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El ataque limitado de Israel a Irán rebaja el temor a una guerra total en Oriente Medio
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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Trump y el refuerzo de las dictaduras en Oriente Medio

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu (izq), charla con el presidente ruso, Vladímir Putin (izq).

Leila Nachawati

La admiración mutua que se profesan el presidente ruso Vladimir Putin y el recién elegido Donald Trump propicia una nueva era de relaciones entre Estados Unidos y Rusia, hasta ahora marcadas por el enfrentamiento de los intereses geoestratégicos de ambas potencias. Aunque el presidente de Estados Unidos no es lo único que condiciona la política exterior del país, un cambio de presidente conlleva alteraciones en el equilibrio geopolítico. ¿Qué supondrá esta nueva etapa para Oriente Medio, sacudido por guerras, dictaduras y frágiles procesos de transición? ¿Cambiará sustancialmente la política del nuevo mandatario estadounidense con respecto a las administraciones anteriores?

La campaña de Donald Trump, 45º presidente de Estados Unidos, ha dejado perlas como “vamos a llevarnos todo el petróleo de Iraq” o “prohibiremos la entrada de musulmanes al país”. En lo relativo a Oriente Medio, como en todo lo demás, quienes lo conocen repiten que “el Trump presidente será muy distinto al Trump candidato”, apuntando a que esas declaraciones populistas (muchas de ellas contradictorias e impredecibles) que atrajeron a un amplio segmento del electorado de Estados Unidos no tendrán efecto en la práctica. Aun así, son innegables las diferencias de Trump con el vicepresidente electo, Mike Pence, en los temas más candentes de política exterior, en especial en torno a la relación con el presidente ruso y el acuerdo nuclear con Irán.

A menudo se ha acusado al hasta ahora presidente estadounidense, Barack Obama, de tibieza en su política exterior y en su lucha contra el terrorismo de inspiración yihadista. Lo cierto es que, a pesar de la implicación de su administración en conflictos como el de Yemen, apoyando la coalición liderada por Arabia Saudí, el gobierno estadounidense trató de desmarcarse en los ocho años de su mandato de la política abiertamente belicista de su predecesor, George W. Bush, responsable de la invasión y el desmembramiento de Irak.

Más allá de una retórica que buscaba contraponerse a la del gobierno ruso y proyectar una imagen de equilibrio de fuerzas, el gobierno de Obama permitió en la práctica, especialmente durante los últimos años, un avance sin apenas obstáculos de las estrategias militares y políticas de Putin.

“Aniquilaremos a los yihadistas y a sus familias”

El mejor ejemplo de esta distancia entre la retórica y los hechos sobre el terreno de la administración Obama ha sido Siria, donde Putin ha desplegado una política inamovible de apoyo al régimen de Bashar al-Asad, garante de sus intereses en el país. Mientras Rusia e Irán no han escatimado esfuerzos en sostener la dictadura de Asad, Obama ha seguido una política errática e inconsistente, prometiendo a distintos grupos contrarios a Asad armas que no llegaban, anunciando una zona de exclusión aérea que nunca se materializó y ofreciendo financiación a grupos dispares –e incluso contrapuestos– de la dispersa y descentralizada oposición al régimen sirio.

Esta política errática contribuyó al debilitamiento de la oposición a Asad, aislada y abandonada por el resto del mundo, mientras la dictadura se mantenía, sostenida solo por el apoyo militar de Rusia e Irán, y Daesh (ISIS) crecía, alimentado por la ocupación de Irak y la impunidad desatada en Siria.

No es difícil predecir que las críticas cada vez más tibias de EEUU a Asad, re-legitimado por el monstruo barbudo que su régimen contribuyó a crear, amainarán con el gobierno de Trump y su cercanía a Putin, si el vicepresidente Pence no lo impide. El nuevo líder estadounidense ya anunció durante la campaña electoral su intención de “aniquilar a los terroristas y a sus familias”, en unos discursos en los que las distinciones entre civiles y combatientes desaparecían. En un mensaje en Twitter en agosto de 2013 desvelaba su visión del conflicto, aludiendo a toda la oposición a Asad como terroristas e identificándolos con los que atacaron Nueva York el 11 de septiembre de 2001:

“Recordad, todos estos 'luchadores por la libertad' en Siria quieren estrellar aviones contra nuestros edificios”

“La oposición a Asad ya no tiene a quién recurrir”, titulaba The Guardian tras la victoria de Trump. El propio Asad declaraba el mismo día su satisfacción con los resultados y ofrecía al nuevo presidente su colaboración.

Trump y los “hombres fuertes” de Oriente Medio

No sólo Asad y Putin aparecen reforzados tras la victoria de Trump, como figuras que este admira, “hombres fuertes” y sin escrúpulos en su modo de controlar sus países. Horas después de conocerse los resultados, el dictador egipcio Abdelfatah al-Sisi ofrecía sus felicitaciones y apoyo al nuevo presidente. Son conocidos los intentos de Sisi, que llegó al poder tras un golpe de estado en 2013, de legitimarse internacionalmente, a veces con campañas grotescas que provocan chistes y parodias entre la población egipcia y de la región, pero parece claro que ese mismo paraguas de la “lucha contra el terror islamista” que utiliza Sisi para silenciar cualquier forma de disidencia en el país encontrará más apoyo, si cabe, en los Estados Unidos de Trump.

