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Israel-Palestina: Y tú, ¿de quién eres?

Personas refugiadas en la escuela de la calle Akkela, en la ciudad de Gaza.
23 de octubre de 2023 20:31 h

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La postmodernidad ha reducido el compromiso a una cara pintada como un hooligan: de niño, me empujaban a ser del Madrid o del Barça, cuando yo solo sentía simpatías por el Algeciras C.F., quizá porque mi padre hubiera trabajado de albañil en las obras del estadio El Mirador. Seguían empujándome a ello, en la adolescencia, cuando yo me sentía del Cádiz C.F. porque siempre fue un equipo sin más ambición que la de no caer en el infierno de Tercera. Y, todo ello, a pesar de que no me gustaba el fútbol.

Tampoco me han gustado nunca las guerras, mire usted qué manía. Aprendí a sentirme orgulloso de la Independencia contra los ejércitos napoleónicos, hasta que tuve uso de razón política y comprendí que lo mejor que le podría haber ocurrido a la desdichada España de Jaime Gil de Biedma hubiera sido perderla y ahorrarnos la pesadilla del absolutismo borbónico, que también era francés. Creo que al único rey que medio respetamos los republicanos patrios es a José Bonaparte, alias Pepe Botella, un mote fake, teniendo en cuenta que era abstemio.

Mi hijo me regaló no hace mucho una prueba de ADN que analizan en Houston y vienen a confirmarte lo que eres, un chucho de la historia, como tantos otros españolísimos. Un porcentaje genético de ibérico –no se sabe si cinco jotas--, más una amalgama en la que cabe sangre de Mali, celta, o corsa, más un porcentaje similar y relativamente alto de morisco y de judío. Quien sea castellano viejo, a estas alturas de los siglos y por usar la terminología de la Inquisición, que tire la primera piedra.

Deben ser signos de que nos preocupa más lo que ocurre en Oriente Próximo que nuestra propia y vergonzante memoria de gas mostaza en el Rif

Ahora, con el mismo ímpetu que en mi infancia y mi adolescencia, se empeñan en que decidamos de quiénes somos hinchas, de qué parte estamos en el sempiterno conflicto entre Israel y Palestina, que es como exigirle a un andaluz que diga si quiere más a su padre o a su madre. Si te atreves a decir que Hamás es un grupo terrorista, que lo es aunque para muchos suponga una resistencia que no sólo atenta contra objetivos militares sino contra la población civil, puedes pasar porque te has vendido al oro de Jerusalén. Y si condenas a Israel por ejercer el terrorismo de Estado, te arriesgas a que te cuelguen el sambenito del antisemitismo, como si no fueran igualmente semitas el pueblo judío y el pueblo árabe. ¿Son todos los judíos sionistas, son todos los palestinos de Hamás? Aquí y ahora, te cantan en seguida la canción de Los Chanclas: Y tú, ¿de quién eres?

No ocurre lo mismo con otros conflictos mundiales: no nos posicionamos a favor o en contra de China o de Corea del Norte y su vulneración constante de los derechos humanos, incluso tenemos nuestras diatribas en torno a Rusia y Ucrania sin que nos afeen tanto que nos decantemos hacia uno u otro bando en conflicto. Nadie nos afea nuestras opiniones en torno a lo que ocurre en Birmania, en Irán, o en media Africa, donde el apocalipsis de las guerras postcoloniales suelen ser tan flagrante como el que se producía cuando expoliábamos sus recursos y hasta el rey de Bélgica se hacía con las escrituras del Congo como si fuera la Iglesia Católica con las inmatriculaciones de todos los inmuebles que encontrara a su paso.

En los últimos tiempos, sólo se nos reclama una toma de partido similar en el caso de Venezuela –ni siquiera Cuba-- y casi nadie se decanta por el post-chavismo porque resulta difícil simpatizar con alguien que habla con los pajaritos de María Jesús y su acordeón. Sin embargo, bastará con que la Casa Blanca llegue a un acuerdo con Nicolás Maduro para abaratar el barril de petróleo y verán como empiezan los hermanamientos con el Orinoco. 

Todo ello deben ser signos de que nos preocupa más lo que ocurre en Oriente Próximo que nuestra propia y vergonzante memoria de gas mostaza en el Rif. A veces, no se recuerda que España no reconoció a Israel hasta 1986, mucho antes que Marruecos que acaba de hacerlo como aquel que dice. La diplomacia franquista era, hasta cierto punto, pro-palestina y no le faltaban, en ese caso, razones: la creación de aquel Estado por parte de Naciones Unidas chocaba de frente con la guardia mora de Franco y con la ucronía de que, si hubieran sufrido el holocausto nazi los árabes en lugar del pueblo hebreo, lo mismo, en la posguerra mundial, hubieran restaurado Al-Andalus y hubieran sido llevados los habitantes de la Península a la franja de Covadonga: ahora, de haber sido así, quizá estaríamos debatiendo sobre el soberanismo del rey taifa de Valencia.

