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Los días del hombre
Hubo un tiempo en que los hombres se vestían por los pies y se amarraban los machos. Crecí bajo el halo de esas extrañas ecuaciones, que se transmitían al calor de la lumbre o en el fragor de los bares: “Hombres veo que, de hombres,/ sólo tienen, solo gastan/ el pantalón y el cigarro”, describía Miguel Hernández en plena guerra civil: “En el corazón, son liebres; gallinas, en las entrañas”.
Éramos los que salíamos de la caverna a cazar bisontes o sombras de Platón, mientras las mujeres inventaban artefactos tan inútiles como la belleza o como el arte rupestre. Los que nos batíamos en duelo por la honra, los que desfilábamos marcando el paso de la oca, los que quemábamos a las sabias por brujas, los que les cerrábamos las puertas de academias y universidades temerosos quizá de su sapiencia.
Había, desde luego, que comportarse como hombres, aunque uno no tuviera muy claro qué significaba dicha tautología. Un hombre comportándose como un hombre es, por lo menos, una redundancia. Por las dudas, traducíamos esta expresión con el brutal desparpajo de un guerrero espartano, de un villano de cómic, de un matón de instituto, o de un jugador de rugby de la selección neozelandesa: dispara primero, y luego, pregunta; es mejor pedir perdón que pedir permiso aunque ni siquiera se pida ni permiso ni perdón. Incluso inventamos otro término para todo ello: hombrada. Y otro para el valor: hombría. No se conocen, por cierto, equivalentes femeninos,, aunque diferenciamos perfectamente entre hombres públicos y mujeres públicas.
Así transcurrían los días del hombre, cuando el patriarcado era algo más que un barbudo con un cayado sacrificando a su hijo ante Yavhé, como si se creyese Guzmán El Bueno. Quedaba claro, por supuesto, que los hombres no lloraban y que, como el oso, cuanto más feos, eran más hermosos. Mientras ellas nos planchaban el corazón, nosotros les dábamos bambú y el preso número 9 cantaba “la maté porque era mía”.
También es cierto que los hombres lobo no dejaban ver a los hombres luna. A los que declinaban la palabra ternura y eran cómplices del delito de querer ser iguales. A los niños que escribían nombre de niño bajo la almohada. Aquellos que padecían el machismo que les obligaba a ser rotundamente machos en un mundo que se dividía entre cojonudos y cojonazos, tíos con los cojones bien puestos y planchabragas –las bragas, por cierto, no suelen plancharse--.
El mismo hombre que inventó la dinamita, ingenió los premios Nobel. También fueron hombres los que votaron con Clara Campoamor. Los que las acompañaron a la hora de reivindicar lo evidente: que su propio cuerpo era de ellas, sin hisopos meapilas, ni enanos gruñones que condenaban el aborto y reivindicaban la pena de muerte, sin pestañear siquiera.
Del hombre, sus días. Y, también, sus noches. Del hombre fue el día de la matanza de los inocentes y la noche de los cristales rotos, cuando ellas nos regalaron sueños para mil noches y una. Nuestro fue el día de inventar a los dioses y sus rituales, tan poco amigos de las mujeres por regla general. El día de la subasta de esclavos, el día de tapar la vida con un velo, el día de negar el voto, el día de la brecha salarial. Nuestro, el día de la matanza de Atocha y la noche de de los cuchillos largos. De ellas, la noche de las nanas y la vida sin vivir en sí mismas, la de salir adelante aunque la historia les empujara tozudamente hacia atrás.
Las de la valentía cotidiana, sin ser viriles. Las que aunaron razón y corazón. Las hilanderas que no quisieron ser marionetas. Las cigarreras que nunca fueron Carmen la de Merimée. Las que no buscaron ser Margaret Thatcher, sino Rosa Parker. Las que no querían ser guerreras, aunque lo fuesen, sino acabar por desuso con la palabra guerra. Las que no odiaban a los hombres sino a un sistema que nos adiestraba, a unos y a otras, en la servidumbre cotidiana de ellas y en la sumisión colectiva de ambos extremos de una misma cuerda floja.
Los hombres siempre tuvieron sus días: la mayor parte del calendario y la inmensa mayoría de los milenios. Pero también sus santorales: aquí se hace lo que me da la santa gana, por mis santos cojones, sanseacabó. Ojalá, más temprano que tarde, llegue definitivamente el día de San Jamás.
Pero no seamos simples: la estupidez suele ser democráticamente compartida entre hombres y mujeres. Juntos celebramos, a diario, su eterno día. El de la marmota. Mejor, otro día les hablo de Isabel Díaz Ayuso y de Miguel Ángel Rodriguez.
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