Hay zonas en conflicto armado donde niños y niñas cada mañana van a la escuela encontrándose en el camino con otras compañeras y compañeros de rutina, comprobando a diario que no falta nadie a esta rutina. Entonces, es buena señal. A pie y tras un largo trayecto, se llega la escuela, pero con cierta frecuencia hay soldados apostados en las cunetas que cierran el paso, en actitud desafiante, armados y con rostros congelados. Parece que fueran a apretar el gatillo en cualquier momento. Preguntan insolentes a un muchacho: “¡Eh, tú! ¿Adónde crees que vas?” La contestación no se hace esperar y, con temor, se rompe la silenciosa tensión con un hilo de voz: “A la escuela, señor”. El soldado gira alrededor del chico, se detiene, acerca su cara a la del muchacho, congela su mirada y alza las cejas con gesto desganado. Por esta vez permite de nuevo el paso al grupo. Otras veces separan a algunos de los chicos y chicas, les apoyan de espaldas y con las manos alzadas contra un camión militar. Después les cachean. No se sabe qué pueden buscar, pero sí que sabemos con certeza el miedo que provoca el manifiesto desprecio de los soldados, policías o fuerzas de seguridad, muy capaces de hacer cualquier daño o retenerles para llevarles a algún lugar lejano, desconocido, donde en ocasiones pueden llegar a golpearles. Algún chico ha desaparecido en este o en cualquier otro trayecto y a veces las chicas llegan a abandonar el camino a la escuela, por el miedo de sus familias a no volver a verlas jamás o a sufrir algún tipo de violencia, incluida la violación.
Hay días sin clases, porque las explosiones sacuden la tierra con un ruido infernal, haciendo volar por los aires casas, establecimientos, edificios, incluso hospitales y escuelas rotas en mil pedazos. Los chicos y chicas no tienen dónde ir. Corren y huyen por supervivencia. En un tiempo gris plomizo no tienen más que la vida y esta apenas vale nada en medio del fuego cruzado. No tienen garantizado el derecho a un nivel de vida digno, a una vivienda, a comida y a agua potable, a educación, a una identidad, a una lengua, a la tierra. Ni siquiera tienen la protección de las leyes, que se vulneran constantmente en estas guerras.
Esta es el día a día de chicos y chicas bajo el fuego cruzado de los conflictos armados, en lugares destruidos como Siria, Gaza o la Frranja de Cisjordania. Juventud rota y generación pérdida que con frecuencia debe abandonar su hogar para huir por arriesgados senderos, en ocasiones “prohibidos”, atravesando infranqueables zonas fronterizas, sin apenas medios ni apoyo para continuar su propio proyecto vital. Vidas que no preocupan ni a gobiernos ni a grupos armados, que a su vez les aleccionan en la violencia y con frecuencia, hasta les reclutan en condiciones de esclavitud. Tampoco preocupan ni a la economía mundial, ni al comercio de armas, ni al desequilibrado poder político internacional.
Me pregunto si su vida anterior a la guerra, o en cualquier otro momento, llegó a ser similar a la de mis hijas. La obvia diferencia: vivimos en una zona sin conflicto armado hasta el momento. Mis dos hijas adolescentes tienen un mínimo bienestar, una casa, una familia, una escuela, atención sanitaria, un nombre, una identidad, una lengua y una tierra. No son diferentes a estos chicos y chicas, tienen los mismos derechos, pero nacieron en un tiempo y lugar distintos, en esa paz relativa de cuando todo sucede “tan lejos”. Pero su guerra, también es nuestra, porque la dignidad y los derechos humanos son los mismos para todas las personas en cualquier lugar del planeta. Cuesta tener que recordarlo y más cuando hablamos de niños y niñas.
Con motivo del 20 de Noviembre, Día Internacional de la Infancia, Amnistía Internacional recuerda que muchos niños y niñas sufren terribles violaciones de derechos humanos en conflictos armados como el de Siria o Israel/Territorios Palestinos Ocupados. ¡Alza tu voz contra esta injusticia!¡Alza tu voz contra esta injusticia!