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El cuñao

El presidente del Partido Popular, Pablo Casado.

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Pablo Casado, presidente del Partido Popular, ha conectado sin duda con la España más real, la de los cuñaos, esa figura celtibérica que conoce su auge en las comidas familiares de Navidad y parece disolverse en Nochevieja. Pero sigue ahí, no se engañen, como el espíritu chusquero en modo Vox, no solo atrincherado en las salas de banderas sino en la barra de los bares, en las marquesinas de los autobuses, al volante de un taxi o en las múltiples formas que tiene el ser humano de darle la barrila a otro.

Casado es como el empollón de clase que no entiende por qué el resto de los alumnos no lo vota para delegado. El acusica, el monaguillo de las eléctricas o de la CEOE, que cree que España está en quiebra y lo va pregonando a los cuatro vientos comunitarios: “señorita, señorita, que no le deis dinero a Pedro Sánchez, que nos va a endeudar y este comunismo tan malo que está entrando en España se lo va a gastar en pobres”.

Que Yolanda Díaz le ha llamado dato al lanzador de huesos de aceitunas, señorita. Qué buena está la fabada, querida suegra. ¿Tú sigues trabajando en el Ingreso Mínimo Vital, amable, pariente, pásame el plato de langostinos aunque tú solo los comas en Nochebuena?

El cuñadismo tiene su propio himno, el de la chirigota Los Enteraos, en Cádiz: “Cuando estoy en la barra de un bar y me pongo a charlar,/ nadie reconoce mi saber pero si me quito del medio/ a la hora de pagar todo el mundo me dice:/ José no sabes tú ná”.

El cuñadismo tiene su propio himno, el de la chirigota Los Enteraos, de Selu Cossio, en Cádiz: “Cuando estoy en la barra de un bar y me pongo a charlar,/ nadie reconoce mi saber pero si me quito del medio/ a la hora de pagar todo el mundo me dice:/ José no sabes tú ná”. Demasiado joven para saber quiénes fueron don Cicuta o los hermanos Malasombra, Casado.

El cuñao que lo sabe todo, que cree que si se le suben quince euros al salario mínimo interprofesional caeremos en la ruina y en el desempleo, por mucho que David Carr opine lo contrario. Pero, ¿dónde se va a poner un premio Nobel de Economía con todo un máster a distancia por la Rey Juan Carlos? Buen nombre, por cierto, el de esa Universidad para alguien que quiera aprender a defraudar a Hacienda profesionalmente, como Dios manda, y volver a casa por Navidad como los turrones después de una temporadita de vacaciones con los jeques del machismo.

El cuñao del quieres la factura con IVA o sin IVA, el de los chistes de feminazis y de mariquitas, el que no le gusta el buenismo pero tan solo se junta con los españoles y los europeos de bien –Sarkozy, Kurtz, tan de buena familia, aunque acaben con una pulsera telemática en el bolsillo o dimitan por corrupción a la semana de retratarse con ellos en un guateque--. El de vota bien y no mires a quién, aunque tributes mal o no tributes en cualquier resort financiero de los paraísos fiscales: qué diferencia y qué literarios, don Mario, en cambio, aquellos otros paraísos de Gauguin o de Defoe. El mejor cuñado libresco, para mí, es sin duda el hermano de Ana Karenina, guapo, simpático y sin darle un palo al agua. Leopoldo Alas Clarin prefería, en cambio, hablar del yernismo, que esa es otra. U otro.

Cuñados. Los antípodas del que le servía de interlocutor ex machina al Risitas, como trasuntos contemporáneos de los diálogos de Platón con Sócrates, en el ágora de Jesús Quintero. El cuñao, el macgiver, el que opina hoy blanco y mañana negro, con tal de llevar la contraria siempre y llevar siempre la razón, al mismo tiempo.

Como los gibraltareños no quieren ser españoles, vamos a cerrarles el Cervantes para que no aprendan español, que se jodan. Eso es un cuñado, en toda regla.

El cuñadismo no es un azar, es una actitud ante la vida. El que se escaquea de llevar a los niños al cumpleaños del Burger King. El que te explica cómo arruinarte con mucho estilo con las kriptomonedas o cómo recoger limones en verano. El que te destripa una serie de Netflix y es capaz de hacer un spóiler de los santos evangelios: el bueno la palma, ya te lo digo, pero no apagues la tele que luego resucita y hay final feliz. No se apure, a fin de cuentas, España está llena de cuñados: cuñados de alcaldes, primos de concejal, sobrinos de diputados. Que el nepotismo, tengo para mi caletre, debiera ser una virtud y no un defecto: ¿de quién te vas a fiar para un puesto de confianza? Nada mejor, para ello, que la familia. Nada mejor que un cuñado. Voy a hacerte una oferta que no podrás rechazar, ¿capisci?

El seleccionador nacional de andar por casa. El de ya te lo dije o el de voy a explicarte lo que tienes que hacer. Y hay muchos otros, no solo en tu partido, en donde hay muchos: un líder andaluz, hace unos días, criticaba el bono cultural porque era unas migajas cuando el Gobierno era incapaz de darle trabajo a los padres de los jóvenes o a los jóvenes propiamente dicho para que no necesitaran de esas limosnas. Como no puedes bajar el precio de la luz, no permitas que los muchachos entren gratis a un teatro. Como los gibraltareños no quieren ser españoles, vamos a cerrarles el Cervantes para que no aprendan español, que se jodan. Eso es un cuñado, en toda regla. El de Hitler era rojo y Clara Campoamor, de derechas. El de que el franquismo mataba, pero por amor.

Pablo Iglesias, que en su gloria gubernamental esté, ya le reprochaba cuñadismo ideológico a Albert Rivera, que terminó en cambio de sobrino póstumo de una ilustre familia flamenca. No se enfade, don Pablo, yo también he sido cuñao y sé muy bien de lo que hablo. Lo que no voy a llamarle es hermano político. Usted será político pero, dicho sea sin acritud, usted no es mi hermano.

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