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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Sucesión en la Jefatura del Estado: malos y buenos precedentes

Bartolomé Clavero

El 19 de junio de 2014 Felipe de Borbón y Grecia accedió a la Jefatura del Estado del Reino de España tras la abdicación de su padre y en virtud de las previsiones de la Constitución de 1978: “La Corona de España es hereditaria en los sucesores de Su Majestad Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura (…), siendo preferid(o) siempre (…), en el mismo grado, el varón a la mujer (…)” (art. 57.1). Para la serie de supuestos que puedan presentar “las abdicaciones y renuncias”, y respecto a “cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión de la Corona”, la Constitución misma prevé una ley orgánica que, como toda regulación referente a la monarquía, se ha preferido hasta ahora eludir (art. 57.5).

La abdicación se ha producido sin más previsión normativa que la del referido criterio para la identificación del sucesor. Ante este vacío de derecho, entre abdicación y entronización, se ha producido una acelerada sucesión de despropósitos constitucionales, despropósitos que sientan precedentes o que tal cosa intentan al haber comenzado por negar que el vacío exista y dar así por hecho que lo que se está es aplicando derecho. La ley orgánica reguladora de incidencias en la sucesión que la Constitución ordena vuelve a eludirse, pretendiéndose ahora que la previsión constitucional se refiere a una norma singular estrictamente limitada al refrendo parlamentario, por mayoría absoluta de ambas cámaras de las Cortes Generales, de la abdicación y la entronización.

El jueves 19 de junio se produce la proclamación parlamentaria del nuevo monarca conforme a la Constitución y a dicha ley. Pero ésta no es la primera ceremonia del día. Previamente, en la residencia real, el rey saliente inviste al entrante con el mando supremo sobre las fuerzas militares de forma directa, esto es, sin refrendo de autoridad civil. Las autoridades presentes son militares. Una que no lo es, el Director General de la Guardia Civil, se integra entre ellas. El maestro de ceremonias (militar por supuesto) de este acto previo a la proclamación parlamentaria del acceso a la Jefatura del Estado pregona que está dándose cumplimiento a la Constitución en un apartado de su artículo 62: “Corresponde al Rey: (…) h) El mando supremo de las Fuerzas Armadas”, pasaje que dicho maestro lee sin referencia alguna al artículo 97, no menos constitucional: “El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado (…)”. Igualmente se ignora el artículo 64: “Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes (…)”. El Gobierno ha estado ausente de un acto que un comentarista televisivo calificó sobre la marcha, no sé si con pudor irónico, de “ceremonia entrañablemente familiar de carácter simbólico”.

Si hay simbolismo, expresa el precedente: el rey ostenta “el mando supremo de las Fuerzas Armadas” con antelación e independencia de cualquier otra función. A continuación, según se desarrollan las ceremonias del día, las Cortes Generales o, más exactamente, las fuerzas políticas que acudieron a la convocatoria, pues no todas lo hicieron, refrendan sin reservas el precedente. Quien ha sido investido como capitán general de las fuerzas armadas por el monarca abdicante se presenta ante las Cortes Generales con el uniforme y los atributos correspondientes. Ante tamaño alarde, no se observó a ninguna autoridad constitucional presente, representantes o no, abandonar, ni siquiera discretamente, el recinto parlamentario. Las Cortes proclamaron a la autoridad militar suprema como Jefe del Estado pretendiendo que así daban debido cumplimiento a la Constitución y representaban dignamente a la ciudadanía.

Hasta aquí todos son malos precedentes, unos precedentes que intentan institucionalizar la posición en la que se situó el rey abdicante el 25 de febrero de 1981 tras un golpe de Estado no totalmente fallido. Aquel día, Juan Carlos I citó en su residencia a los principales representantes parlamentarios presentándose ante ellos como el defensor último de la Constitución gracias a su autoridad militar suprema. Por encima de ella ya se había colocado en 1978 al promulgarla como si su fuerza normativa procediese de la propia autoridad del monarca y no del pueblo o, ni siquiera, de su representación parlamentaria. Entre abdicación y entronización, ninguna manifestación oficial hizo referencia a que el rey abdicante lo era constitucional desde 1978. Todas le presentaron como rey legítimo desde 1975, desde que sucedió al dictador Francisco Franco conforme a las previsiones de la legislación de la dictadura.

¿Sólo se han sentado malos precedentes con las ceremonias del 19 de junio de 2014? Pues no, a mi entender. Entre tanta manipulación, se ha colado algún buen precedente, incluso por partida doble. En primer lugar, el más inesperado: la sucesión se ha efectuado mediante votación parlamentaria de mayoría absoluta. Incluso en el caso de que se produjera por muerte en el futuro, ¿no existe ya el precedente de que una ley orgánica, con su requerimiento de mayoría cualificada, debe levantar acta del hecho y el derecho que causan la sucesión? ¿No podría quedar extinta la institución monárquica de no contarse en su momento con dicha mayoría parlamentaria absoluta? Si se quisiera evitar este efecto, sólo cabría recurrirse a un referéndum ciudadano con mayor alcance previsible que el contemplado por la Constitución (art. 92.1: “Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”), o más directamente, por el vacío que se provocaría, habría de acudirse a la “revisión total” del texto constitucional, lo cual es supuesto previsto por la Constitución misma (art. 168.1: “Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución…”).

El segundo buen precedente era más previsible: “El Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución…” (Constitución, art. 61.1). Efectivamente, Felipe de Borbón y Grecia prestó ante las Cortes Generales tal juramento constitucional el susodicho día 19 de junio, cosa que su padre, el rey abdicante, no había hecho en fecha ni ocasión alguna, ni siquiera, como queda dicho, cuando promulgó la Constitución. Es un buen precedente de partida para este reinado. La cuestión inmediata resulta entonces precisamente constitucional o más bien de inconstitucionalidad, la de posible ilegitimidad de una forma de acceso a la Jefatura del Estado que ha ignorado tan olímpicamente, con sus malos precedentes, claves constitucionales bien sensibles.

No conozco constitucionalista profesional en España que no ligue los citados artículos 62 y 97 de la Constitución: no cabe acto del rey sin refrendo gubernamental o, en algún caso, del Presidente de Congreso. Ahora, con la improvisación de la ley orgánica sucesoria de 2014, se ha inventado también un refrendo enteramente parlamentario, pero, ya concluyendo, atengámonos a la Constitución. ¿Cómo no se ha levantado un clamor de esa profesión de juristas constitucionales o de otros círculos constitucionalistas ante la transmisión directa del mando militar entre monarcas y la presentación del entrante como capitán general ante las Cortes que han de proclamarle rey? Confieso que esto lo ignoro. Como profesional del derecho, me deja, la verdad, perplejo. Sospechas caben por supuesto.

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