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Reformar la Constitución para alicatar España

María Eugenia R. Palop

Resulta que ahora Rajoy nos amenaza con una reforma constitucional, jaleado por su ministro de (in)justicia, y claramente desesperado con la obstinación catalana, que se le resiste contra todo pronóstico. Después de comprender que la aplicación del art. 155CE, a fin de suspender autonomías, le exigiría controles parlamentarios que solo conoce de oídas, y tras sacar adelante, con el apoyo del PSOE, una Ley de Seguridad Nacional que le permita desmantelar el proceso soberanista a golpe de Decreto, se descuelga con la pretensión de reformular las competencias delegadas a las comunidades autónomas y revisar su financiación. Una propuesta que ha de leerse como el enésimo insulto a la inteligencia de quienes apoyan el giro independentista, como un paso más en la cerril estrategia 'pepera' contra cualquier conato nacionalista, soberanista o federalista. Y es que, francamente, a no ser que esta declaración sea el fruto de un trastorno mental transitorio o de un recalentamiento neuronal, en buena coherencia, del PP no puede esperarse sino una apuesta por la recentralización más casposa. De hecho, ya sabemos que “no gustará a los independentistas” aunque, supuestamente, va a ser el fruto de un “consenso”, cuyo resultado no deberíamos conocer de antemano.

El afán recentralizador del PP ya se demostró con la reforma del art. 135CE (apoyada por un errático PSOE) que erosionó el principio democrático en sentido territorial, desactivando las competencias y limitando la financiación de las instancias autonómicas y municipales. Y también se vio con la última reforma del régimen local (Ley 27/2013, de 27 de Diciembre) que redujo drásticamente las competencias de los municipios (especialmente, las de los más pequeños) impidiendo su ampliación por medio de leyes autonómicas o trasladándolas a las diputaciones provinciales (o similares) que carecen de legitimidad democrática.

En todo caso, no hay que ser un lince para ver el itinerario que nos están marcando. Ni descentralización, ni municipalismo, ni soberanía, ni identidad, ni nada de nada, siempre que hablemos de “periferia”.

Y eso que nuestra Constitución ya dificulta suficientemente cualquier fórmula plurinacional de convivencia (federal y confederal, por mor del art. 145) y repele cualquier idea de autogobierno por liviana que ésta sea. De hecho, la descentralización depende íntegramente del Gobierno central y del Tribunal Constitucional (arts. 148 y ss.), a cuya jurisprudencia recurre ahora este “progresista” Catalá, a sabiendas de que el raquítico texto constitucional se ha complementado con el escaso margen de creatividad y maniobra que se ha adjudicado a sí mismo el alto Tribunal. No hay más que reparar en la sentencia del Tribunal Constitucional de 25 de febrero de 2015 sobre la Ley catalana 10/2014 de consultas no referendarias, en la que, acogiéndose el razonamiento de la minoría discrepante del Consejo de Garantías Estatutarias de Catalunya, concluyó que una consulta de alcance general, se llame como se llame, era a todos los efectos un referéndum y, en consecuencia, no podía ser convocada por ninguna comunidad autónoma. Ya ven qué increíble trabajo de ingeniería jurídica, cuánta innovación, qué sofisticación argumental, y qué carácter crítico.  

Pues bien, aún con todo, a Rajoy se le ha quedado larga la Constitución y escaso el juicio del Constitucional, y ahora lo que propone es una reforma preconstitucional que se una a las que ya viene perpetrando el PP en solitario gracias al uso impenitente de su rodillo mayoritario. Son pocos los derechos que no han sido violados y recortados impunemente en estos años, y no puede decirse que en su proyecto de país el PP contemple un Estado social y democrático de Derecho como el que propugna el Título Preliminar de la Constitución española de 1978.

Lo cierto es que el Gobierno está lejos de pensar, como pensamos algunos, que la Constitución española de 1978 tiene que ser reformada porque ha perdido el pulso de la calle, porque no articula suficientes mecanismos de participación democrática, porque no resulta igualitaria, y porque requiere de mayores dosis de descentralización territorial.

En nuestra Constitución se altera el equilibrio de poderes en detrimento del Parlamento, sede de la soberanía nacional, y en favor del Ejecutivo, que solo puede ser cuestionado a través de una moción de censura constructiva (art. 113). Se dificulta la participación política ciudadana consagrando únicamente el referéndum consultivo (art. 92) que depende del Gobierno (excepto por lo que hace a la reforma constitucional), y se asume una visión muy restrictiva de la iniciativa legislativa popular (art. 87.3), para la que se exige un número de firmas diez veces mayor que en Italia, por ejemplo. Se desarticula cualquier iniciativa republicana o laica gracias al blindaje de la monarquía, del ejército (al que se atribuye la integridad territorial y hasta del propio orden constitucional - art. 8), y de unas relaciones privilegiadas Iglesia-Estado que se prolongan incluso en el ámbito educativo. Se jerarquizan los derechos humanos (art. 53) priorizando los derechos civiles sobre los derechos sociales, es decir, los intereses privados sobre los intereses colectivos y los bienes comunes. Es más, la mayor parte de los derechos sociales se articulan como principios rectores y su efectividad depende de la legislación que los desarrolle, al punto que los ciudadanos no pueden hacer nada frente a la inacción del Gobierno, excepto, claro, esperar a las siguientes elecciones. En nuestra Constitución se consolida un gobierno de, por y para las empresas, la productividad y el consumo. La economía de mercado y libertad de empresa (art. 38) tienen total prioridad frente derecho al trabajo (art. 35); es decir, se apuesta por la libre circulación de capitales, servicios y mercancías, frente a la legislación social. Ahí está, una vez más, la reforma del art. 135 que ha tenido y tendrá un impacto regresivo en políticas sociales, y que no ha sido sino una limitación encubierta de la cláusula del Estado social (que quizá habría requerido del procedimiento agravado del art. 168).

Así que no hay duda de que lo que necesitamos no es este retroceso en el que está pensando Rajoy. Por más que al Partido Popular le duela España, y quiera alicatarla de arriba a abajo, lo que necesitamos ahora es un texto constitucional más democrático, igualitario y descentralizado. Porque es el momento y porque, entre otras cosas, resulta estéril, ofensivo, y hasta esperpéntico, este permanente intento de poner puertas al campo.

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