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Si el caballo vive, la historia muere

Duke y Chris.

Alba Muñoz

¿Dónde van los reportajes fracasados? Me hago esta pregunta desde que conocí el caso de una historia que murió, fue enterrada y sigue teniendo pulso. Quiero contarla hoy por primera vez. Va de un caballo llamado Duke y de un joven fotoperiodista en Estados Unidos.

El octubre pasado Guillem no podía creer que le hubieran becado para el Missouri Photo Workshop, el mítico curso que lleva celebrándose desde 1949 y que fundó el profesor de periodismo Cliff Edom. De Edom se dice que fue el padre del fotoperiodismo porque inventó la palabra fotoperiodismo. Antes de él, a estos profesionales se les llamaba reporteros gráficos o simplemente, fotógrafos.

Más que una clase magistral o un congreso, el Missouri Photo Workshop es un campamento de supervivencia en el que los participantes se enfrentan a la América rural. Allí donde aparentemente reina el tedio y no ocurre nada, los fotoperiodistas deben encontrar buenas historias y contarlas en imágenes. Las reglas, además, son las mismas que en 1949.

Los participantes del siglo XXI tienen los disparos tan limitados como sus antecesores, que utilizaban carrete. Al final del día deben entregar las tarjetas de memoria sabiendo que si borran una foto, quedará registrado. Por último, una treintena de editores gráficos de grandes medios norteamericanos vigilan todos sus movimientos. Cualquier intento de manipulación de la realidad será descubierto. Cualquier trabajo brillante será recordado.

Cuando Guillem llegó a Cuba, Missouri, ya conocía algunos datos básicos de la ciudad. 3.000 habitantes, blancos casi en su totalidad. Cuba está ubicada en la Ruta 66 y es conocida por tener la mecedora más grande del mundo (récord Guiness). Su gente vive del ganado y de la fabricación de barriles. Destacan los bocadillos de albóndigas del Frisko’s y el elevado índice de adictos a la metanfetamina.

Una tarde Guillem decidió visitar la redacción del periódico local. Mientras hablaba con una periodista, se acercó Tamara, Tami, la maquetista. Tami comentó que su marido Chris era cowboy, y que la noche anterior alguien había atacado a uno de sus caballos. Sugirió que, si lo deseaba, Guillem podía hacerle una visita. Pero le advirtió de que su marido era duro de oído y que no era muy avispado. Quizá tendrían problemas para entenderse.

Al cabo de una hora Guillem ya viajaba en el asiento de copiloto de la pick up de Chris Spurgeon. El tipo era alto, con gorra, bigote de Hulk Hogan. Las suelas de sus botas estaban llenas de estiércol. Cuando Chris le invitó a entrar en su establo Guillem vio a Duke, un inmenso caballo de color marrón oscuro llamado tendido en el suelo. Resoplaba y parpadeaba con tristeza. Las venas de su vientre y una de sus patas estaban hinchadas.

Hacía dos noches, un intruso había saltado la valla del racho de Chris y había perseguido al caballo. El vaquero desconocía el motivo, pero no era la primera vez que los drogadictos de la zona robaban medicación equina. Duke debió entrar en pánico y eso le provocó una de las lesiones más complicadas para su especie: la rotación de hueso. Cuando los caballos se estresan, sus tobillos pueden hincharse y el hueso llega a girarse, provocándoles una grave lesión.

Duke no era cualquier caballo y Chris no era cualquier cowboy. A los 10 años, Chris ya había montado su primer toro. También había sido cowboy profesional y payaso de rodeos. Era experto en break a horse, como se conocen las primeras maniobras de acercamiento para domar un caballo. El hombre calculó que unos 300 corceles habrían pasado por sus manos a lo largo de su vida, pero Duke era único para él, lo fue desde el primer momento.

El caballo nació en el mismo establo que ahora le veía agonizar. Tras deshacerse de la placenta, el potro avanzó torpemente hacia Chris, que estaba de cuclillas observando el parto. Duke empezó a darle cabezazos en una pierna, dejando a su madre atrás. Asombrado, Chris se sentó en el suelo y el caballo posó su cabeza sobre él. Esto no solo era inaudito en un caballo recién nacido; Duke, además, era un semental de stout, una raza rebelde que había acompañado a los nativos americanos durante siglos.

