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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Propinas, ascensor social y lucha de clases

Isaac Rosa

¿Puede un camarero llegar a viceprimer ministro? John Prescott lo hizo en el Reino Unido, convirtiéndose en el número dos de Tony Blair; pero arrastró toda su carrera política el peso de aquella bandeja en la que tantos cafés sirvió durante años. En la Cámara de los Comunes, cuando Prescott se levantaba para intervenir, un diputado de la bancada tory solía hacer la broma de pedir en voz alta algo para beber. Las burlas clasistas se multiplicaron cuando Prescott ingresó en la Cámara de los Lores. Los columnistas graciosillos de la prensa conservadora que especulaban sobre cómo le sentaría la noble capa de armiño a un camarero eran aplaudidos por los lectores en las ediciones digitales, que en los comentarios ofrecían una propina al nuevo Barón Prescott.

Todo lo anterior lo cuenta Owen Jones en un libro recientemente traducido en España, y que todos deben leer en estos tiempos en que la mayoría regresamos a empujones a la clase trabajadora de la que creíamos haber salido: Chavs, la demonización de la clase obrera. Y viene a cuenta a la hora de abrir una reflexión sobre la propina, como me piden los amigos de Diario Kafka. La propina, esa parte del dinero insertada en la costumbre y que algunos nunca hemos sabido bien cómo considerar. ¿Es la propina una cortesía que reconoce el trabajo y beneficia al que la recibe? ¿O por el contrario es un residuo clasista que denigra a quien merecería un sueldo digno en vez de calderilla caritativa?

Antes de que me gane un escupitajo en la próxima cerveza, debo aclarar que yo sí doy propina. No tengo muy clara la respuesta a la pregunta anterior, pero aplico lo de in dubio pro operario, así que acabo dejando ese pellizco que en algunos países está institucionalizado y fijado en porcentaje, incluso exigido o hasta cobrado en la factura sin elección posible, y que entre nosotros queda a voluntad del consumidor.

He discutido varias veces con amigos —incluso con amigos que en su trabajo reciben propinas— sobre la conveniencia o no de dar propina, y siempre hay dos palabras que aparecen en toda discusión: clasismo y dignidad. Veamos.

Que la propina es una costumbre clasista parece obvio. Solo la reciben los trabajadores, y entre ellos aquellos de profesiones que más claramente implican una relación de poder no solo entre patrón y trabajador, sino también entre trabajador y cliente: camareros, peluqueros, taxistas, botones o repartidores. La propina en esos casos parece una forma vertical de subrayar la condición servicial de una parte y la posición exigente de la otra. De hecho, puede servir para reforzar un mal muy de nuestro tiempo, devastador para la solidaridad entre trabajadores: la tiranía del cliente, el sometimiento de todos a la ley suprema de “el cliente siempre tiene la razón”, que suele ser la forma en que la empresa desliza su propia responsabilidad: “Ah, lo siento, no soy yo quien te exige llevar una pizza en moto bajo un aguacero a las doce de la noche; es el cliente, que siempre tiene razón, y para eso paga”. Y deja propina.

Siguiendo el argumento clasista, vemos cómo por arriba los directivos, los altos ejecutivos, los oficiales no reciben propinas. También para ellos hay recompensas, pero el suyo es territorio de bonus, stock options, beneficios, aportaciones al plan de pensiones. Y bajo la mesa, las comisiones, el corrupto que se lleva ese famoso 3% (fijado en porcentaje como en algunos países la propina). En cambio la propina del trabajador parece una forma de transparentar, aunque sea muy levemente, algo que nunca vemos pero que está en la base del sistema capitalista: la plusvalía, esa parte del trabajo de la que se apropia el capital y que está en el origen de su acumulación.

En cuanto al otro argumento, la dignidad, es verdad que no conozco ningún camarero o peluquera que considere indigno recibir una propina. Ninguno la rechaza. Pero sí sé de trabajadores que en momentos revolucionarios tomaron la propina como una afrenta. En la Revolución Rusa, por ejemplo, cuenta John Reed en su Diez días que estremecieron el mundo cómo en 1917, en los meses previos a la toma del poder por los bolcheviques, «los criados y camareros se organizaron y renunciaron a las propinas. En todos los restaurantes pendían carteles que decían: “Aquí no se admiten propinas” o “Si un trabajador tiene que servir la mesa para ganarse el pan, eso no es motivo para que se le ofenda con la limosna de una propina”».

