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No podemos rescatar a los grandes evasores

La evasión fiscal y el blanqueo de capitales también se persiguen gracias a la minería de datos

Eva Joly

ICRICT (Independent Commission for the Reform of International Corporate Taxation) —

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Empecemos primero con un reconocimiento. Bravo a Dinamarca, que abrió el camino, pero también a Polonia, Francia, Italia y Bélgica, que han anunciado que las empresas con sede o filiales en paraísos fiscales -sin contar con actividad económica real- no tendrán derecho a contar con ayudas públicas para hacer frente a la crisis del coronavirus. Así, los gobiernos hacen saber al público que tienen en cuenta su frustración. Ya no es posible justificar los planes de austeridad que han puesto de rodillas a los servicios públicos, empezando por la sanidad, mientras se rescata a grandes grupos que ponen en la cuerda floja a sus trabajadores al tiempo que siguen pagando dividendos a sus accionistas o bonus a sus altos ejecutivos. Tampoco es políticamente aceptable hacer regalos a las multinacionales cuya creatividad en términos de evasión o elusión fiscal y optimización es ilimitada.

Por encima de todo, el objetivo es hacer que los grandes grupos paguen la parte justa de lo que les corresponde: estas promesas son, por supuesto, el resultado de la magnitud de la sangría de las finanzas públicas en un momento en que el producto interno bruto se está derrumbando; a un ritmo del 20 al 25%. En todas partes, se está solicitando la intervención del Estado al rescate para evitar una explosión de desempleo y bancarrotas en cascada. Pero esta toma de conciencia desde el ámbito de la responsabilidad pública es también el resultado de años de campañas, en todo el mundo, de denunciantes, periodistas, ONG, think tanks e incluso de ciertos partidos políticos, para dejar claro que no, la evasión fiscal no es un talento por el que haya que felicitar a las empresas, sino un robo. Y el hecho de que se produzca y se tolere, amparado por un sistema fiscal internacional anticuado e injusto, no lo hace más justificable.

Estos mismos actores están ahora vigilando para evitar que los anuncios sobre los límites de la ayuda pública sucumban ante la hipocresía. Sí, tenemos que ayudar a las empresas, para preservar los puestos de trabajo y reactivar la economía una vez que lo peor de la pandemia haya pasado. Pero no de forma incondicional. Para tener acceso a estos fondos, las empresas deben comprometerse a no utilizarlos para reestructurar sus deudas -los bancos harían así que los Estados asumieran los riesgos del pasado, recuerden 2008-, ni para despedir a trabajadores, sino también para transformar su actividad hacia una economía más verde.

Este es el momento de abordar la evasión fiscal. Sin excusas. No podemos aceptar que una empresa que reclama ayuda estatal siga reportando altos beneficios en países con impuestos muy bajos, donde tiene, en el mejor de los casos un puñado de empleados, y pérdidas donde concentra el grueso de sus actividades, pero donde los impuestos son más altos. Cada año, el 40% de los beneficios internacionales de las multinacionales se declaran en paraísos fiscales. Todos estos son fondos que podrían financiar la sanidad, la educación y el conjunto de las inversiones públicas que son esenciales para una recuperación más justa.

Seamos claros sobre qué es un “paraíso fiscal”. No estamos hablando solamente de los llamados destinos exóticos, como las Islas Caimán, sino también a todas las jurisdicciones con “fiscalidad muy ventajosa”, como Suiza, Singapur o Hong Kong. También se pueden encontrar mucho más cerca de casa: al optar por establecer sus filiales en los Países Bajos, Luxemburgo, Suiza y Gran Bretaña, las multinacionales estadounidenses por sí solas hacen que la Unión Europea pierda casi 25.000 millones de euros en impuestos de sociedades al año, revela la ONG Tax Justice Network. Las principales víctimas de esta apropiación indebida son los cuatro países de la Unión Europea donde los casos de COVID-19 fueron más numerosos: 6.400 millones de euros de pérdidas de ingresos para Francia, 3.700 millones para Alemania, un poco menos para Italia y 1.800 millones para España.

Es bien sabido que las reformas fiscales requieren la unanimidad en la UE y, por lo tanto, se bloquean sistemáticamente. En realidad, las decisiones nacionales sobre cuestiones de tributación empresarial también están vinculadas a posibles efectos de distorsión de la competencia en el marco europeo. Quizás el ejemplo más claro fuera la decisión histórica de la Comisión en 2016 de ordenar a Apple que devuelva 13.000 millones de euros a Irlanda en concepto de impuestos no pagados durante años, alegando que el gigante estadounidense se había beneficiado de subvenciones (o ayudas de Estado) encubiertas. Y confío en que, con esta nueva Comisión y la continua presión del Parlamento Europeo, conseguiremos llevar a cabo reformas esenciales como un tipo mínimo del impuesto de sociedades a nivel europeo (a un nivel suficiente y ambicioso, al menos el 25%). Esto pondría fin no sólo a la evasión fiscal sino también a la competencia desleal dentro de la Unión.

A corto plazo, nada impide que quienes son ahora los grandes perdedores de estas prácticas de evasión fiscal, como lo son Francia, Alemania, España o Italia, tomen la iniciativa de disciplinar a sus propias multinacionales. Si estas grandes corporaciones quieren tener derecho al rescate público, deben hacer total transparencia sobre sus prácticas, haciendo pública una imagen consolidada de sus actividades país por país (“reporte país por país” en la jerga tributaria). Sobre esta base, cada Estado podrá tomar la decisión de recaudar los impuestos que los paraísos fiscales decidan no recaudar, desempeñando el papel de facto de recaudador de impuestos de último recurso. Esta propuesta, hecha por Gabriel Zucman, miembro como yo de la ICRICT, una comisión que aboga por la reforma de la fiscalidad de las multinacionales, elimina cualquier incentivo para que los paraísos fiscales y otros territorios propongan una reducción agresiva de las cargas tributarias.

Esta sería una verdadera revolución, si los Estados se niegan a ayudar a las empresas que siguen queriendo beneficiarse de la infraestructura y de una fuerza de trabajo sana y educada, en los distintos países en los que operan, pero sin contribuir a su financiación. Y también la condición para la supervivencia de la Unión Europea. Frente a las crisis sanitarias y climáticas, la solidaridad es nuestra única salida.

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