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¿Por qué no salimos a la calle en Catalunya?

Puigdemont durante un discurso institucional

Ramon Miravitllas

¿Por qué los catalanes no independentistas no aparecemos en olor de multitud? ¿Somos resignados, acomplejados, acoquinados? ¿O nos han desactivado al ponernos de modo subrepticio unas miguitas tóxicas en la sopa de letras de cada día? Me presentaré: pertenezco a una casta de periodistas parias que fueron desalojados de la dirección de sus programas (en mi caso COM Ràdio) y después de las escasas tertulias donde tenían entrada (Canal Català) por desentonar del pensamiento uniforme de quienes hacen de Catalunya una unidad de destino en la independencia. COM Ràdio fue rebautizada y reconvertida en agencia de imagen y palabra al servicio de los espejismos del Govern y sus aliados bien pagados. La constelación soberanista constituye una aduana inexcusable para ser ciudadano de pleno derecho. Después de 46 años de oficio, no pocos de columnista, éste es el único medio que me invita a escribir.

¿Por qué no sale a escena la presumible mayoría de catalanes cautivos que en buena lógica no se apuntan a romper un estado importante de Europa y del mundo porque prefieren construir consensos, que son el fundamento de las leyes, que lo son de la convivencia? ¿Por qué no irrumpe el malestar de esos pasajeros forzados a un viaje por el espacio ilegal, sin plan de vuelo validado de salida, sin un solo OK de los reguladores del tráfico a gran altura (EEUU, Francia, Gran Bretaña, Alemania) y apartados a la bodega de discrepantes? ¿Por qué diablos se achica el seny? ¿No será que el doble fondo de la maleta catalana oculta una voluminosa aceptación tácita del poderoso in-de-pen-den-tis-mo reinante? ¿Será que el hastío de vivir en un incesante baño de espuma publicitaria en clave de confrontación con un enemigo de maldad irreductible arruga al más pintado, ahoga la iniciativa o relaja hasta el desistimiento y la atonía? ¿Será que Catalunya sigue siendo el purgatorio donde todos andamos temerosos de ser tachados de catalanes tibios? ¿Será que la seducción virginal de una república perfecta para seres perfectos ha hecho su trabajo? ¿Será que desmarcarse del soberanismo supone de facto alinearse con una España marcha atrás de modelo injusto, política degradada, justicia desigual, mandones fácticos, servicios atrofiados, moral trilera, cultura apolillada y tics franquistas por una transición cobardona a medias tintas? ¿Supone acariciar la cara, dura, del presidente que pasará a la posteridad por no dimitir cuando el partido del que es cerebro bombeaba corrupción e impunidad a diestro y diestro desde el mismo corazón económico? ¿Será que no resulta fácil quitarle la razón a su colega Puigdemont cuando vocea que España está enferma? ¿Será que, según con quien se habla más allá del Ebro, uno se hace independentista funcional en un santiamén?

Pongamos en juego otro argumento de la abulia o conformismo: el poder es cuestión de lengua, discurso y vocabulario. Se ejerce al difundir y también al imponer, incluso como quien no impone, dando las cosas por hechas. “Welcome to the Catalan Republic”. Parte del proceso constituyente parece ya constituido. Quien controla el relato controla el poder, los medios son los instrumentos donde se crea poder, y el relato totalizador del periodista Puigdemont allí donde va triunfa, también por agotamiento. ¿Cómo se podía hacer creíble en plena crisis que Catalunya, el país que destruyó su modelo social en año y medio aplicando desde 2011 la más dura austeridad conocida, se planteara un colosal objetivo superando la realidad? Mediante una grandiosa operación asimiladora de intensidad saturada, consistente en maquillaje y manipulación desde el léxico hasta los farolillos de las cabalgatas de Reyes, pasando por la okupación de los goles de Messi.

