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Cuando el animal eres tú

Mapa de las macrogranjas de cerdo en España.

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Hace una década dejé de comer carne, pero jamás he sentido ningún afán proselitista. Nunca he escrito un artículo, una columna o un simple post en redes sociales. No me invadió el furor del neófito ni alguna suerte de sentimiento de superioridad moral. Daba por hecho que quienes me rodean toman sus propias decisiones con criterios tan legítimos como los míos. Lo que no hubiera podido imaginar es que, a remolque de las declaraciones o, mejor dicho, de las declaraciones manipuladas del ministro Garzón, íbamos a toparnos con individuos que presumen de comer carne procedente de animales torturados de manera tan cruel como innecesaria. Hay que tener muy poca decencia para algo así.

Los datos sobre la explotación animal en España son desoladores, injustificables, aberrantes. Sin lugar a duda revelan una falla como sociedad, por mucho que se intente adornar. Si no quieren perder más de veinte minutos basta con este documental (Factoría. La explotación industrial de cerdos). Gracias a grabaciones no autorizadas se puede comprobar hasta qué límites inhumanos se somete a sufrimientos salvajes a la mayor parte de los cerdos cuya carne acaba en nuestros supermercados. No en vano, la explotación de macrogranjas en España, que ya tiene en peligro de contaminación a un 40% de nuestros acuíferos, nos ha situado fuera de la legalidad europea.

Todo cuanto ha dicho Garzón sobre esas macrogranjas es bien sabido, e incontestable, y por añadidura va en perfecta sintonía con la supuesta agenda medioambiental y de salud del Gobierno. Estados como Países Bajos ya tienen, de hecho, un Ministerio para reducir el impacto de la industria porcina. Aun así no extraña que en estos días hayamos tenido que oír chistecitos de todo el espectro de la derecha, que por alguna razón saca pecho ante la explotación animal. Lo mismo ocurre con los rojipardos, siempre rápidos para soltar su catequesis de batiburrillo, por no hablar del extremo centro, tan preocupado porque el Burger King puede perder su esencia de pueblo si vende hamburguesas veganas. Estos argumentos ridículos y demagogos han abundado estos días por redes, y no es para menos, ya que cualquier análisis fino los desbarata ¿De verdad alguien piensa que las políticas de reducción de consumo de carne pueden llevar a la desnutrición de las “clases populares”, o que se trata del arma con la que la malvada izquierda caviar acabará con los obreros?

Lo peor, con todo, viene del abanico progre, que encabeza el presidente del Gobierno, que abrió la veda con su gracieja sobre el chuletón al punto. Cada vez que se descuida le sale el verdadero cuñado que lleva dentro, lo que ya ha provocado algún sonrojo entre sus homólogos. Le ocurrió al presidente de Canadá cuando en rueda de prensa conjunta tuvo que ver cómo Sánchez se tomaba a broma que en su país se fuera a legalizar el cannabis. A Trudeau no le quedó más remedio que ponerle en su sitio, con mucha elegancia, por cierto.

Todos vivimos con contradicciones, asumimos nuestras incoherencias, aceptamos cierta dosis de autoindulgencia, sopesamos los pros y contras de algunas actitudes que no resultan precisamente ejemplares. Comer carne de animales hacinados en cubículos insalubres, animales que raramente ven la luz del sol, que pierden la visión, que padecen dolorosas malformaciones, trastornos innumerables, como el canibalismo, muertes cruentas, etc... es, necesariamente, una de esas vergüenzas por las que cualquiera con un mínimo de dignidad pasaría de tapadillo. Por el contrario, alardear de ello es nauseabundo. De ahí que por primera vez en diez años haya escrito una columna a la que siempre me negué. Ojalá sea la última.

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