Si, Barcelona está en decadencia. El F. C. Barcelona, quiero decir.
El equipo que en 2010 realizó algunas de las mejores actuaciones de la historia del fútbol es hoy un fantasma de sí mismo. Tratando de obviar un amargo final, algunos continuamos al pie del cañón domingo tras domingo. Pero como sugiere el origen griego de la palabra “crisis”, esta lealtad no debe empañar el “juicio”.
La historia del Barça no tenía por qué haber sido así. Su modelo, basado en sus socios, sin patrocinadores en las camisetas y con un poder desde abajo, arraigado en la juventud de La Masía, funcionaba de maravilla. Pero las victorias trajeron dinero, y el dinero busca más dinero. Cuando Neymar, con las manos vacías, se marchó al París SG en 2017 por la exorbitante cifra de 222 millones de euros, el Barça tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con él.
Los economistas tienen un término para lo que sobrevino: una “maldición de crecimiento”, nombre dado a las economías que encuentran una oportunidad repentina de dinero fácil, distorsionándolas y corrompiéndolas hasta acabar arruinándolas. Mientras dejaba atrás sus logros futbolísticos, el Barça gastó dinero a raudales haciendo un mal fichaje tras otro, vendiendo camisetas y acumulando una deuda monumental que le ha llevado al borde del colapso financiero.
Barcelona, la ciudad, afortunadamente lo ha hecho mejor. Libre de la extravagancia del Club de Fútbol, la ciudad, que siguió trabajando desde abajo, aprendió a vivir dentro de sus límites. Por eso, mientras el club de fútbol colapsaba con la llegada de la pandemia, la ciudad le hizo frente haciendo gala de una unión cívica intachable, con una ciudadanía apoyando pacientemente a sus médicos, enterrando a sus muertos, usando sin dramas las mascarillas y haciendo colas para vacunarse.
Cuando recientemente visité la Universidad de Berkeley, mis amigos urbanistas me preguntaron emocionados sobre el modelo de Barcelona: las 'supermanzanas' y los carriles bici, la economía social y cooperativa, los abonos de transporte gratuitos a cambio de desprenderse del coche. Es difícil apreciarlo desde dentro cuando se está atrapado en la política cotidiana. Pero como griego con familia en California, déjenme decirles algo: en Barcelona estamos bien. Realmente bien.
Por supuesto, queda mucho por hacer. Como sugiere, al menos según mi lectura, un reciente informe del Círculo de Economía, la ciudad tiene que reinventar un modelo de turismo más lento y de calidad, invertir en la vida, la salud y los cuidados, promover la ciencia y la innovación social, mantener y atraer el talento y, fundamentalmente, impulsar las industrias verdes y la transición energética.
Sin embargo, el informe se equivoca al criticar la idea de decrecimiento. Como señala en su primer pagina el International New York Times, más de 11.000 científicos firmaron una carta abierta en la que pedían la sustitución del “crecimiento del PIB y la búsqueda de la riqueza” por “la sostenibilidad de los ecosistemas y la mejora del bienestar humano”. Decrecimiento significa precisamente eso, un nuevo modelo de prosperidad que ponga a las personas y al planeta en el centro, frente al ansia ciega de gastar más y más. Cientificos y sabios, del recien Nobel en física Giorgios Parisi, al Papa Francisco, se han pronunciado a favor del decrecimiento.
Toca decidir: ¿Neymares o La Masía? ¿Aeropuertos y Juegos Olímpicos de Invierno o salud y cuidados, ciencia y preparación para el cambio climático? ¿Gastar dinero simplemente porque se puede, o invertir cuidadosamente en las raíces para crear, desde abajo, un futuro sostenible? Yo sé de qué lado estoy.
Traducción al castellano de Lucía Munoz Sueiro.
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