De entrada, el nombre había de hacer la cosa: Artur Mas aludió a tiempos de “excepcionalidad”, término que sonaba a dictadura pero que reconvirtió en antifranquismo. ¿Cómo? Privatizó la política delegándola en dos gradas animadoras de recuerdo equívoco. Una, la Assemblea Nacional Catalana, bautizada así para evocar sutilmente a la Assemblea de Catalunya, una instancia unitaria por encima de los partidos incipientes que –excepcionalmente- en los 70 guiaba la acción hacia la democracia plena, la amnistía y el estatuto. El segundo club de fans, Òmnium Cultural, conservaba el perfume romántico de esforzada resistencia al castellano que con sangre entraba. No serem moguts i bella ciao, dos en uno. En consonancia las elites político-mediáticas de la Catalunya instalada analizaron la situación española como si nada hubiera sucedido después de Franco. Transición nacional y madre patria no habría más que una: la catalana. España, en tránsito de “realidad entrañable” (Pujol en palacio) a “estorbo” (Pujol en la picota), se consolidó como peso muerto con cara de posguerra eterna. Antes solos que mal acompañados de un proyecto común fracasado e incorregible en sus pulsiones colonizadoras. A grandes males, remedios excepcionales: un país nuevo, literal. Pilotado desde nuestro puente de mando. Una propaganda torrencial instruyó que debíamos ser menos españoles para ser más catalanes, o sea, modernos, eficientes y laboriosos innatos.

Las “estructuras de estado”, que Mas no vinculaba a estado propio, se hicieron estado a secas. Y no uno cualquiera. ¿Cuál? La Holanda del sur, mejorada. En educación seríamos Finlandia y en salud, Dinamarca, según las rápidas pesquisas oficiales. Mientras Convergencia se deshacía en las manos mágicas de Mas y los bonos de la Generalitat eran basura, el President exhibía la pureza de principios del paraíso naciente. Para que el relato del nuevo país cumpliera su fin de hipnosis colectiva que difuminara ésta y otras enojosas contradicciones debía forjar una identidad política nacional de versión única. Pertrecharse de palabras y significados que adoctrinaran en el buen camino y fijaran qué es lo normal, lo evidente y lo único posible; quiénes son los mártires y quiénes los verdugos; cuáles son las fuerzas del bien. Ahí entran las migas de pan subliminales que el régimen nos ha echado en la sopa: los sentidos implícitos, los prejuicios agazapados, las alusiones sinuosas, las suposiciones que se visten de evidencias indiscutibles.

Ejemplos: la financiación insuficiente era “expolio” porque “España nos roba”, el “derecho a decidir” sin más es el meollo de la democracia, ir a votar es votar sí o sí-sí (primero en consulta, luego proceso participativo y referéndum) y el unilateralismo era expresión de libertad oprimida. El registro policial a la sede de CDC o la acusación de cobro de comisiones eran “una maniobra más de Madrid para descarrilar el proceso”. Ya hicieron un complot contra el cava. ¿Unos inversores internacionales ponen pegas al proceso? Otro bulo de la conspiración. El magno simposio sobre 1714 montado desde Presidencia del Govern se titulaba “España contra Catalunya, una mirada histórica”. Es decir: utilizar la historia en un museo para fracturar por resentimiento era un acto de cultura. Al fin y al cabo, “la historia está con nosotros”.

Más conceptos fundamentales e inmutables: la independencia se gana porque se declara y no porque la reconozcan; Catalunya es tal que siempre estará en Europa; el planeta nos mira porque somos cordiales, pacíficos y cívicos; algunas las tiránicas están para ser ignoradas como hicieron y Ghandi y Luther King, gente como nosotros, pueblo sometido. Nada se deja al albur. Si hablamos de música, un soberanista podrá elegir entre Dyango – “yo voto independencia y canto Suspiros de España”- y el apostolado agresivo del diputado Lluís Llach, con viaje a Ítaca y mechero encendido. ¿La lengua? Copiamos la de los Rolling Stones y listo, que llegan a Barcelona a final de mes. Simplificar es fácil y rinde. Véase los dilemas: ¿eliges retroceso o progreso? ¿Ser súbdito o ciudadano? ¿Unionista trasnochado o adelantado al futuro? ¿Vienes a la mani o eres facha? El lenguaje más complejo se reserva para amedrentar. “Un exceso represivo del Estado podría ser la chispa para expandir una oleada de indignación de gran alcance y de consecuencias imprevisibles”. Entendido.

Agítese con tensión todo este cóctel mixtificador a punto de nieve, agréguese una dialéctica fetichista para rendir culto non stop a la separación, exprímase al máximo el coro de medios de comunicación para que encandilen o anestesien a los descreídos y se comprenderá el éxito social de los partidarios de emanciparse de España. Razones no les faltan, pero no bastan. De ahí que no quieran ganar la hegemonía de las ideas, sino su puesta en escena con divinas palabras.

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