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El lado luminoso de la fuerza en la política y la vida

Olga Rodríguez

Hay una imagen que convive conmigo desde hace años. Es el recuerdo de una mujer en un hospital de Bagdad, en 2003. La guerra pegaba fuerte y las bombas estadounidenses habían dejado terribles secuelas físicas y psicológicas en la población.

Los doctores practicaban operaciones quirúrgicas en el propio hall del hospital, en el suelo, ante la falta de espacio por la avalancha de heridos. El jardín se había convertido en un cementerio improvisado donde los propios médicos cavaban zanjas para los muertos y en ellas colocaban cartones con los datos de los fallecidos:

“Niña anónima de unos seis años encontrada en el barrio de Adamiya, llevaba vestido azul”.

O: “Familia con tres niños encontrados en Karrara, tras un bombardeo. Sin datos”.

En los pasillos del hospital la gente iba y venía como autómatas. Desde cualquier lugar se oían los gritos de los heridos y de los familiares de las víctimas. Yo llevaba casi tres meses en el país y la guerra se me había metido muy dentro.

Fue entonces cuando la vi. En la sala de maternidad. Ella sostenía en sus brazos a su bebé nacido prematuramente y me pareció que a su alrededor brillaba una luz diferente. ¿Qué había en esa mujer que tanto me llamaba la atención? Enseguida me di cuenta: estaba sonriendo en una ciudad en la que casi nadie sonreía desde hacía muchas semanas.

Fuera, en la calle, la guerra proseguía. Pero ahí dentro, en ese instante, esa hermosa mujer era capaz de mantener una sonrisa, como si no existiera nada más en el mundo, o quizá como si tanto amor pudiera vencer a la guerra que continuaba al otro lado de las ventanas.

Aquella imagen me recuerda hasta hoy la potencia del amor frente a la guerra, la fuerza de los afectos frente a la violencia, la contundencia de la sonrisa ante la agresividad. No creo que sea casual que fuera una mujer quien la protagonizara.

Desde el 15M hasta ahora se habla cada vez más de la necesidad de feminizar la política y la vida. Las guerras han sido tradicionalmente cosa de hombres, no solo las de los fusiles y misiles, también las otras, las que se libran por dinero y poder en los lugares de trabajo, en los hogares, en la política. La servidumbre del patriarcado se impone en diversos escenarios y obliga tanto a hombres como a mujeres a comportarse con agresividad, como si el sentido último de la vida fuera quedar siempre por encima.

Frente a eso se están introduciendo en nuestra sociedad otras formas, otros mensajes, otros valores que priorizan los derechos humanos y la felicidad concreta de la gente frente a la abstracción de la victoria. Ada Colau, Mónica Oltra o Manuela Carmena -junto con muchos hombres- son algunas de las figuras que representan y reivindican esos modos más serenos, más pacíficos, más sensatos. “Hay otra manera de hacer política, una política distinta, relacionada con la concertación, con la paz, la eficacia…”, dice Carmena a menudo.

Ada Colau lo expresaba así recientemente en un mitin electoral: “Hay una potencia transformadora imparable, que tiene que ver con la feminización de la política, poniendo la cooperación por delante de la competitividad, la empatía como máximo valor, los cuidados, la vida y la dignidad de la gente como máxima prioridad, para felicidad de todos y todas”.

Ni la cooperación ni la empatía son exclusivas de las mujeres. Evidentemente hay hombres poco competitivos y agresivos y mujeres que lo son, y mucho. Pero en un mundo patriarcal la masculinidad -referida no al sexo, sino a una posición socialmente construida- ha encarnado y representado valores de dominación y competitividad y es en ese sentido desde el que Colau y tantos otros reivindican la feminización.

Las mujeres que conciben la empatía y la cooperación como máximas prioridades han sido clave en los movimientos sociales de los últimos años, en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y ahora en la política institucional, hasta el punto de que Pablo Iglesias dice haber aprendido de Ada Colau o de Carmena a “reivindicar el cambio con una sonrisa, con más pedagogía, con un estilo menos agresivo”.

Algo está cambiando. Es la irrupción del poder concebido de otro modo, imprescindible para que nos entendamos más y nos enfademos menos. Ninguna transformación será suficiente si no mejora nuestras relaciones humanas, si no nos suaviza, si no nos hace más felices.

Como dirían los guionistas de la nueva entrega de la saga de las galaxias -quien la haya visto entenderá por qué la menciono-, hay un despertar del lado luminoso de la fuerza. Y ese despertar es capaz de dar lecciones vitales en medio de la agresividad que vivimos cotidianamente. Solo así se puede ganar de verdad: sin que la competitividad nos devore, sin que el camino nos pierda, sin que la lucha nos corrompa. No hay nada más revolucionario que una sonrisa de amor en mitad de una guerra. Y de eso hay mujeres que saben mucho.

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