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La tragedia de las residencias de mayores

Entrada al centro de Mayores Vitalia ubicado en Leganés, intervenido por la Comunidad de Madrid.

Alberto Infante Campos / Daniel López-Acuña / José Martínez Olmos

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Tal como la OMS acaba de reconocer, las residencias de mayores están siendo una de las protagonistas más trágicas de la pandemia de COVID-19 en toda Europa. Ello se debe a que el virus encuentra en esas instituciones un caldo de cultivo conformado por poblaciones, espacios confinados y prácticas de convivencia y de cuidados muy vulnerables.

Desafortunadamente, no ha habido la suficiente claridad ni determinación mundial para actuar de manera anticipatoria. En gran medida, en estas instituciones se ha ido por detrás de los brotes, cuando ya resultaba demasiado tarde y una proporción importante de residentes se había visto afectada. Por si fuera poco, el blindaje o sellado de las residencias se ha vuelto virtualmente imposible ante la masiva transmisión silenciosa de la COVID-19 por personas asintomáticas, especialmente los propios trabajadores que asisten a mayores altamente dependientes con una cercanía física grande e inevitable.

Desde el comienzo de la pandemia, las personas mayores y muy mayores fueron consideradas población con alto riesgo de presentar cuadros graves, de necesitar cuidados hospitalarios, (incluidos los cuidados intensivos), y de fallecer a causa de la infección. Estas personas suelen padecer una o más de una enfermedad, con frecuencia de larga duración, y su estado de salud tiende a ser más frágil y mostrar grados de dependencia superiores a las personas más jóvenes. Además, su concentración en espacios reducidos donde existe una gran proximidad y un elevado grado de interacciones con cuidadores, familiares y otras personas, es un factor que facilita grandemente la propagación del virus. Estas condiciones se dan en otras instituciones cerradas (centros sociosanitarios, hospitales o prisiones, por ejemplo) pero son muy marcadas en las residencias de mayores. De hecho, la mayoría de ellas son un lugar de altísimo riesgo: estimaciones preliminares muestran que la tasa de contagios está siendo similar a la de los hospitales, pero, dado que ocho de cada diez mayores residenciados supera los 80 años y la letalidad por COVID-19 en ese tramo de edad del 24%, (para varones llega al 30%) no resulta sorprendente que la letalidad en ese grupo de personas esté siendo tan alta.

Sin embargo, las recomendaciones generales para residencias geriátricas e instituciones similares, tanto de la OMS, como del Centro Europeo de Control de Enfermedades como del Centro de Control de Enfermedades de los Estados Unidos de América, están pensadas para brotes de enfermedades respiratorias menos contagiosas y más reconocibles y sin el elevadísimo grado de transmisión asintomática del COVID-19. Por ello no han logrado anticipar el elemento fundamental de protección frente a la tragedia que hemos presenciado: la necesidad absoluta de impedir la entrada del virus a las residencias y la importancia que para ello tiene el cribado periódico de quienes salen y entran en ellas a fin de que ningún positivo asintomáticos sea un transmisor silencioso.

Aun cuando los países europeos tienen diferentes criterios para contabilizar los fallecimientos en residencias de ancianos o en personas procedentes de ellas (hay países como Alemania que no los incluyen), se estima que en Italia, España, Francia, Reino Unido o Bélgica ese grupo de personas mayores representan entre el 30 y el 40% de los fallecidos confirmados por COVID-19. Además, teniendo en cuenta que no a todos los fallecidos en las residencias de mayores con sospecha de infección se les hizo la prueba de diagnóstico, es de suponer que el número de fallecidos a causa del virus en esas instituciones será mayor. Los datos parciales ofrecidos recientemente por Cataluña y Madrid parecen confirmar esta estimación. En España el Ministerio de Sanidad ha pedido a todas las Comunidades Autónomas una revisión actualizada de la mortalidad en las residencias, pero los datos consolidados no han sido aún publicados.

Según un estudio del CSIC en España hay 5.417 residencias de mayores con 373.000 residentes. El 75% de esos centros son de titularidad y gestión privada. Y de las residencias de titularidad pública, un 75% han externalizado la gestión. La autorización, supervisión, y en algunos casos, la gestión directa de algunas residencias públicas, corresponde a las Comunidades Autónomas, mientras en su financiación total o parcial intervienen también las autoridades locales. Las denuncias por deficiencias en la atención a los residentes, falta de supervisión de las administraciones responsables, bajos salarios y precarias condiciones laborales de sus trabajadores, mayoritariamente mujeres, eran frecuentes con anterioridad a esta pandemia. Se suma el hecho de que los mecanismos de garantía de calidad de la atención brindada en las residencias tanto públicas como privadas adolecen de grandes deficiencias. Por si fuera poco, una gran mayoría de las residencias de mayores carecen de una adecuada coordinación con el sistema público de asistencia sanitaria.

Poco después de la declaración del estado de alarma, tras algunos episodios dramáticos, que motivaron la intervención de la Fiscalía, el Gobierno facultó a las Comunidades Autónomas para intervenir directamente la gestión de aquellas residencias que considerasen oportuno. Esto se ha hecho en Madrid, Cataluña y algunas otras Comunidades, pero existe la sensación de que casi siempre ha sido de forma reactiva como resultado de denuncias ante situaciones muy graves, y no de forma proactiva con la finalidad de anticiparlas y prevenirlas. Por su parte la Unidad Militar de Emergencias, a petición de sus propietarios o de las autoridades locales y regionales ha realizado campañas de desinfección en sus instalaciones y de suministro de bienes de primera necesidad. Por lo general, los trabajadores se han quejado de la falta de equipos de protección, de la falta de condiciones habitacionales para garantizar el aislamiento de personas enfermas o sospechosas de estarlo, y de la preparación adecuada para hacer frente a una crisis como esta.

