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'Un millón de años', un enigma por resolver en perturbadoras viñetas

Portada de 'Un millón de años'

Francesc Miró

En un planeta que parece ser el nuestro, un padre y su hijo vagan por un desierto, o algo semejante a lo que conocemos por desierto. Comen iluminados por una hoguera y duermen bajo la luz de lo que podría ser la Luna, o bien cualquier otro astro aún por imaginar. De repente, un insecto aparece para complicar las cosas de manera dramática y al más puro estilo gráfico de body horror. Así podría decirse que empieza Un millón de años, la última obra de David Sánchez.

El uso del condicional, en el caso del cómic que nos ocupa, más que un recurso literario es una imposición en toda regla: no tratamos con un autor sobre el que se pueda enunciar con rotundidad ningún raciocinio superfluo. En sus narraciones, lo que vemos nos recuerda a algo, pero no sabemos exactamente a qué. Nos incomoda de una manera en la que solo lo pueden hacer las alucinaciones, como esas sensaciones subjetivas que no tienen su raíz en ninguno de los cinco sentidos. Que ocurren en algún lugar de nuestra psique. Como una pesadilla de Suehiro Maruo o una película de David Cronenberg.

Con el nipón comparte la constante sensación de leer una alucinación perversa, y con el canadiense le une el gusto por el cuerpo y la psique enferma. Dos referencias azarosas, inferidas por la fuerza de viñetas de difícil comprensión, pero de inmediata asimilación. Viñetas que esconden enigmas.

Autopista hacia uno mismo

“Es inevitable seguir avanzando o explorando”, dice el propio Sánchez cuando habla con eldiario.es de su trabajo y de los 17 años que separan su debut de la obra que publica ahora. Años en los que “vas encontrando cosas con las que estás cómodo un tiempo”, algo transitorio.

David Sánchez debutó, como muchos otros, en ese hábitat de referencia de la ilustración en nuestro país que fue la revista El Manglar, hoy desaparecida pero no muerta gracias a los integrales de la editorial Dibbuks. En aquella publicación, sus historietas ya apuntaban a un universo propio que luego se convertiría en su primera obra: Tú me has matado, un cómic publicado por Astiberri que se haría con el premio al Autor Revelación en el Salón del Cómic de Barcelona 2011.

Tú me has matado es la primera parada de un largo recorrido. Llena de referencias más o menos mainstream, narraba la historia entrecruzada de dos policías ni vivos ni muertos y dos testigos de Jehová que buscan a un profeta mientras se preguntan si existe. En esta aventura de carretera sonaban ecos que iban desde Carretera perdida de David Lynch hasta las viñetas del ineludible Charles Burns.

El cómic es una obra de enfermiza simetría y acabado notable, que visto con perspectiva da la medida de su evolución. Él dice no haber prestado demasiada atención a eso. “Se trata también de mis limitaciones como narrador. Yo soy dibujante no escritor y mi método de trabajo se basa bastante en la improvisación”, asegura. No en vano, cuenta que Tú me has matado se le ocurrió un día cuando unos testigos de Jehová llamaron a su puerta para darle panfletos mientras escuchaba música norteamericana de los años 50 y 60.

Una parada en un hospital

El avance de lo obvio a lo inexplicable le revelaría, con el tiempo, como un autor menos deudor de sus lecturas. Sin embargo, él cita a sus referentes del tirón, como si los soltase de forma automática: “De pequeño Hergé y Moebius me marcaron mucho, y de adolescente ya fueron más Daniel Clowes y Charles Burns. Ahora me gustan mucho Jason y Chester Brown”, dice de carrerilla. A día de hoy, en cambio, se guarda de marcar las distancias: “Con Un millón de años he intentado quitarme las influencias más conscientes y hacer un trabajo más personal”.

Cuando en 2012 publicó su segunda obra, No cambies nunca, el madrileño ya llevaba un tiempo triunfando con los diseños de su marca de camisetas, y convirtiendo las portadas de la editorial Errata Naturae en todo un sello de fábrica. Además, este segundo cómic se publicaba a escasos meses de la celebración del festival que le había premiado en la edición previa y que le dedicaría una exposición.

Este apogeo creativo le llevó a sintetizar en las 90 páginas de No cambies nunca una de las más alucinadas visiones del mad doctor clásico del cómic actual. De nuevo, su narrativa se enredaba en una maraña de historias en las que convivían parejas perturbadas, bebés monstruosos, amores imposibles y muerte horribles.

En esta ocasión Sánchez dobló la apuesta. La férrea estructura de seis viñetas que había constreñido el relato de Tú me has matado se rompe con frecuencia. El universo se vuelve mucho más críptico y desordenado. Y su utilización del color más cuidada: los tonos pastel aluden a lo artificial y su cuidado entorno quirúrgico pone los pelos de punta, como cualquier hospital que se precie. Él, sin embargo, dice que no es algo tan perseguido como simplemente encontrado. “Más que buscar este tipo de cosas me las he encontrado, es verdad que mi manera de diseñar es muy frontal y simétrica pero no es una decisión consciente, es más la manera en la que funciona mi cabeza cuando dibujo o diseño”, asegura.

Así, sin buscar nada en concreto, Sánchez ha encontrado una forma de narrar que es solamente suya y que en nuestro país admite pocas comparaciones. Ya sea para criticarle, por la falta de coherencia de sus historias, bien para alabarle por lo increíblemente particular que resulta su estilo.

Un millón de años después

Siete años después de su salto hacia el cómic rupturista, y con cuatro libros ilustrados bajo el brazo, llega Un millón de años, su cómic más indescriptible y personal.

“He querido apartarme un poco de la narrativa críptica, pero también acercarme más al terreno de la ficción y eliminar algunas referencias reconocibles, como el lugar donde se desarrolla la acción. No necesito más que un desierto, algo neutro, lo importante son los personajes y lo que sucede”, describe.

Lo que sucede es difícil de explicar: esta vez las historias del mundo de Sánchez ya no se tocan, son autoconclusivas y no se refieren más que a ellas mismas. Tampoco pesa tanto la simetría, ni el número de viñetas por página, más variado que nunca. A simple vista, Un millón de años podría parecer un extraño carrusel de personajes, a cada cual más pintoresco, devorados y devorándose en un mundo hostil.

Subyace una idea fuerza que conecta toda la obra, como si el cómic fuese su álbum conceptual y cada capítulo una canción en torno a la misma idea: lo fascinante del concepto de divinidad. Una incesante batalla se libra, mediante las metáforas más perturbadas, entre la búsqueda del significado en un mundo sin Dios, y la locura de buscarlo si Dios existiese.

Un millón de años, en el fondo, no deja de ser eso: una locura. Pero una de las que se leen escasas veces, y cuyo significado no se releva a la primera. Tocada de “ese don cuya energía creativa inspira la mente del hombre, guía sus actos y adorna su vida”, que decía Ambrose Bierce. Cierto es que el periodista satírico se refería a la idea de locura en esta definición, pero bien podría aplicarse a la idea de creador.

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