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Los aires difíciles de Martínez y Almudena
En este país de redundancias, imagino a Martínez Almeida leyendo a Martínez El Facha, aquel clásico de Kim en las inolvidables páginas de El Jueves. Mucho más moderado, sin duda, que Santiago Abascal, que habrá pedido seguramente a los Reyes Magos la colección completa de Roberto Alcázar y Pedrín.
Es probable que cuando al primer edil de la villa y corte, de los espejos cóncavos del Callejón del Gato, de Curtidores y Lavapiés de Pío Baroja, le regalaron un libro de Torrente Ballester, probablemente dijese “no, gracias, esperaré a que salga la película de Santiago Segura”.
El alcalde es un gran admirador de Miguel Hernández. De hecho, la decisión de eliminar sus versos del memorial de la Guerra Civil en el cementerio de la Almudena no es porque le tenga manía a este último nombre, sino para acrecentar la fama de proscrito del poeta alicantino: de hacerlo hijo adoptivo, ni hablamos, bastante dio que hablar con sus paseos licenciosos por el Jarama con Maruja Mallo, ante la atenta mirada de Camilo José Cela: sin duda, hoy en día ninguno de los tres pasaría el escrupuloso examen para que España dentro de España te cuente entre sus predilecciones.
Madrid se ha hecho de leyendas y otra Almudena, Grandes, muy Grandes, ha tejido buena parte de ellas. La escritora, con los ojos de gata de su amigo Joaquín Sabina y de Los Secretos, contempló de Las Vistillas a Las Salesas, la geografía del sainete, la zarzuela y el No Pasarán. De Churruca a Fuencarral, la sobrina nieta de Miss Chamberí, de 1932, siempre supo que Manolita y el amor se cruzaban por el descansillo los viernes en el número 19 de la calle Santa Isabel. La niña del barrio de Maravillas volvió a sus calles a habitarlas de nuevo cuando ya se llamaba Malasaña: qué hermosa metáfora ambos nombres para el Madrid que va de Enrique Tierno Galván a Isabel Díaz Ayuso.
Mientras Lulú salía de la nocturnidad alevosa del Penta y de la movida, Martínez Almeida estaría bailando un agarrado con música de Julio Iglesias, naturalmente hijo predilecto de la ciudad y del Real Madrid
Mientras Lulú salía de la nocturnidad alevosa del Penta y de la movida, Martínez Almeida estaría bailando un agarrado con música de Julio Iglesias, naturalmente hijo predilecto de la ciudad y del Real Madrid: Almudena Grandes era colchonera y Miguel Hernández, de La Repartiora, un club de fútbol que él mismo creó y cuyo himno debía entonarse con la música de Por la calle de Alcalá.
Mientras Almudena Grandes hablaba de psiquiatras y de nazis, de guerrilleros del valle de Arán y de ese formidable western que fue la guerra y la posguerra española, Martínez Almeida estaría leyendo a Marcial Lafuente –como el Curro El Palmo de Serrat– o a Zane Grey: el salvaje oeste debía ser un trasunto de las chabolas de La Cañada Real, el centro milimétrico de España y no el kilómetro cero de la Puerta del Sol, donde Toni Cantó sigue en las barricadas defendiendo el español de esa horda de rojos, como Almudena o como Galdós, que sin duda lo estropean escribiendo novelas inolvidables.
Por un puñado de dólares, o de euros del presupuesto municipal, Martínez Almeida ha aceptado a regañadientes que le nombren a Almudena Grandes hija predilecta de la ciudad que él gobierna, la del excelente Agustín de Foxá y la del manifiestamente mejorable Vizcaíno Casas. Decía Fernando Quiñones, que también frecuentó el Vicente Calderón antes de que lo retranquearan y le pusieran el nombre de La Venus de las Pieles, que Madrid era la última ciudad andaluza al norte de Despeñaperros. Quizá por ello, Andalucía, la segunda patria de Almudena Grandes, le esté brindando cariño y memoria, no sólo póstuma sino en vida, desde el discurso de Antonio Muñoz, el nuevo alcalde de Sevilla, a la avenida de Rota donde no faltan flores en su memoria o las aulas de la Universidad de Cádiz donde acaban de nombrarla honoris causa. Será porque los andaluces no queremos ser España dentro de España, sino en todo caso aires difíciles y lectores de Julio Verne, completamente almudenos.
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