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De partido central a partido independentista

Astrid Barrio

Una encuesta publicada recientemente por El Periódico de Catalunya vaticina que por primera vez ERC superaría a CiU como formación con mayor número de escaños en el Parlament de Catalunya. Aunque ya se sabe que las encuestas no siempre aciertan, lo que sí parece poco discutible es que estas apuntan cuales son las tendencias, y en este sentido a lo que apunta la encuesta es a un importante descenso del apoyo electoral a CiU, en consonancia con lo sucedido en las últimas elecciones autonómicas.

Hasta la fecha CiU ha ganado todas las elecciones al Parlament de Catalunya que se han celebrado y ha gobernado Cataluña ininterrumpidamente desde 1980 con la única excepción del período 2003-2010. Por esta razón la perspectiva de que CiU pueda dejar ser la primera fuerza lleva a plantearse qué le está sucediendo a esta formación. Se puede argumentar que el poder desgasta, sobretodo en un periodo de recesión como el que estamos atravesando, y seguro que algo de ello hay, pero las interpretaciones que se barajan apuntan en otra dirección.

En términos generales existen dos grandes explicaciones basadas ambas en el posicionamiento del partido en la fractura nacional, contradictorias entre sí, que justificarían el declive electoral. Por un lado la explicación según la cual CiU pierde votos porque ha radicalizado su discurso nacionalista. En este caso, se argumenta, CiU habría perdido por el camino al votante moderado que ahora, si es que existe, se abstiene o engrosa las filas de otros partidos. La otra interpretación, por el contrario, sostiene que lo que le pasa a CIU es que no se ha radicalizado lo suficiente. De este modo aquellos electores partidarios de la independencia confiarían más en la opción auténtica, el original como dicen algunos, ERC en este caso, que en la copia.

Ambas explicaciones tienen en común que se fijan especialmente en la demanda pero discrepan en cuanto a la naturaleza de la misma. La primera partiría de la hipótesis de la continuidad, es decir, que la sociedad catalana no ha experimentado demasiados cambios desde un punto de vista de las aspiraciones nacionales o al menos que estos no han sido demasiago grandes. Esta hipótesis sería congruente con las explicaciones que da buena parte de la literatura académica respecto a la estabilidad de las actitudes políticas y se sostendría empíricamente en los datos del Sondeigs d’Opinió que desde el año 1989 realiza el Institut de Ciències Polítiques i Socials, los cuales si bien muestran cambios en los sentimientos de pertenencia, ponen de manifiesto que estos se producen lentamente y que hay una relativa estabilidad de las identidades duales.

La segunda interpretación se sustentaría en la hipótesis del cambio, es decir, en que se ha producido un incremento del apoyo a Catalunya como estado independiente por parte de los catalanes. Una circunstancia que se ha puesto de manifiesto en los barómetros del Centre d’Estudis d’Opinió desde el año 2005 a la actualidad, en los que se observa un apoyo creciente a la preferencia por un estado independiente.

La debilidad de ambos argumentos radicaría en que no disponemos de series de datos lo suficientemente largas que permitan neutralizar la influencia de las variables contextuales y validar una u otra hipótesis. A pesar de ello, y puesto que se trata de argumentos políticos y no científicos, los partidarios de una u otra interpretación pueden apoyarse en los datos que más se ajusten a sus preferencias ideológicas e ignorar el resto.

Así pues, teniendo en cuenta las dificultades relativas a la demanda, veamos si la oferta ha cambiado. Convergencia i Unió ha sido un modelo de organización política de éxito. Esta alianza entre partidos constituida en 1978 supuso la culminación de la estrategia del pal de paller ideada por Jordi Pujol. Esta archiconocida fórmula se basó en la integración en una única fuerza política de las distintas formaciones catalanas (democristianos, liberales, socialdemócratas, conservadores) bajo el paraguas del nacionalismo, de modo que solamente quedaron fuera de su órbita las diversas familias socialistas que confluyeron en el PSC y la muy minoritaria ERC. De este modo más que nacionalista CiU se convirtió en el partido nacional de Catalunya, sobre todo cuando contra todo pronóstico se impuso al PSC y ganó las primeras elecciones al parlamento catalán. La estrategia organizativa del pal de paller tuvo éxito porque se complementó con una estrategia ideológica basada en un discurso social y nacional moderado, en ocasiones anfibio, que hizo posible que una mayoría muy amplia y muy plural pudiera sentirse cómoda en su seno. En este sentido CiU se había convertido a todas luces un catch-all party.

Además CiU no solo era partido de gobierno en Catalunya sino también era una formación relevante en el conjunto de España, a pesar de su condición de fuerza territorial y minoritaria. Su importancia se puso ya de manifiesto en los albores de la transición cuando Jordi Pujol como representante del conjunto de fuerzas catalanas y Anton Cañellas, líder de UDC, en representación de la democracia cristiana española formaron parte de la Comisión de los 9, la delegación de fuerzas de la oposición que negoció con Adolfo Suarez los términos de la transición. Posteriormente participó en la elaboración de la Constitución de 1978 a través de Miquel Roca, representante de las minorías vasca y catalana, configurándose como una de las fuerzas fundamentales que tejió los consensos de la transición. Esta actitud, que ha sido descrita como la vocación española del nacionalismo catalán, se ha mantenido a lo largo de los más de 30 años de democracia y ha actuado siempre con sentido de estado y responsabilidad cuando su concurso ha resultado imprescindible. Y ello ha sido posible porque el diseño territorial del estado, gracias y a pesar de su ambigüedad, permitió al nacionalismo mayoritario catalán satisfacer su vieja aspiración de sentirse cómoda dentro de España más allá de sus constantes reivindicaciones de reconocimiento específico y de mayor autogobierno.

Sin ánimo de sacralizar la transición es poco discutible que de ella surgió la mejor España de la era contemporánea. Más de 30 años de rendimiento del sistema son plazo suficiente como para valorar sus fortalezas y sus debilidades y para emprender las reformas necesarias, pero para que estas tengan éxito, es decir, sean asumidas por todos o casi todos, deben ser consensuadas. Pero en los últimos años parece que la política del consenso se ha esfumado siendo remplazada por la política de la intransigencia. El Estatut de Catalunya, aunque ampliamente respaldado no fue consensuado. De ahí el recurso de constitucionalidad presentado PP que desembocó en una sentencia que muchos en Catalunya han considerado humillante. Y de esos polvos estos lodos. Aunque tampoco puede obviarse que la que reforma de la Constitución para fijar el techo de déficit, pactada con nocturnidad entre PP y PSOE a espaldas del resto de partidos, supuso la quiebra definitiva de un modelo surgido en 1978 y del que CiU era parte integrante. Para muestra un botón. Estos días hemos asistido a un nuevo ejemplo cuando PP y PSOE han excluido al resto de formaciones del pacto de estado para presentar una posición común ante el próximo Consejo Europeo. Llegados a este punto se constata que todos han puesto de su parte.

Las élites políticas españolas y catalanas, con pocas excepciones, en los últimos años se han radicalizado. No es de extrañar pues que la confianza entre las partes no solo se haya quebrado sino que una de las partes haya dejado de sentirse parte. En este contexto CiU en vez de reivindicar su papel ha preferido convertirse en un single-issue party, ignorando quizás que por su propia naturaleza este tipo de partidos tienen grandes dificultades para ser mayoritarios.

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