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Impuestos en campaña
Una de las consecuencias de que España se haya instalado dentro de un bucle electoral inacabable es que los grandes desafíos están arrumbados en el desván de la indolencia en espera de una oportunidad de sosiego y estabilidad que nunca llega. Los debates en profundidad son metafísicamente incompatibles con las gesticulaciones y la vacuidad de las campañas, en las que se regalan promesas como baratijas. Las reformas pendientes que minan la fluidez del Estado del bienestar son varias -pensiones, financiación autonómica, energía, mercado laboral-, pero ninguna se presta a embadurnarse del barro de la refriega política como la fiscal, especialmente desde que el populismo de derechas haya dictado como dogma que todo se soluciona bajando impuestos.
Así que aquí estamos otra vez en plena manufactura de una variada gama de chollos fiscales y fórmulas mágicas que aseguran que si se paga menos, milagrosamente nos dan más, a ver dónde está la bolita; que predican sobre el averno tributario español y sus oscuras tinieblas (del andaluz ya no, que está en deconstrucción); de estrafalarias revoluciones de las que se benefician las élites mientras la zanja de la desigualdad se agiganta; de mítines con gangas irresistibles de llévese dos y pague la mitad en cómodos plazos. Las tradicionales teorías económicas liberales se anuncian como recién salidas del horno del sentido común, y todo se encomienda a la eficacia, capacidad y competencia de los gobernantes, de las que no debemos recelar en plan aguafiestas.
La importancia de la desmemoria
Lo de la fe es muy importante, al igual que la desmemoria. No hace ni un año que Moreno Bonilla paseaba con visible jactancia su BMI (Bajada Masiva de Impuestos) por tribunas y plazoletas, primero; y sedes institucionales, después. El paquete fiscal fue pregonado con redobles de platillos y estruendo de trompetas, pero resultó ser exiguo: medio punto menos en el IRPF para las rentas bajas y tres para los más pudientes, y en varios años; eso sí, las herencias millonarias y las donaciones se liberaron de cualquier gravamen. Ahora el risueño consejero Bravo ha rebajado las expectativas para el año próximo que generó desde su púlpito de buen rollo porque la realidad lo desaconseja. Mecachis. Lo mismo que dijo Rajoy al renegar del juramento de reducir los tributos y en su lugar elevar en bloque todas las figuras impositivas: que ya le gustaría a él, pero...
La experiencia nos deja un axioma: el humo fiscal es el que más rápido se vende y el primero que se disipa. [Sólo le va a la zaga la promisión de puestos de trabajo, de cuya evanescencia es también una autoridad el presidente de la Junta y su titular de Economía, quien calificó el compromiso de crear 600.000 empleos como una manera de hablar]. Tampoco gozan de credibilidad, es necesario decirlo, las recetas que se prescriben en el lado opuesto del arco político, con estimaciones quiméricas sobre la recaudación portentosa de imposiciones novísimas que únicamente pagarían los ricos y las grandes corporaciones, de manera que podrían coronarse radicales cambios sin apenas costes.
Hacer campaña con los impuestos resulta tentador porque sin duda es rentable, pese a que los destinatarios seamos ya prácticamente inmunes a los efluvios electorales. En cualquier caso, no está demás advertir que asociar los deberes fiscales al despilfarro envía un mensaje capaz de desestructurar una sociedad. Es evidente que sería mucho pedir que se desecharan las maniobras de engatusamiento para centrarse en el cultivo de ideas que avancen hacia la progresividad y la capacidad redistributiva de los Estados. Aunque ahí dejo el ruego, por si acaso. Mientras tanto, me quedo con una realidad contrastada: en España contamos con uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo financiado precisamente a base de impuestos, con un desembolso notablemente menor por individuo que lo que paga un estadounidense a sus seguros por peores prestaciones. Eso quien los puede pagar, claro. Lo barato sale casi siempre caro.
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