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El apagón

Facebook, WhatsApp e Instagram estuvieron inactivos de las 18.00h del lunes hasta la medianoche del martes.

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Veneraba el apagón. En las tardes de tormenta, al tercer relámpago, se iba la luz en todo el pueblo. Era el principio de lo mágico, de lo casi lisérgico: la vista se aguzaba en lo oscuro, Abuela desempolvaba las palmatorias, las ascuas del brasero relumbraban y, como la tele no hablaba, nos encargábamos nosotras mismas de inventar el mundo para echar el rato entretenidas. El regreso de la luz tenía un sabor decepcionante, de vuelta al ruido, a lo habitual, a lo prosaico. Ya por aquel entonces me parecía absurdo tener la lámpara y la pantalla siempre prendidas si contábamos con la opción de apagarlas cuando nos apeteciera. Ingenuamente, pensaba que desconectar era una opción libre. Parece ser que no lo es.

El pasado lunes, 4 de octubre, hubo un apagón, un blackout, lo llaman los modernos. Al dios Zuckerberg se le cayó lo que sostiene con sus tres brazos, Facebook, Whatsapp e Instagram. O lo que es lo mismo, se le colgó –dejándonos colgados- por unas cuantas horas buena parte del mundo conocido y recogido en los mapas de la nueva cultura (válgame esta expresión que usan Remedios Zafra y Juan Martín Prada para indagar en las transformaciones que estamos viviendo a todos los niveles en este sistema-red). Este nuevo mundo es, como bien saben, un espacio sin espacio, hecho de tiempo, hipertexto e intercambios metafísicos. No tardaron en emerger conspiranoicos, adventistas del Séptimo Día, risas nerviosas (el hashtag #Apocalisis fue trending topic). Sus relatos, tuiteados, se parecían bastante a aquellas historias de miedo que antaño contábamos cuando se iba la luz en plena tormenta. Los informativos abrían con la noticia del apagón, y por las redes que quedaban disponibles se apuntaban diversas hipótesis.

“¿Estáis todos bien?”, preguntó por Facebook el escritor Eduardo Cruz Acillona cuando restauraron el servicio. La pregunta iba preñada de ironía, pero retrata con trazo fino la sensación que vivieron millones de individuos

“¿Estáis todos bien?”, preguntó por Facebook el escritor Eduardo Cruz Acillona cuando restauraron el servicio. La pregunta iba preñada de ironía, pero retrata con trazo fino la sensación que vivieron millones de individuos: a algunos, la caída momentánea de las redes parecía devolverles a una especie de oscuridad paleolítica. Seguíamos teniendo conexión telefónica, periódicos, radios, tele, calle, supermercados, barras de bar, incluso Twitter, Telegram, Youtube, Wallapop, Tinder… Sin embargo, pudimos intuir que, ahí fuera, muchas personas vivieron aquellas horas de apagón con nerviosismo, impaciencia y ansiedad.

Como a mí –ya lo saben- me chiflan los apagones, lo viví con ostentoso deleite, tomando algo con las amigas por el barrio de Triana. Pero de nuevo se atravesó ante mí la pregunta que me hacía de niña: si tenemos la opción de apagar las pantallas, y conocemos los beneficios de ello –o, más bien, los perjuicios de no hacerlo-, ¿por qué apenas elegimos libremente desconectar?

Hace más de 20 años, en el CIDC (Centro de Investigación y Desarrollo de la Comunicación), donde trabajaba, escuché hablar por primera vez de lo que se nos venía encima: convergencia tecnológica, información que va y viene hipersegmentada, y que cada cual se convertiría en el creador de los contenidos de unos canales venideros que aún estaban por nombrar. Profecía pura. Aquí estamos, nutriendo de gratis las redes; quienes se enriquecen con ello solo ponen el canal y los límites de uso del mismo. Ahora el mundo, que parece más grande, en realidad se ha vuelto más chico: nos llega a la pantalla básicamente lo que nos epata o nos puede generar deseo. El big data también arroja inquietantes conclusiones acerca de nuestro inconsciente. Las tecnologías que usamos nos imponen sus propias leyes y tempos; para comprobarlo basta con no responder a un whatsapp de inmediato, y a la media hora quien te lo haya enviado te recordará que no estás siguiendo los ritmos del juego. ¿Quién usa a quién?, le pregunto al móvil cuando me reclama que deje lo que estoy haciendo para atender sus notificaciones. No pretendo demonizar las redes, sino pensar en voz alta sobre las transformaciones sociales, políticas, psicológicas e incluso antropológicas que están sucediendo, y comprobar dónde se nos queda la libertad y la vida viva.

No hacía falta -aunque se agradecen- que nos juraran los informes internos del gigante tecnológico de Facebook que Instagram puede perjudicar seriamente la salud mental de las y los usuarios.

No hacía falta -aunque se agradecen- que nos juraran los informes internos del gigante tecnológico de Facebook que Instagram puede perjudicar seriamente la salud mental de las y los usuarios. Parece evidente, a poco que nos demos un paseo por la calle podemos observar el impacto de la red en usos sociales, en la normatividad de los cuerpos y sus prótesis y castraciones, en los mohínes, y en un ensimismamiento narcisista que –en aparente paradoja- saca fuera de sí a las criaturas. Es usual encontrar en cualquier plazuela la estampa de un grupo de chavalas sentadas en un poyete y clavadas cada una en su dispositivo. El sin-tacto, o el contacto sin cuidado ni responsabilidad, nos trae de cabeza a quienes aspiramos a estar presentes en nuestras relaciones. ¿Cuántas veces al día, de media, realizamos el gesto mecánico de mirar el móvil, desbloquear la pantalla y mirar qué hay de nuevo? Hemos sustituido el No de la disidencia por un atractivo y desquiciado . Quién gana en todo esto. Quiénes perdemos. Y qué.

Como en aquellas antiguas noches de tormenta, viene bien de vez en cuando –aunque sea como excusa para hablar de todo esto- un apagón, el silencio, su alivio, la tierra firme, lo oscuro, su misterio.

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