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El caso Ollero y la lotería constitucional

Rafael Escudero / Rafael Escudero

Anda el mundo político un tanto revolucionado estos días por el hecho de que sea el magistrado Andrés Ollero el ponente de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la nueva ley del aborto aprobada en la pasada legislatura. Destacado miembro del Opus Dei, catedrático de Filosofía del Derecho y exdiputado del Partido Popular, su posición sobre el tema es sobradamente conocida desde hace muchos años.

Vaya por delante que no siento ninguna simpatía ni por Ollero ni por su ideología. Pero también es verdad que quienes pactaron con el PP su elección como magistrado del Tribunal Constitucional ya conocían quién era y lo que pensaba. Por ello, sorprende --y mucho-- que ahora se rasguen las vestiduras y clamen por la abstención o inhibición de Ollero en el caso debido a su ideología extrema sobre el aborto. No obstante, además de lamentos, de este caso podemos extraer algunas enseñanzas.

El Tribunal Constitucional resuelve los recursos que se interponen contra leyes de cuya constitucionalidad se duda por parte del sujeto recurrente. En el caso que nos ocupa, el tribunal tendrá que decidir si la nueva ley del aborto respeta o no el derecho a la vida contenido en el artículo 15 de la Constitución, dado que este es el derecho que se considera vulnerado por parte del PP, teniendo en cuenta además los valores constitucionales de la libertad, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad de la mujer.

Todos los términos en juego tienen una carga valorativa fuerte y su interpretación siempre dependerá de los anteojos ideológicos con los que se miren. Es claro que conceptos constitucionales como vida, libertad, dignidad o autonomía no se leen igual por un miembro del Opus Dei, un liberal, una feminista o una militante de izquierdas. Y de esa lectura dependerá su opinión sobre la constitucionalidad de la ley. more

En este contexto, pretender que los magistrados se abstengan de resolver casos por su ideología es francamente descabellado. Hoy es este supuesto, pero mañana puede pasar lo mismo con una magistrada claramente contraria a la reforma laboral que también está recurrida en el tribunal o con otro que, por ejemplo, entienda que los derechos sociales son intromisiones en la libertad económica y que, por tanto, no merecen igual protección que esta última, por citar tan solo un par de posibles ejemplos.

Los magistrados del TC no son técnicos que de una manera aséptica y pura se acercan a los conceptos constitucionales que deben interpretar. Son personas con ideas, creencias y valores; en suma, con una forma de ver y entender el mundo que ineludiblemente se plasma en su labor. Por tanto, cuando se apela a los criterios estrictamente jurídicos para resolver los casos constitucionales, hay que tener bien claro que su resolución incluye manejar los argumentos de índole moral, sin que pueda trazarse una nítida línea de separación entre técnica e ideología, entre Derecho y política.

Por mucho que pueda escandalizar, el TC es un órgano político. De configurarlo así se encargó la propia Constitución, que estableció un sistema de nombramiento de sus miembros que exige el acuerdo entre los dos grandes partidos. De sus doce magistrados, ocho se eligen por un criterio tan político como es contar con la mayoría de tres quintos del Parlamento (cuatro por cada Cámara). Y de ahí el baile bipartidista de reuniones, propuestas de nombres, pactos y acuerdos al que asistimos cada vez que toca renovar a los magistrados. PP y PSOE son plenamente conscientes de que, al final, la Constitución es lo que dice la mayoría del TC y por ello se afanan para sentar en él a juristas afines --o, por lo menos, sensibles-- a sus respectivos intereses y programas políticos.

La experiencia acumulada sobre el funcionamiento del TC ha mostrado que son escasísimos los casos en que los magistrados se saltan la disciplina del partido que los propuso para el cargo. En la lotería en que se ha convertido la justicia constitucional es fácil acertar. Basta con contar el número de magistrados propuestos por cada partido para saber cómo va a terminar la votación y si la ley será declarada constitucional o no. Así ha sucedido desde los inicios del tribunal y nada hace pensar que vaya a cambiar en el futuro.

A esta lotería constitucional da pie el sistema diseñado en 1978. Un sistema que ya no se sostiene ni a sí mismo, pero que permite que los dos grandes partidos se repartan cargos institucionales como estos, mientras que el resto de los partidos contempla el juego como meros espectadores, con alguna concesión --eso sí-- a los nacionalistas catalanes y vascos. Dado este sistema, lo único que cabe pedir a los magistrados es que argumenten y fundamenten sus decisiones y que, a ser posible, mantengan un grado de independencia respecto al partido que les eligió. No obstante, se trata de un deseo o una aspiración más ideal que real, más moral que jurídica, dado que al final sus decisiones sobre la constitucionalidad de las leyes son irrevocables. Dicho en pocas palabras, nadie vigila al vigilante.

Finalmente, lo que sí cabe decir a quienes ahora se llevan las manos a la cabeza con Ollero es que, en vez de lamentarse, deberían haber jugado mejor sus cartas. O que, de una vez por todas, dejen de jugar y se pongan del lado de quienes trabajan por un nuevo proceso constituyente que cambie radicalmente las deficiencias de este modelo.

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