Más próximos a nosotros, en los primeros meses de la Segunda República hubo varias huelgas de camareros, algunas muy prolongadas en el tiempo. En todos los casos exigían una jornada laboral de ocho horas, un jornal de cinco pesetas… y la prohibición de las propinas.

El rechazo a las propinas ha sido siempre el reverso de la exigencia de un sueldo suficiente. Y ahí está el problema con la propina: que permite al empresario mantener un nivel salarial inferior, amortiguando el descontento del trabajador con la compensación de la propina. En algunos países, de hecho, la propina es todo el ingreso que recibe el empleado, carente de nómina. Entre nosotros el bote es el complemento sin el que muchos camareros o peluqueras no podrían sobrevivir con un sueldo tan magro, y cada vez lo será más.

Y ahí es donde estamos pillados los dadores de propina, en un endiablado razonamiento que iguala la propina a la limosna: no des limosna, que fomentas la mendicidad; no des propina, que mantienes los sueldos bajos. Pero sabemos que tanto el mendicante como el sirviente la necesitan.

La propina se equipara también a la limosna en otro aspecto: cuando la damos, en realidad nos la damos a nosotros. En el caso de la limosna, se la damos a nuestra mala conciencia. En el caso de la propina, nos la damos a nosotros mismos, bien sea porque también la necesitamos en nuestro trabajo y esperamos seguir recibiéndola; bien como una forma de subrayar que no la necesitamos, que estamos un escalón por encima, que somos de los que dan y no de los que reciben.

Vuelvo al principio, a Owen Jones y su Chavs. Ataca Jones la apuesta de los laboristas por la “movilidad social”, que en el fondo no supone la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, sino permitir que sus miembros más afortunados o más capacitados escapen de ella y asciendan a la clase media (convirtiéndose en propietarios, cambiando de profesión, mejorando su cualificación, marchando de su barrio), lo que “refuerza la idea de que ser de clase trabajadora es algo de lo que hay que escapar”.

Entre nosotros, los sucesivos gobiernos, tanto del PP como del PSOE, compraron ese mismo discurso de la movilidad social: escapad de la desgraciada clase trabajadora, venid con nosotros a la clase media. Durante muchos años creímos ver el ascensor social abierto en el descansillo de nuestra planta, y llegamos a creer que ya no éramos clase trabajadora, que habíamos subido un par de pisos y repetíamos orgullosos eso de“todos somos clase media”. En aquella época las propinas eran generosas, porque eran también parte del combustible del ascensor social, eran otra forma de sentirnos clase media. Soltar esas monedas en el platillo de la cuenta era como aligerar lastre para subir más fácilmente.

Pero ay, el espejismo se acabó, y hoy “el ascensor social está averiado”, frase muy repetida desde el comienzo de la crisis. No sabemos si nos hemos caído por el hueco del elevador, o es que nunca llegó a funcionar de verdad, pero hoy muchos nos redescubrimos como lo que nunca dejamos de ser: clase trabajadora, gente que para vivir no tiene más que su fuerza de trabajo.

Entonces cambia el sentido de la propina. No porque se reduzca, que por supuesto mengua en la misma medida que lo hacen nuestros sueldos, propinas devaluadas para un país brutalmente devaluado. Sino porque la propina se convierte en una forma de solidaridad espontánea, natural, una forma de ayudar a trabajadores que necesitan esas monedas de más tanto como nosotros vamos precisando cada vez más de ingresos extraordinarios porque los ordinarios se contraen, en un tiempo en que la vieja nómina parece condenada a la extinción y cada vez más trabajadores dependen del variable, la comisión por ventas, la parte de salario vinculada a la productividad, o el bote.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos dando propina, o la rechazamos para exigir un salario suficiente? ¿Damos propina en solidaridad como una forma de regresar a la clase trabajadora, del mismo modo que antes la dábamos para huir de ella? Que cada cual decida.

Por cierto: la frase “Todos somos clase media” tiene autor, al menos en el Reino Unido: la dijo en 1997 John Prescott, hablando de clases sociales, ascensor y movilidad, sentenciando el fin de la lucha de clases y marcando para toda una década la política desclasadora del laborismo de Tony Blair. Prescott, el camarero que recibía propinas y que llegó a Lord con capa de armiño y que, imaginamos, hoy da generosas propinas. Pues eso.

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