La República de abril
Fue una utopía racional que a punto estuvo de ser presidida por Manuel Bartolomé Cossío a quien en 1931, cuando se acercaba a la edad de 75 años, el gobierno de la II República le ofreció la posibilidad de cumplir un viejo sueño que figuraba entre las urgencias pedagógicas por él planteadas: llevar al medio campesino misiones ambulantes con el fin de acercar la educación y la cultura a los pueblos. Fue también la única posibilidad de enfrentar la caducidad de un Estado decimonónico que irrumpió en los albores del siglo XX y que se descompuso definitivamente, años más tarde, con el hundimiento de la monarquía. “Para mí la República significaba la posibilidad de desaparición de toda esa vieja costra castiozoide, asfixiante de los mejores valores de nuestro país”, afirmaba en 1981, cincuenta años después de su proclamación, José Antonio Maravall, una de las principales figuras de la Historiografía española del siglo XX.
La Segunda República abordó en España la urgencia de una reforma agraria, la necesidad de la universalización de la educación, la cuestión de las nacionalidades, la extensión de los derechos básicos a todos los ciudadanos e incluso implantó un impuesto sobre la renta de las personas físicas, algo absolutamente novedoso en aquel contexto. Además, generó en muy poco tiempo un equilibrio democrático que permitió, en 1933, el retorno al poder de una oligarquía que había ejercido un boicot permanente contra todas esas reformas, tan difíciles como necesarias.
No fue una improvisación rupturista de un grupo de iluminados, sino que tenía tras de sí un elaborado proyecto de futuro inmerso en la necesidad de cambio exigido por tantos siglos de desigualdad y atraso. Y como ello ofendió a aquellos que entendían la detentación del poder como un privilegio secular, hereditario y eterno, la respuesta fue la rebelión militar y la posterior difamación que identificó a la Segunda República con desorden, caos y guerra.
En estos días en los que florece un revisionismo neoconservador que se atribuye, sin ningún sonrojo, la defensa exclusiva de los valores democráticos adueñándose de la palabra “libertad” desde un sesgo excluyente, conviene recuperar el espíritu del republicanismo en su sentido histórico y conceptual.
La república nos remite a la res pública (cosa de todos), es decir a si los seres humanos somos capaces de dotarnos a nosotros mismos de instrumentos de gobierno o dependemos necesariamente de alguna fuerza externa que nos dé forma y nos guíe en nuestra andadura histórica. Es en la Grecia clásica donde se produce, por primera vez, la reflexión sobre si la sociedad es un producto propiamente humano y serán los autores clásicos quienes señalen a la república como el régimen político más óptimo capaz de garantizar la felicidad o la justicia. Para los antiguos griegos, no es que la comunidad fuese más importante que el individuo, es que el individuo sólo podía desarrollarse en comunidad cívica. A partir de este principio, la cuestión de cómo se organiza esa comunidad se convierte en el elemento clave sobre el que el ser humano ejerce de sí mismo, es decir, de ser racional y autónomo. Y la forma de organización que conocemos como república recorre el vínculo existente entre los derechos del individuo y la sociedad que los posibilita al preguntarse por el poder y por las propias posibilidades de participar y formar parte de ese poder equitativamente.
El republicanismo, por tanto, se constituye en una tradición milenaria que arranca en el Mediterráneo antiguo clásico y reaparece en el mundo moderno impregnando los movimientos políticos de cambio. El filósofo Inmanuel Kant lo precisó en su obra La paz perpetua afirmando la necesidad de que todos los países se doten de constituciones republicanas, ya que estas posibilitan a los ciudadanos la toma de decisiones como la del consentimiento para declarar la guerra. Pero no sólo Kant. Pericles, Protágoras, Platón, Aristóteles, Montesquieu, Locke, Rousseau, Jefferson, Marx y otros muchos mantuvieron el debate sobre el republicanismo y su esencia: ser libre consiste en no tener que pedir permiso a otro para existir socialmente ejercitando la virtud de la ciudadanía.
El republicanismo como pensamiento y la república como forma política garantizan la ecuanimidad en el proceso de acceso al poder. La democracia también consiste en que cualquier miembro de la polis tenga la posibilidad de gobernarla porque la cualidad de ciudadano también se expresa en el desempeño posible, concreto, real y continuo del poder. Y, a diferencia de la monarquía, el proyecto republicano se basa en una doble soberanía, la individual y la colectiva, es decir, en el hecho de que todos somos “soberanos”.
Este mes de abril cumple años una aspiración que convenía en la necesidad de dignificar la vida pública, defender la libertad y sostener la igualdad entre los seres humanos, promover su desarrollo cultural y científico y definir el espacio laico abordando la cuestión religiosa. El modelo republicano se acerca más al lejano sueño de acceder a las magistraturas del Estado en términos de igualdad social. La posibilidad de una transición hacia la república (con todos los cuandos que se le quieran añadir) puede tomarse como una evolución natural de las formas de organización política si somos capaces de superar el perímetro de los afectos ya que cuando el debate entre monarquía y república se sitúa en el plano de lo conveniente se convierte en una disputa estéril. Y como nuestro país tiene un lúgubre pasado acerca de lo que resulta más oportuno, la discusión debe situarse en el campo de lo racional y, por tanto, de lo utópico. Tal vez un monarca nos represente a todos pero, además, nos gustaría poder darle (o no) nuestra representatividad.
En cualquier caso, la ilusión republicana entraña mucho más que una mera crítica a la monarquía y otra república posible, al igual que la utopía, también está en el horizonte. El resto pertenece al viento de la historia que ahora se detiene en el soplo de esperanza que atravesó España aquel mes abril de 1931.
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