remunerado claro. 

“No es la primera vez que me pasa. He tenido encontronazos con otrxs profesorxs. Por poner un ejemplo: justo hace un par de años, un poeta y profesor de secundaria fue enormemente desagradable conmigo. Por lo visto también había mandado a sus treinta y pico alumnos de cuarto de la ESO a que cada uno me enviara un mensaje privado para entrevistarme. ¡Treinta mensajes con preguntas que yo ”debía“ responder en menos de una semana para sus trabajos del Día del Libro! Como no lo hice, el poeta-profesor me insultó. Luego vi cómo en sus redes sociales alardeaba de haberme 'desenmascarado'. No sé”. sigue relatando la escritora.  

La propia Luna Miguel reconoce más tarde en su texto que es evidente que el contacto directo con escritoras puede ser fundamental para el desarrollo educativo. El problema es la escala y las formas. De hecho, la profesora en cuestión ha terminado por enviarle un mensaje directo en el que ironiza de forma pasivo-agresiva sobre la postura de la escritora: “Buenas noches solo te escribo para decirte que te han llegado mensajes de mis alumnos, perdona si te han molestado. Lo han hecho porque hoy en clase hemos visto tu poesía entre otros autores y como actividad tenían que indagar en vuestro perfil, leer, comentar etc y les he sugerido en plan irónico que si conseguían vuestra respuesta tendrían un plus. Ellos ya son responsables de hacer su trabajo y no pretendería que dependiese de ti algo tan importante como la nota de un bachillerato. Gracias de todas formas por tu No acercamiento a los lectores”. 

Luna Miguel concluía su comunicado con lo más evidente y que parece ser extrañamente obviado cuando estamos online: “Tengo mucho trabajo, estoy muy cansada, no llego a responder a todo, a mi padre lo tengo en visto desde hace una semana en Whatsapp”. Trabajar cansa. Aunque parezca que hacerlo delante de una pantalla canse menos que otro tipo de labores. Y mantener una presencia digital es un trabajo muy laborioso donde a menudo se mezclan lo personal con lo profesional. A raíz de esta queja de Luna Miguel, otras personas se han sumado a esta reivindicación.

“Ayer subí stories y la mayoría de chicas me dijeron que tampoco sabían poner límites y que con la pandemia iba a más. No puedes decir ”no“ y que la razón sea que no te ves o no te apetece. Está claro que vas a estar en casa a ciertas horas. La dinámica es muy diferente con amigas. Me proponen algo les digo que no porque (a)no me veo, (b) no sé del tema, (c) estoy cansada y lo respetan, lo entienden y te mandan abrazos. Con personas desconocidas es un descontrol”, relataba Míriam Hatibi, consultora de comunicación. 

Una de las cosas más bonitas que ha traído Internet es eliminar intermediarios y barreras. Generar una sensación de cercanía con las personas que hacen cosas que admiramos. Donde antes había incontables salas de espera o personas que ejercían de filtro, ahora pareciera que enviar un Mensaje Directo es suficiente para 'llegar' a esa persona. Pero todas las personas son finitas y tienen un tiempo y un espacio limitados para dedicarse a atender a personas desconocidas. Debería ser un principio básico de cómo ejercemos nuestra ciudadanía digital. Lo que ocurre es que además, parece sucederle mucho más a mujeres. La escritora y veterinaria de campo María Sánchez reaccionó al hilo de Luna Miguel en ese sentido:

“A mí me parece violento exigir fuentes, lecturas, opiniones de forma inmediata y sin ser amable. Me parece violento que te manden un correo electrónico y que al momento te avisen de que lo han hecho por todas las redes sociales. Me parece violento que un grupo que no conoces te incluya en un proyecto para una convocatoria que termina en menos una semana y que todo sean prisas porque claro, acaba la convocatoria... y ahí es cuando yo me siento un poco monigote. me parece violenta esa deshumanización que se da a tope con muchas de nosotras, y que duele más cuando viene de proyectos o personas feministas. por eso el otro día colgaba esto de Jenny Odell, porque me siento así: No soy un avatar, un conjunto de preferencias, ni una fuerza cognitiva blanda; soy carnosa y porosa, soy un animal; a veces me hago daño y cambio de un día para otro, continuaba Sánchez.

La escritora y académica Oriette D'Angelo añadía en su cuenta de Twitter a raíz del relato de Luna Miguel: “He estado pensando en esto que le ocurrió a Luna y me surgió la duda de cómo sería si se tratara de un autor hombre, de 30 años y con la misma trayectoria de ella. Posiblemente la ”falta de respuesta“ se entendería como un ”ah, es que es un señor muy ocupado y hay que respetar. Sí, he pensado mucho en la forma que tienen las audiencias (lectores, seguidores) de exigirle cosas al otro y siempre que sé de historias de este tipo se trata de mujeres. No he conocido a ningún escritor hombre siendo insultado por no poder responder mensajes en RRSS. Y no estoy diciendo que no exista ese caso, sino que yo personalmente no lo he visto. Las mujeres siempre quedamos como “antipáticas”, “amargadas”, “indiferentes”, si no podemos responder un mensaje. Indignante que se castigue nuestro derecho al tiempo y a la privacidad“. 

La vida digital y los retos que ésta propone irán en aumento en los próximos años. La fatiga digital no es ninguna boutade por parte de quienes trabajan y viven en redes. El libre mercado es a lo digital una especie de happy hour permanente, una barra libre constante. Necesitamos reflexionar y hacer pedagogía sobre cómo queremos convivir para hacer de este espacio también un lugar sostenible. Estos incidentes nos dan una pista: nuestra energía no es inagotable y nunca deberíamos dar por hecho que otras personas, especialmente si son mujeres, van a estar disponibles para satisfacer nuestras necesidades. Lo mínimo es consultar educadamente. Y sobre todo, no dar por hecho que nuestra disponibilidad es infinita. Somos personas, no máquinas expendedoras.

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