En un artículo anterior señalábamos la necesidad de blindar las residencias de mayores, extremando las medidas de higiene, el rápido aislamiento de los casos sospechosos y sus contactos, así como suprimiendo las visitas, las entradas y salidas de los residentes, y siguiendo estrictos protocolos de medidas higiénicas y distanciamiento físico del personal que trabaja en ellas y de los proveedores. En algunas residencias, el personal y la dirección del centro se han confinado voluntariamente en su interior para reducir de esa forma el riesgo de introducir el virus en ellas, tratando al mismo tiempo de facilitar la comunicación de los internos con sus familiares por teléfono o por dispositivos electrónicos. Se trata de ejemplos meritorios, pero que difícilmente pueden sostenerse en el largo plazo y menos aún generalizarse.

Algunas Comunidades Autónomas anunciaron en su momento la habilitación de “arcas de Noé” medicalizadas para aquellas personas (mayores o no) con síntomas leves o moderados que no necesitan hospitalización sin que se haya sabido mucho más de su desarrollo posterior. Además, la derivación de los mayores ingresados que requerían atención especializada a los hospitales no ha estado exenta de dificultades, sobre todo hacia los centros más sobrecargados. Algunas asociaciones de defensa de las personas mayores se han quejado de que en varios hospitales la avanzada edad ha sido un criterio “implícito” para denegar el ingreso o la atención intensiva. Y, también, de la dureza para los ingresados más graves y para sus allegados de tener que afrontar la etapa final de la vida en completo aislamiento, así como también el duelo derivado de un eventual fallecimiento, en completa soledad. Todo lo cual plantea dilemas éticos y morales, así como la necesidad de apoyos psicológicos y administrativos, que requieren ser considerados con mucha mayor atención. Al menos un familiar debería poder acompañar a todo paciente en esa situación tal como ha recordado hace poco el Comité español de Bioética.

Además, pese a haber sido repetidamente señaladas como lugares preferentes para la realización de pruebas diagnósticas, siguen siendo muchas las residencias de mayores donde aún no se han realizado. Esta situación debe corregirse rápidamente. Junto con el personal sanitario, los mayores que viven en residencias y el personal que en ellas trabaja debería ser sometido masiva y rápidamente a pruebas de PCR a poder ser antes del próximo 9 de mayo. Los casos sospechosos y sus contactos deberán ser correctamente aislados o trasladados a entornos donde dicho aislamiento sea posible sin que ello deba implicar incomunicación con familiares o amigos.

Donde todavía no se haya hecho, el acceso a las residencias de mayores debe ser severamente restringido y las circulaciones entre el exterior y el interior rígidamente reguladas. Insistimos, las residencias de mayores no son “un foco de contagio”, el virus les llega desde afuera. Una adecuada organización interna, y el entrenamiento y la protección de su personal, ha de constituir una tarea prioritaria de sus directivos y de las autoridades sanitarias. Los servicios de salud pública de las Comunidades Autónomas deberían controlar todas y cada una de las residencias de su territorio con el apoyo de las autoridades locales y de los profesionales de atención primaria.

No se trata de esperar a que las cosas ocurran para reaccionar después, sino de “ir a buscar”, de forma proactiva e insistente, potenciales transmisores no detectados, rompiendo así la cadena de transmisión, impidiendo nuevos rebrotes locales, y mejorando el pronóstico de esas personas, pues se ha comprobado que éste es mejor cuanto antes se les detecta, se les aísla y, llegado el caso, se les trata. Si para ello hay que aumentar el personal de salud pública, de atención primaria o de cuidados en las residencias, así como los medios materiales de protección y diagnóstico necesarios, habrá de hacerse.

La capacidad real de cada Comunidad Autónoma para realizar con garantía esta tarea debe de ser, tal como ha señalado la OMS, uno de los indicadores fundamentales del cuadro de mando que habrán de incluir el plan estatal y los planes autonómicos para iniciar y gestionar las distintas etapas de la des escalada.

Hace unos días, la Fiscalía General del Estado informó que de hay 86 investigaciones penales en curso para determinar las posibles responsabilidades derivadas de la gestión de las residencias de mayores durante esta crisis. Probablemente ese número aumentará en las próximas semanas y meses. Una situación similar se ha informado en Italia y en Francia.

Más adelante, cuando esta pandemia haya sido vencida, habrá que revisar un modelo de atención a la vejez que incluso en las mejores instituciones, se ha demostrado extraordinariamente vulnerable, sobre todo en ausencia de vacunas, a las infecciones virales. Conviene no olvidar que la mayoría de los encuestados dicen preferir pasar los últimos años de su vida en sus domicilios o en el medio habitual donde han vivido. Sin embargo, la financiación pública de los cuidados a domicilio, así como la de otras formas de organización social de las etapas finales de la vida, que nuestros mayores necesitan y desean sigue siendo muy escasa.

Por el momento, la tarea es otra. Solamente el 4% de las personas mayores vive en residencias de mayores en España. El enorme peso en la mortalidad por COVID-19 de este grupo de personas muestra mejor que cualquier discurso su extraordinaria vulnerabilidad. Y también que las residencias de mayores son y seguirán siendo durante los meses venideros instituciones de altísimo riesgo. Derrotar la pandemia, evitar que rebrote y frenar su mortalidad exige acciones para detener la epidemia a las puertas de las residencias de mayores mucho más decididas y rápidas de lo que se estado haciendo.

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