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Guapos y feos

Antonio Orejudo

Cuando era estudiante de Filología, teníamos un profesor que se dirigía a nuestras compañeras, la mayoría rojillas y hippies, y les preguntaba que por qué no se cuidaban un poquito más. Les pedía que imitaran a las señoritas de Económicas o de Derecho —en su mayoría pijas—, que siempre iban más guapas y arregladas que las de Filosofía y Letras.

¿Son los ricos más guapos que los pobres? En absoluto. Lo que pasa es que los ricos siempre se han alimentado mejor que los pobres, han tenido más tiempo para cuidarse, más dinero para arreglarse los dientes torcidos, y sobre todo los ricos siempre han tenido la sartén del prestigio social por el mango: en todas las épocas de la historia han sido ellos quienes han decidido quién era guapo y quién era feo, qué era elegante y qué era grosero.

Como dice Vargas Llosa, no hay que dejarse impresionar por la muchedumbre que acompañó el féretro de Hugo Chávez por las calles de Caracas. Claro que no. Mucho más impresionante que esa multitud ha sido la minoría que se quedó en casa. Y si no más impresionante, sí más guapa, mucho más elegante que el pueblo, esa cosa compuesta de sujetos patibularios en chándal y señoras culonas con gorra de béisbol que lloran sin pudor la muerte del comandante.

Por ahí, por la sección de belleza, es por donde yo me explico la fobia que El País le tiene a Chávez y el desprecio que los socialdemócratas españoles sienten por eso que ellos llaman, arrugando la nariz, el populismo.

Porque si el odio de la extrema derecha al socialismo estatal de Hugo Chávez entra dentro del orden natural de las cosas, la manía que le han tenido siempre nuestros chicos del centro-izquierda es más difícil de explicar.

Uno esperaría de ellos algo más de simpatía. Al fin y al cabo son de izquierdas y los sucesivos Gobiernos de Chávez, aunque lo hayan hecho todo mal, al menos han reducido notablemente la pobreza en Venezuela. Y, sin embargo, no es así: desde el minuto cero El País ha combatido a Chávez con una saña digna de mejor causa. Como recordaba Isaac Rosa, a Bin Laden lo han tratado mejor.

Lo que más teme nuestra izquierda —nuestra izquierda refinada, esa que defiende la enseñanza pública y matricula a sus hijos en el Liceo Francés— es que el pueblo acabe convirtiéndose en la clase dominante.

Y cuando digo el pueblo no me refiero esa entidad difusa y romántica a la que cantaba Quilapayún, cuyas canciones —el pueblo unido jamás será vencido— han debido de corear varias veces los mismos que ahora acusan a Chávez de populista.

Cuando digo pueblo digo pueblo: la gente que habla a voces en los centros comerciales, las señoras que gritan “guapa” a Su Majestad la Reina, los votantes de Álvarez Cascos, los que degluten palomitas en el cine, los espectadores de Gran Hermano, los padres que insultan al árbitro en los partidos de sus hijos y el público que asiste en directo al programa de María Teresa Campos.

Lo que nuestra izquierda exquisita no soporta es que un gobernante dé poder y dignidad a tanta gente fea.

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