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Un derecho que languidece

Colas en los centros de salud

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Hubo un tiempo en el que si te ponías mala ibas al médico de tu centro de salud. Pedías cita y, en un plazo razonable, delante de ti se materializaba un facultativo de carne y hueso con su bata blanca (no una voz o un mensaje digital) que te exploraba y prescribía un tratamiento, o te remitía al juicio de un especialista. Enfermabas: te atendían. Ese era el sencillo binomio. Existían problemas, por supuesto. Fijemos la lupa en la época que la fijemos, chocamos con un titular que habla de retrasos y atascos puntuales. Los expertos sostienen que la sanidad pública se halla en crisis de manera crónica porque resulta imposible conciliar los criterios de protección de la población con la rentabilidad económica, dos almas antagónicas que, sin embargo, pueden lograr, como se ha demostrado durante décadas, un equilibrio imperfecto y dar respuesta de calidad a quienes más lo necesitan, con un beneficio en cohesión social incuestionable. Conseguir ahora una consulta médica es una lotería que a veces aciertas tras horadarte las meninges interactuando con una máquina que te invita en bucle a empezar de cero, en una noria de gestiones estériles. Un modelo copiado a las compañías de telefonía y suministros que busca exasperar al usuario para que se rinda y desista.

No obstante, en asuntos de salud, dejarlo estar es una opción descartada. El margen para la paciencia es estrecho y, después del consiguiente berrinche y de abrir la compuerta a los improperios por las redes (un desahogo justificable), la capitulación consiste en recurrir a una compañía de seguros de esas que se anuncian a todas horas y en todas partes, entre fondos de tonos pasteles y sonrisas tranquilizadoras. Sin discutir con un robot de cortas luces ni soportar dilatadas colas a la intemperie. Es difícil resistirse si tu economía lo aguanta. Las ofertas tentadoras de las pólizas llegan por tierra, mar y aire, camufladas en los envoltorios más inverosímiles --igual que las dichosas alarmas con sabor a hogar (de notable éxito, pese a que la criminalidad haya registrado mínimos históricos)--, y con una letra pequeña engañosa que desliza el copago y excluye los casos graves y crónicos. Las proporcionan los centros de trabajo con un descuento en las nóminas y firmas de distinto pelaje. Los datos son apabullantes: Málaga y Sevilla se han colocado por encima de la media nacional (21,3%) y figuran entre las diez provincias con más penetración de este mercado. La relación entre la efervescencia del sector y el desgaste de la sanidad pública, con plantillas insuficientes y exhaustas, además de los ambulatorios cerrados por las tardes (otra vez en plena explosión de la ómicron), es indudable. El dilema es dilucidar si se trata de una mala gestión reversible o de una estrategia intencionada de la Junta andaluza para ir dándole la vuelta como un calcetín.

La capitulación consiste en recurrir a una compañía de seguros de esas que se anuncian a todas horas y en todas partes, entre fondos de tonos pasteles y sonrisas tranquilizadoras

Indicios hay. No solo están los despidos de sanitarios sin más explicación que la falta de fondos mientras el Gobierno de Juan Manuel Moreno Bonilla alardea de bajar impuestos a las capas altas y de cifras récords en sus cuentas. También es preciso conocer con detalle (números) el aumento evidente de las externalizaciones y los conciertos con hospitales privados (que proliferan como hongos), empresas que el médico Javier Padilla califica en ¿A quién vamos a dejar morir? (Capitán Swing, 2019) como parásitas porque se alimentan del sistema público de salud. La coexistencia de proveedores públicos y privados, en la práctica, explica Padilla, no fomenta la cooperación entre sí, como se suele argumentar, sino más bien el tejido de un entramado estable en el que lo público nutre al negocio privado, casi siempre con una facturación mayor. En Madrid se ha llegado a pagar seis veces más por un tratamiento en un centro concertado que en uno público. Y luego está el proceder del consejero, el dicharachero Jesús Aguirre, que va marcando un reguero de pistas como Pulgarcito. Antes de acceder al cargo ya había dejado aquella sentencia de que la sanidad universal es una utopía --una declaración escamante, ya me dirán--. Pero es que además la semana pasada se lanzó a publicitar en Twitter las unidades de un hospital privado con el lenguaje de un comercial. Debe ser verdad lo que dicen de su franqueza.

Que conste que no me opongo a la posibilidad de la sanidad privada. Tampoco repruebo las mutuas y compañías de seguros, y me parece legítimo que algunos ciudadanos las prefieran, aunque la excelencia de las prestaciones esté muy por debajo. Cada uno es muy libre. Me resisto, sin embargo, a perder poco a poco el derecho a un sistema público de salud garantista y universal, construido con mucho esfuerzo, que constituye el pilar del Estado del Bienestar. Es un crimen que languidezca por pura inanición. Seamos serios: no hay nada de voluntario en apuntarse a una compañía para que te atiendan porque la atención primaria falla y está colapsada. No es una elección, es un empujón. La única cosa buena extraída de la pandemia es el prestigio de la ciencia, que obró el prodigio de dar con una vacuna casi de forma simultánea a la extensión de la Covid, y de la sanidad pública, que se ha revelado como el engranaje crucial para combatirla. El estribillo de la canción de moda es que la salud pública es esencial y que la prosperidad de las sociedades futuras dependen de su fortaleza. La realidad es que no se ha aprovechado la experiencia para reforzar los sistemas ni se ha mantenido el impulso. Cuanto más se proclama que la salud está por encima de todo, más priman los cálculos de los conglomerados que pugnan por abrirse un hueco en el sector. Digan lo que digan, la salud es el negocio del siglo.

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