Con la palma abierta sobre su cuello, y delante del fotoperiodista, Chris empezó a llorar. Duke era su mejor amigo y tendría que sacrificarle. Tendría que llevarlo a un lugar bonito, dispararle un tiro entre los ojos y enterrarle allí mismo. Lo haría con sus propias manos. Si la radiografía confirmaba su temor, tendría que matar a su mejor amigo, repetía. Duke no podía ser un caballo lisiado y él no se fiaba de los veterinarios. Guillem podría acompañarle a la clínica y podría estar presente en el momento del disparo.

En cuatro días, el fotoperiodista tendría la oportunidad de documentar un arco narrativo perfecto. Una relación de amor entre un humano y su caballo, un clímax de tensión y un desenlace fatal pero hermoso, sumamente poético. Cuando expuso su tema a los editores de National Geographic, estos se quedaron boquiabiertos. Le dijeron que si lo hacía bien, el reportaje perduraría para siempre. Guillem aún no había empezado a hacer fotos y la historia ya estaba viva, ya emocionaba a aquellos que la conocían.

Ser capaz de transmitir tantos sentimientos era un reto, pero tendría que enfrentarse a un riesgo mayor: ¿qué ocurriría si el diagnóstico de Duke era favorable?

Guillem empezó a acompañar a Chris a todos lados. A buscar arena con el tractor para esparcirla en el establo, a la gasolinera, a por calmantes, a su casa llena de trofeos y herraduras, al restaurante chino y a su garaje, donde una pegatina rezaba Beware redneck. Supo que Chris fumaba cigarros y también mascaba tabaco, que se enorgullecía de ser un hombre de campo, que para él eso significaba ser autosuficiente y no depender de ayuda del estado. Como mucho, dijo, pedía ayuda a sus vecinos. Chris vivía con su mujer Tami y su madre, enferma de Alzheimer. Al ver a Guillem, la señora dijo: “¿Quién es ese hombre tan apuesto?”. Pero el fotoperiodista se sentía incómodo, a mascar un dilema.

Sabía que su reportaje dependía del sacrificio de Duke. Incluso había visualizado la fotografía del disparo, y la del entierro. Si el caballo vivía, su historia moría. Apenas le quedaban tres días en Missouri: eso no le proporcionaba el tiempo necesario para hacer de su recuperación un relato interesante, ni para documentar la profunda relación con Chris.

“¿Qué deseas?”, se preguntaba. “¿Soy tan cínico como para preferir que se muera?”, “no sé qué sentir”.

Por las noches se debatía. Por un lado, tenía la oportunidad de acompañar al vaquero en uno de los trances más difíciles de su vida. Había conocido a Chris y él estaba conforme, incluso le enorgullecía que Guillem pudiera retratar los últimos momentos de Duke. Pero al mismo tiempo, era cruel desear que el cowboy perdiera a su mejor amigo. Duke era un animal hermoso y merecía volver a correr.

El día del diagnóstico, Chris estaba aterrorizado. Lloró tras sus gafas de sol, escondido en el remolque donde había transportado a Duke. Cuando entró a la consulta con los puños cerrados, el veterinario dijo que se recuperaría. Chris soltó aire y empezó a reír.

Los días siguientes, Guillem siguió acompañándoles. Duke reposaba en el establo y Chris, aliviado, volvía a sus quehaceres. Su historia había fracasado y había perdido una oportunidad. Los editores le decían que no era su culpa y que había hecho lo que estaba en su mano, pero le escocía, aún le escuece.

El último día del taller se celebró una gran exposición en un pabellón de deportes. Chris vino con su gorra entre las manos, Tami le acompañaba. De pronto, los asistentes identificaron al cowboy y empezaron a preguntarle por la salud de Duke. Chris los atendía hinchado de ilusión, contaba la historia señalando una tras otra las fotografías.

Dos meses después de su vuelta a España, Guillem recibió un correo de Tami. Habían sacrificado a Duke ese mismo día. Le agradecían las fotos que les había mandado, y que hubiera estado con ellos durante aquella semana en Cuba.

En ese momento Guillem se sintió devastado, mucho más triste que cuando asumió que la beca en Estados Unidos no iba a dar frutos. Oyó el bang en su cabeza y se estremeció, se preguntó qué hubiera sentido al fotografiar ese sonido, al ver la cara de Chris. Puede que este fotoperiodista no sepa aún que su dilema no fue inhumano, sino todo lo contrario, que la realidad es repentina como un caballo a la sombra de un establo. Y que un reportaje fracasado también puede ser una gran historia.

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