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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Cómo hay que mirar

Nacho. Imagen de Rafael Peña

Nuria del Saz

Me gusta la clase de mi hija mayor de segundo de primaria porque sabe mirar como hay que mirar. Con normalidad, con naturalidad.

A menudo sus miradas tienen un mismo foco de atención. El de Nacho. Nacho tiene síndrome de Down. Nacho llegó a sus vidas cuando todos tenían cinco años, en el último curso de infantil. No pasó al ciclo de primaria, entiendo porque tenía que seguir reforzando contenidos de la etapa anterior. Aún no leía, pese a tener seis años. Como madre y como madre con discapacidad me agradó que este nuevo compañero compartiera pupitre con el resto de la clase de, llamados, niños normales. Mi hija, junto a los otros niños, iban a adentrarse en el mundo de la diversidad funcional en primera fila, codo con codo con un compañero especial. Nuestros niños iban a conocer la realidad de un mundo diverso, en el que no todos aprendemos a leer con cinco años, ni somos capaces de estarnos sentaditos sin interrumpir al compañero y que a lo mejor lo de ir al baño solito aún no lo tenemos del todo controlado. Difícil tarea la de la maestra, pensé. Atender a todos con sus necesidades.

¿Cómo aceptarían los demás niños unas normas que no se podrían aplicar a todos por igual, ni al mismo ritmo? Mientras ellos aprendían a trazar números, Nacho hacía garabatos. Su aprendizaje progresaba más lentamente. ¿Habría agravios comparativos entre ellos? Y, al mismo tiempo, pensaba en Nacho, desvinculado del que había sido su grupo de referencia desde los tres añitos, nuevo en una clase ya cohesionada. Me parecía injusto privarle de sus lazos de amistad forjados dos años atrás. ¿No sería desestabilizador para él conociendo lo afectivas que son las personas con síndrome de Down?

A los cinco años, mi hija llegaba a casa contando las historias de Nacho a su manera. Primero Nacho fue un niño más pequeño, “porque no sabe leer todavía, mamá, porque no habla bien, mami”. Aunque Nacho era un año mayor que el resto, comprendí que esta realidad era abstracta aún para ellos. Más allá de las diferencias en la habilidad para leer o expresarse, los demás niños no sentían que su compañero fuera distinto. Solo era pequeño y trabajaba a su propio ritmo. Y las miradas… las miradas eran de afecto.

Las historias sobre Nacho seguían llegando a mi casa. A veces con sonrisas, porque había hecho alguna gracia, “porque me ha dado un abrazo, mami”, a veces con labios fruncidos, “porque Nacho no ha hecho caso a la seño y se ha portado mal”. Así es el mundo de los niños, que de un granito de arena traen una montaña de historietas a casa.

Y todos pasaron a primaria tras un emotivo fin de etapa y curso. Se hacían mayores. Nuevos compañeros, nueva maestra, nuevos retos.

Nacho pasó a primaria con el resto de compañeros y con sus adaptaciones, su maestra de apoyo y horas de refuerzo.

La casualidad quiso que mi hija y Nacho siguieran compartiendo aula dos años más. Alguna tarde mi pequeña llegó con quejas… que si Nacho era malo porque no se sentaba en la silla… que si jugaba a lo bruto… que si no la dejaba trabajar porque hacía tonterías y a ella le daban ganas de reír… Otra oportunidad para seguir abriendo la puerta a la diversidad.

El menor de mis primos también tiene síndrome de Down, aunque ya es un adulto de veintidós años, y me resultaba cuanto menos curioso que a mi hija nunca se le hubiera pasado por la cabeza establecer una similitud entre los dos. No apreciaba sus rasgos distintivos. Ella sencillamente solo veía a dos personas, un niño pequeño y un adulto. La mirada de los niños está intacta y somos los mayores quienes transmitimos las diferencias, reforzamos los valores y establecemos lo que está bien o mal con nuestra actitud.

Un día tocó hablar del síndrome de Down en casa. Mientras pude, huí de la etiqueta hasta que las propias preguntas de mi pequeña me llevaron a la explicación científica de la singularidad de su compañero.

¿Pero por qué él no habla bien todavía, mamá, si tiene ocho años? O ¿por qué no sabe leer? El discurso cambió. Había que ayudar a Nacho, porque aprendía más lentamente, aunque al final lo lograría; no debían reírse con sus travesuras para que no las hiciera más o tener paciencia cuando se cruzara de brazos porque encontrara más entretenido mirar por la ventana. Su maestra estaba haciendo un buen trabajo, pensé. Entre todos tenían que contribuir a la armonía en el aula.

“Pues Nacho es un carota, mamá, porque la seño le deja su iPad y yo también quiero que me lo deje…” No debe ser fácil asimilar que mientras a ti te han mandado hacer una página de sumas, a tu compañero le permiten hacer tareas en el iPad. Pero es la realidad, cada uno tiene unas capacidades y unas necesidades. “Seguramente él trabaja mejor en la tablet y por eso la seño os manda a cada uno lo que sabe que podéis hacer mejor”.

Día a día reajustábamos esa mirada infantil, la visión de la realidad de su compañero de clase para enfocarla en lo esencial, en que todos somos iguales porque nos aceptamos, porque comprendemos que cada persona es única, porque el mundo se compone de personas distintas y entre todos formamos el mundo. Y este tiene que ser habitable para todos. Nacho no es uno más, Nacho es Nacho, y para mí ese es el punto de equilibrio. Desde su singularidad y en su singularidad.

Nacho estudia en el colegio de su barrio, con niños que seguirán cruzándose con él en cualquier esquina o en el parque cuando crezcan y que sabrán comprenderle, sabrán mirarle (la mayoría de adultos de hoy no saben mirar con normalidad, usan eufemismos y se sienten inseguros ante la discapacidad). Pero los niños protagonistas de este artículo han interiorizado que no todos somos iguales, pero que todos somos iguales, y esto no se aprende nada más que de una manera, conviviendo, tratándonos y respetándonos en nuestra diversidad funcional. Son niños que miran con esa mirada que quiero, que deseo para esta sociedad que hoy aún no sabe mirar como hay que mirar.

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No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

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