También en Libia parece que saldrá reforzado el “hombre fuerte” de la guerra. Como explica el periodista Javier Martín, en Libia ha ido ganando poder el mariscal Jalifa Hafter, un exmiembro de la cúpula que aupó a Gadafi al poder y que fue reclutado por la CIA en años posteriores. Hafter, convertido en la autoridad en el este del país con ayuda de Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Arabia Saudí y Francia y acusado de crímenes de guerra, fue de los primeros en hablar con Trump tras su victoria. “Si se confirma la sintonía internacional entre Trump y Putin, es casi seguro que el conflicto libio va a experimentar un cambio absoluto, y no será en la dirección de la aspiración democrática”, cita el mismo artículo.

Y si el dictador egipcio y el mariscal libio representan esa mano dura que tanto parece gustar a Trump, es también conocida su admiración por la figura del presidente turco, Recep Tayeb Erdogan, que en los últimos meses ha recrudecido su persecución de opositores políticos, periodistas y defensores de los derechos humanos, en especial contra la población kurda. Los elogios entre ambos líderes, sobre todo en la gestión del fallido golpe de estado en Turquía, han sido frecuentes en los últimos meses.

Mientras que los gobiernos autoritarios de Oriente Medio desplegaban sus saludos y felicitaciones al nuevo presidente, es aún más significativo a quién llamó Trump primero como presidente electo. Fue el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu quien recibió esa primera llamada, que contrasta con la que hizo Barack Obama al representante de la autoridad palestina Mahmud Abbas tras ganar las elecciones en 2008. No puede decirse que Obama, que superó el récord de ayuda militar a Israel, haya hecho mucho por los palestinos, ni que Hillary Clinton augurase unas políticas menos alineadas con Israel, pero Trump promete llevar el apoyo a la ocupación israelí a otro nivel. Ya ha anunciado que moverá la embajada estadounidense a Jerusalén como capital del estado israelí, una decisión sin precedentes en las últimas décadas.

Como recogía el diario Al Quds al-Arabi el 11 de noviembre, Trump ha dejado claro que se alineará con la propuesta israelí de “negociación sin injerencias internacionales”, un planteamiento que en la práctica aísla a los palestinos y los somete a la política de hechos consumados israelíes. “Israel y el pueblo judío se merecen que nadie interfiera”, podía leerse en la carta enviada por el presidente estadounidense al periódico Israel Hayom, en la que se centraba en la “relación inquebrantable” de su país con Israel mientras obviaba la mención a los palestinos. “Israel es la única democracia de Oriente Medio y el único en la región que defiende los derechos humanos”, señaló, un eslogan que suele utilizar Israel ante el cuestionamiento de sus políticas. Todo apunta a que Putin se sumará a esa alianza, en un contexto de refuerzo de los lazos entre Rusia e Israel.

“Las autoridades iraníes están inquietas”

Se abren, desde luego, muchos interrogantes. ¿Cómo conciliará Trump la posible tensión de su alianza con la Rusia de Putin con su retórica antiiraní y los lazos con Arabia Saudí? “Durante la campaña, Trump anunció repetidamente que si ganaba cancelaría el pacto nuclear con Irán, y ahora las autoridades iraníes están inquietas”, explica el defensor de derechos humanos y consultor sobre Oriente Medio Nasser Weddady en conversación con eldiario.es. “Creo que la posición de Trump será muy similar a la china: sin aspiraciones de estar basada en principios y centrada sólo en el beneficio. Una versión siglo XXI de la diplomacia mercantilista y de los cañones”.

También se abre un camino lleno de interrogantes con respecto a Irak, un conflicto provocado por la administración Bush del que Obama no consiguió librarse pese a sus proclamas antibelicistas. Dado que el actual gobierno iraquí depende a la vez de Estados Unidos y de Irán, ¿propiciará esto un acercamiento entre ambos países, pese a la retórica antiiraní de Trump? La lucha contra Daesh en el país continuará, sin duda, con el nuevo gobierno estadounidense.

El nuevo presidente de Estados Unidos tiene poca experiencia en política internacional. Es el primer presidente del país que no ha ocupado un cargo político anteriormente ni servido en el ejército (es conocido por escabullirse del alistamiento obligatorio durante la guerra de Vietnam) y su relación es tensa con figuras del establishment republicano como el vicepresidente Mike Pence. Pero aunque Trump suavice su retórica islamófoba a medida que adquiera experiencia en el cargo, aunque sus políticas sobre el terreno se alejen de sus declaraciones en campaña, y aunque dentro de su propio partido se impongan otras tendencias, la victoria de Trump es sin duda la victoria del statu quo en Oriente Medio.

Cuestiones relacionadas con reformas, procesos democráticos o derechos humanos seguirán perdiendo peso en favor de la retórica de lucha contra el terrorismo y respaldo a los “hombres fuertes” de la región que garanticen los intereses de Israel, relaciones económicas fructíferas con Estados Unidos y mano dura en el control de sus poblaciones. El apoyo de EEUU a gobiernos autoritarios, sus campañas militares, sus abusos de los derechos humanos y su desprecio de los agentes de cambio pueden avivar el incendio en la región y provocar un auge aún mayor de extremismos como el de Daesh, que se alimentan de la retórica del odio al otro. La sociedad civil de la región, la gente que salió a la calle para reclamar justicia y derechos en 2011, la gente que todavía hoy aspira a tener gobiernos representativos y respetuosos de los derechos humanos, estará cada vez más sola y aislada. Necesitarán, más que nunca, de toda la solidaridad ciudadana internacional que puedan recibir.

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