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La cultura cuenta

Marcelo Expósito / Rubén Martínez Moreno

Miembros de la Coordinadora del Eje Cultura de Guanyem Barcelona —

“La cultura cuenta”. Así lo afirmaba James D. Wolfensohn en 1999 cuando, siendo presidente del Banco Mundial, impulsó una concepción de las políticas culturales como recurso para el desarrollo económico. Desde entonces hasta ahora, hemos asistido a la creciente aplicación internacional de parámetros económicos neoliberales a la producción, distribución y consumo de bienes y servicios culturales. Pero antes del cambio de siglo, la cultura venía cumpliendo también una función dinamizadora en ciertos modelos neoliberales de desarrollo urbano y regional. En suma, hace varias décadas que la cultura ha venido sirviendo como instrumento para gobernar nuestras sociedades y para mercantilizar nuestras ciudades. No escasean los ejemplos cercanos. Ahí tenemos las diversas políticas culturales que después de la Transición Democrática sirvieron en España para construir un imaginario de modernización socialdemócrata, en Cataluña para reforzar un esencialismo identitario nacionalista y en Barcelona para rehacer la ciudad y hacer de ella una marca.

Barcelona ha sido reconocida internacionalmente como un laboratorio de la cultura en tanto que recurso para la remodelación urbana y para vender una identidad propia en el mercado competitivo de las ciudades globales. Exactamente el mismo año de las declaraciones arriba citadas sobre la nueva función de la cultura en las políticas del Banco Mundial, el Ajuntament de Barcelona aprobaba su primer Plan Estratégico de la Cultura, inmediatamente posterior a la creación del Institut de Cultura de Barcelona (ICUB) en 1996. El plan buscaba fomentar que toda una serie de recursos culturales tuviera un papel central en la construcción de Barcelona como una capital global. Este Plan suponía una adaptación de la visión que entonces era hegemónica sobre las “industrias creativas” como estrategia política y de mercado, de acuerdo con el modelo anglosajón que instauraba ese documento ya histórico que fue el Creative Industries Task Force emitido en 1998 por el primer Gobierno británico de Tony Blair. Dicho informe ejecutaba una reversión crucial: transformaba el concepto de “industria cultural” (un enfoque crítico sobre la función de la cultura en la manipulación de masas, propuesto en la década de 1940 por los filósofos marxistas alemanes Adorno y Horkheimer durante su exilio en Estados Unidos), convirtiéndolo en las “industrias creativas”. No se trataba de un cambio conceptual meramente especulativo: las industrias creativas venían en auxilio de la incertidumbre económica, el desempleo masivo y la tensión social que provocaban las oleadas de desindustrialización requeridas por la mutación del modelo de producción capitalista a escala global.

En el caso de Barcelona, estos planes no se dibujaban en el aire. Ponían en valor institucional y económico el rico humus de una ciudad donde las contraculturas y las experimentaciones vanguardistas, así como unas estructuras incipientes de empresarialidad cultural, habían proliferado notablemente desde la década de 1960. Dicho de otra manera, el modelo global de las industrias creativas, tanto como la planificación estratégica barcelonesa, buscaban instaurar procesos que fomentasen de manera controlada tejidos metropolitanos “creativos”, donde las elaboraciones críticas o vanguardistas de la cultura se ponían al servicio de la construcción de una ciudad-empresa y una ciudad-marca competitiva en el nuevo mercado de la globalización. El primer Plan Estratégico de Barcelona declaraba así la estrecha relación entre cultura y sector turístico, programando la función que los grandes eventos culturales tendrían para impulsar la imagen exterior de Barcelona. Ello se concretó en el año Gaudí (2002) o el año del Diseño (2003), en un arco temporal de grandes acontecimentos que se podría considerar que tiene su primer prototipo en los Juegos Olímpicos de 1992 y culmina en el Fórum Universal de la Culturas de 2004. Un ciclo histórico en esta ciudad cuyo declive actual va de la mano del colapso de un modelo de gobernanza urbana centrada en una promoción ambigua de la “participación”, entendida ésta como un mecanismo que buscaba implicar al conjunto de la ciudad en la producción de un imaginario de progreso teñido de “cultura”, cada vez más guiado por el vector de los intereses empresariales y financieros.

En 2006 se lanzó un segundo Plan Estratégico de la Cultura en Barcelona (Nuevos acentos 2006). Más amable en su formulación que el anterior, este segundo plan mostraba una tensión contradictoria entre la apelación a la cultura como “excelencia”, el fomento de la “industria” cultural y su función “social” integradora. Pero este documento se mostraba significativamente ciego ante la complejidad de la situación histórica general a la que buscaba inútilmente responder: la crisis económica y de régimen político que ahora vivimos, que el documento es negligente a la hora de identificar. Esta crisis sella el cierre de ese ciclo donde la cultura ha jugado un papel ambivalente. Ha supuesto un instrumento para el desarrollo económico, la modernización urbana y la integración social, pero también, de manera indisociable, para la experimentación con unas formas de gobierno donde la “participación” y la “creatividad” controladas de la ciudadanía han desactivado el protagonismo de ésta, para acabar cediendo casi por completo el gobierno de la metrópolis a poderes no democráticos.

En resumen, la constelación compleja que actualmente engloba el concepto “cultura” está lejos de la función elitista a la que se redujo en otros momentos históricos. Ha asumido durante las últimas décadas un papel destacado en los procesos sociales, más determinante de lo que suele reconocérsele desde las visiones críticas de la política o por parte de los movimientos protagonistas del cambio social. La crisis de las políticas culturales institucionales vigentes durante las décadas pasadas es inseparable de la crisis general económica y de régimen a la que actualmente la ciudadanía nos enfrentamos. Tener todo ello en cuenta resulta vital a la hora de pensar cuál ha de ser la “nueva política” de la cultura en la actual revolución democrática que impulsamos.

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