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Empieza a cundir un cierto fatalismo

El presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, durante la visita que realizó a Andorra. / Efe

Carlos Elordi

Tras el paréntesis navideño, que nada ha interrumpido o suspendido, la crónica política española se presenta plana, sin sobresaltos ni expectativas que merezca la pena reseñar. Y a no ser que salte, sorpresivamente y por su propia cuenta, un escándalo de corrupción o algo totalmente imprevisto, nada va a agitar ese estanque. Estamos o, mejor, seguimos, en una campaña electoral que solo terminará con las generales: ¿dentro de un año? Ojalá que fuera antes. Una campaña que no produce nada que pueda interesar de verdad a la ciudadanía y que sólo sirve para que los políticos profesionales y toda la parafernalia que les acompaña justifiquen su sueldo. El panorama es tan cenizo y mezquino que cabe seriamente la posibilidad de que mucha gente termine por darle la espalda a todo eso y concluya que no va con ella.

Los periódicos, las televisiones y las radios de mayor audiencia no dejan de contribuir a que se esté creando ese estado de ánimo. Su inanidad creciente y su alineamiento cada vez más estrecho con los distintos poderes alejan cada vez más a la gente de ellos. No van más allá de lo obvio, de lo políticamente correcto, o de la manipulación, si no de la ocultación, de la verdad. Ningún país de Europa tiene una prensa tan poco comprometida con su función social, tan poco interesante, monótona y burda como la española. Y que cuente tan poco en el devenir político. Nuestros medios son actores cada vez más secundarios y prescindibles.

La dialéctica entre la política y los medios de comunicación, una de las claves de la vitalidad democrática de un país, está dejando de existir, si no es que ha muerto ya del todo. El mensaje que de una y otra recibe la ciudadanía es cada vez más monocorde, por no decir idéntico. En última instancia, lo que la mayoría de la gente podría estar concluyendo es que nada va a cambiar, que todo está atado y bien atado, que “ellos”, el poder, ha sabido cómo componérselas y que controla sin fisuras la situación.

La manera en que ese poder ha reconducido, y aparentemente solventado, la muy seria crisis que la monarquía ha sufrido hasta hace poco es para muchos un ejemplo demasiado contundente de ese control como para no caer en el pesimismo. Hace un año los cimientos de la casa real parecían a punto de derrumbarse. Hoy, solo siete meses después de la abdicación de su padre, Felipe VI parece absolutamente consolidado y aquellos problemas parecen olvidados. Hasta se está empezando a reivindicar, y cada vez con más fuerza, el papel de Juan Carlos I. Y el sistema parece ya plenamente capaz de encajar el procesamiento y eventual condena de la infanta Cristina, aunque se haya producido en contra de sus designios y por el empeño personal de un juez aislado y combatido por casi todos.

Ese milagro sólo se explica por la fuerza y la capacidad operativa que sigue teniendo ese sistema de poder, del que forman parte los mayores partidos, los bancos, los grandes empresarios y otras instancias fácticas de la sociedad, así como los medios de comunicación, aunque estos con funciones subsidiarias. Durante los peores momentos de la crisis de la monarquía, cuando la institución estaba hundida en las encuestas y parecía que algo muy serio iba a pasar con ella, ese entramado supo trazar una estrategia para salvarla y ha sabido mover sus piezas para llevarla a cabo. Y hoy la mayoría de la gente ni se acuerda de aquella crisis.

El Gobierno de Mariano Rajoy, incapaz de hacer algo frente a la crisis económica, social, institucional y de la moral pública que vive España, sabe muy bien, por el contrario, sacar provecho del fatalismo que crece entre los españoles. Es más, su insoportable campaña de que las cosas van a mejor ahonda ese sentimiento. Porque si no está modificando la percepción que la gente tiene de la crisis –el último informe del CIS confirma el pesimismo sobre la economía y la política de cerca del 80 %- sí está logrando que muchos de esos pesimistas asuman que frente a ese estado de cosas hay poco más que hacer que ir tirando. El que el PSOE asuma, de hecho, la versión oficial de la cuestión, no alzándose airado un día y otro contra ella, contribuye no poco al desánimo de muchos ciudadanos.

Está claro que hay otros muchos que no participan de ese estado de opinión. Las expectativas de voto de Podemos y de otras opciones que coinciden con su actitud de rebeldía indica que son unos cuantos millones. Es cierto que llevan un tiempo en silencio, porque no se les convoca a expresarse, pero están ahí y hasta puede que cuenten en futuros repartos del poder político. Pero son minoría, aunque no pequeña. Y el ambiente de apatía fatalista que los poderes alimentan, pero que surge también de la propia crisis económica y social, no parece muy propicio para que crezca de una manera sustancial como para producir un cambio drástico.

No es momento de hacer predicciones. Sobre todo porque suelen salir mal, particularmente en España, en donde nadie pone los medios y el interés necesarios para conocer qué bulle de verdad en la ciudadanía. Pero sí para empezar a sospechar que en las futuras elecciones la abstención puede ser la gran protagonista. Porque a ella conduce el desencanto creciente de la gente en la política y en los políticos. Y es cierto que con una abstención importante pueden producirse muchos desarrollos. En las municipales y regionales y en las generales. Pero uno de ellos, y no el menos probable, es que, si conserva buena parte de su electorado tradicional, el PP se lleve el gato al agua. Y ese es el empeño al que Rajoy y los suyos dedican prácticamente todos sus esfuerzos.

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