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Y entonces Biden habló de amor

Joe Biden jura el cargo de presidente de los Estados Unidos junto a su esposa, Jill Biden

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Acabo de ver por CNN la toma de posesión del 46º Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y de su vicepresidenta, Kamala Harris. El cava nos espera en la nevera. Hoy celebramos en casa por todo lo alto. Hoy es un día grande para la humanidad. De esos que hacía mucho tiempo que la humanidad no tenía. De esos que nos devuelven la fe en la condición humana. Y en un día así me reconforta, como seguro que a la mayoría de los millones que presenciaron la histórica ceremonia, que en su discurso Biden haya hablado de amor. Además de hacerlo en términos netamente religiosos -la fe religiosa de quien, después de JFK, será el segundo presidente católico de la nación, es bien conocida-, Biden ha hablado de amor en términos cívicos. Y no solo ha mencionado la palabra y ha hablado desde el corazón, sino que ha explicado los efectos que espera que surtan del poderoso sentimiento, apelando a la reconciliación, la unidad, la necesidad de empatizar con el excluido, la marginalizada, el pobre. “Pongo mi alma entera”, ha dicho, “al servicio de reunificar América”, tomando prestada la fórmula que usara Abraham Lincoln, 150 años antes, en su Emancipation Proclamation, refiriéndose en esa ocasión a la abolición de la esclavitud.

En su discurso como nuevo presidente, Biden ha mencionado muchos de los grandes retos a los que se enfrentan el país y el mundo entero: la pandemia, las amenazas a la democracia y al valor de la verdad, la desigualdad creciente, el cambio climático, el racismo estructural y el creciente unilateralismo. Pero la carga emocional la ha acaparado su compromiso expresado, en términos casi mesiánicos, con sanar la división del país. “Sin unidad no hay paz posible. Solo amargura y rabia. Sin unidad no hay progreso posible, sólo indignación agotadora. No hay nación, solo caos”, proclamó. Ni un ápice de odio o venganza en su mensaje. Ni siquiera de desprecio personalizado o arrogancia. En su lugar, la más fuerte y fértil de la paleta de emociones humanas, el amor, para empezar a sanar de tanto dolor, de tanta injusticia, de tanta opresión, de tanta falsedad, de tanto narcisismo, de tanto sexismo, racismo y peligrosa ignorancia como los que durante cuatro eternos años ha representado quien hasta hace solo unas horas ocupaba su cargo. El innombrable. Ese señor a quien de lo poco que tendremos que agradecer es el favor que nos ha hecho ausentándose de una ceremonia en la que su mera presencia hubiera representado una estridencia insufrible. Tal vez a veces esté bien justificado saltarse las convenciones.

Se me antoja que no es frecuente hablar de amor en política, a pesar de lo poderoso del sentimiento y a pesar de que de sobras sabemos que no se consigue liderar sin emocionar y que poco nos emociona tanto a los seres humanos como el sentimiento del amor. Fintan O’Toole comentaba hace días en una columna en The Guardian hablando de Biden y de su potencial transformador en una América rota, que tal vez fuera su experiencia personal de dolor y sufrimiento (asociada a la dramática pérdida de su primera esposa y una de sus hijas en un trágico accidente y, de forma más reciente, de su hijo Beau, de un tumor cerebral), la que le confirieran al nuevo presidente la resiliencia y transcendencia que, incluso más que su amplia experiencia política, podrían hacer de él el presidente que los EEUU necesitan justo en estos momentos de pérdida, desconcierto y luto en lo personal -las 400.000 bajas de la pandemia- y en lo político -la democracia amenazada y el país dividido como no lo estaba desde la guerra civil-.

La ceremonia entera estuvo repleta del simbolismo que celebra la posibilidad de una América más unida, de una América que vive su diversidad como fuente de riqueza y en la que tienen mando y voz aquellos a quienes históricamente se les negó la condición misma de ser humano o que fueron, en el mejor de los casos, tratados como ciudadanos de segunda. El mando de una vicepresidenta negra y con ancestros del sudeste asiático vistiendo de morado (en un guiño a la memoria de Shirley Chisholm, la primera mujer negra en acceder al congreso para presentar años mas tarde su candidatura a la presidencia de los EEUU), y jurando su cargo ante Sonia Sotomayor, la primera jueza hispana de la Corte Suprema de los Estados Unidos, y haciéndolo precisamente sobre la biblia del juez Thurgood Marshall, el primer juez afrodescendiente en acceder a la Corte y un auténtico icono del movimiento de derechos civiles en el país. Las voces de una joven y brillante poetisa de color, Amanda Gorman, reconociéndose a sí misma en su poema “The Hill We Climb” descendiente de esclavos y de una madre soltera, invocando justicia, perseverancia y esperanza; la de una cantante de ancestro hispano, Jennifer López, cantando en inglés y en español; las de un cura jesuita blanco y de un pastor negro de la iglesia metodista, amigos personales de Biden, conocidos respectivamente por su compromiso con la causas de los inmigrantes y solicitantes de asilo y con la de la lucha contra el racismo. Antiguos presidentes tanto republicanos, como los Bush, como demócratas, como los Clinton o los Obama, confraternizando en el público demostrando que, en política, el adversario no tiene que ser enemigo, y que el respeto y la tolerancia son las virtudes sobre las que descansa la posibilidad misma de la democracia. “La política no tiene que ser un fuego rabioso que destroza todo lo que encuentra en su camino. Cada desacuerdo no tiene que ser la causa de una guerra sin cuartel”, diría Biden en su discurso.

Las débiles mayorías de los demócratas en el Congreso y sobre todo el Senado y la presencia en las mismas de muchos republicanos que acompañaron al innombrable en sus teorías “conspiranoicas” hasta el último minuto, aseguran que la batalla será dura

Nadie ignora que, más allá de los símbolos, la agenda que enfrenta es inmensa y nada nos hace pensar que el presidente Biden vaya a perder un solo minuto. Entre las medidas que están ya siendo y van a seguir siendo objeto de sus primeras órdenes ejecutivas están frenar el proceso de abandono de la Organización Mundial de la Salud, retomar el acuerdo de París contra el cambio climático, suspender el veto de entradas a residentes de ciertos países musulmanes y la construcción del muro en la frontera con México, así como un ambicioso programa de regularización de inmigrantes indocumentados. Se trata, sin duda, de revertir el legado de su antecesor y marcar las líneas de su nuevo mandato. Junto a ello, toca enfrentar la pandemia del coronavirus y la crisis económica asociada a la misma, con ayudas, entre otras, a las familias más afectadas y a los sectores más desfavorecidos.

La posibilidad de corregir algunos de los más graves errores de su antecesor en el cargo y la urgencia por contener y paliar los efectos más apremiantes de la pandemia marcan una senda clara y difícilmente cuestionable. Pero en todo lo económico y lo que precise acción legislativa, que será mucho, las débiles mayorías de los demócratas en el Congreso y sobre todo el Senado y la presencia en las mismas de muchos republicanos que acompañaron al innombrable en sus teorías “conspiranoicas” hasta el último minuto, aseguran que la batalla será dura y es de prever que tampoco facilite las cosas una Corte Suprema que el innombrable logró llenar de jueces mucho más conservadores que la media de la ciudadanía del país. Con todo, mucho más ardua se presenta la labor de abordar a fondo los grandes problemas estructurales del país como la desigualdad creciente, el racismo institucional y el odio y la desinformación en redes sociales que están, sin embargo, en la base de los males de la democracia en EEUU y de la de muchos otros. Pero hoy es día para enamorarnos y para brindar con cava y ambas cosas nos infunden, así sea por unas horas, la sensación de que todo es posible cuando tanto está en juego.

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