La izquierda patria también se alineó con los palestinos, no por esa vieja nostalgia del protectorado, sino porque tenían razón más o menos histórica: de fuera vendrá quien de tu casa te echará, aunque, casi dos milenios antes, Roma hubiera castigado a Judea salando su tierra y expulsando a su gente para sojuzgar una de sus múltiples rebeliones a bordo. No es que Palestina tenga razón hoy, que también, sino que Israel no la tenía hace 76 años. ¿Alguien piensa que puede cambiarse ahora ese mapa geopolítico o que Putin va a dejar la península de Crimea en un gesto de buena voluntad? Nunca es triste la verdad, dice Serrat, lo que no tiene es remedio.

Dicen que Israel tiene derecho a defenderse, y debe ser cierto. Pero, Palestina también. El problema estriba en que, casi siempre, existe una delgada línea entre la defensa propia y el asesinato premeditado. La mejor defensa de unos y de otros sería la de la diplomacia, esa herramienta vintage, que ni está ni se le espera en este caso. 

Tierra Santa, tierra de sangre: ¿choque de civilizaciones o conflicto por el agua? En los altos del Golam quizá encontremos la respuesta a ese dilema. En esa dicotomía eterna, yo era mucho de Yasir Arafat, hasta que se le acabó la baraka. Que la OLP y Al-Fatah eran corruptas, pregonaba el sionismo. Pero, ¿no lo fueron, acaso, algunos gobiernos israelíes? Cuando apoyamos, en su día, la flota de la paz para reabastecer a la Gaza encarcelada, nos llamaron cómplices de Hamás. Espero que nadie me tilde de cómplice del autócrata Benjamín Netanyahu por apoyar la liberación de rehenes a los que se ha llevado Hamás y de los palestinos encarcelados al otro lado de la frontera y que no arrastren delitos de sangre a sus espaldas, que no son pocos.

A algunos de mis amigos judíos les molesta que los atentados sangrientos del 7 de octubre hayan reforzado al tipo que estaba intentando ejecutar a Montesquieu y a su división de poderes como si fuera uno de tantos niños desarmados y condenados a la degollina. En cierta medida, se me viene a la memoria cuando mi admirado tangerino Shlomo Ben Ami se quejaba de que los europeos siempre nos lamentáramos de que su ejército bombardeaba los puentes que construía la cooperación comunitaria en Palestina. Admiro tanto a la democracia de Israel como a la Constitución de Cádiz de 1812, pero, perdonen el presentismo, siempre de forma relativa: la Pepa excluía a las mujeres y a los esclavos, la de Tel Aviv incluso excluye a los palestinos que viven en su suelo.

Nunca he estado allí: lo intenté desde el Líbano, pero me obligaban a viajar hasta Jordania porque los periodistas nunca hemos estado bien vistos en la región. Sin embargo, desde ese mando a distancia, me permito el lujo de opinar; quizá, porque todo aquello, más allá de todas las teorías de la pureza de sangre, está lleno de chuchos como yo.

¿Por qué está tan mal vista la gente de paz en un territorio donde la gente usa shalom y salam a la hora de saludarse?

Y a quienes me reclaman, desde el parlamento de la barra de los bares, que diga de quién soy, les contesto que del Algeciras o del Cádiz, de la gente pequeña que sufre la historia y casi nadie la escribe. Soy del milenario partido de las víctimas: de aquellas que agonizan en los hospitales bombardeados, de aquellos a quienes masacran en un concierto por la paz, de las familias desahuciadas por la piqueta, de quienes derriban sus casas porque alguno de sus hijos le dio por inmolarse en un autobús atestado de otros daños colaterales; de los ametrallados porque abandonan Gaza cuando Israel lo exige y son amenazados por Israel porque no lo hacen. Y estoy en contra de los crímenes de guerra, los cometan quienes los cometan, desde la experiencia de quienes rechazamos la guerra sucia contra ETA y condenábamos que los españoles muy españoles criminalizaran por ello a todo el pueblo vasco.

No es equidistancia, no se engañen: je suis Maya Villalobo, pero también esos otros más de cinco mil palestinos y palestinas sin nombre y a veces sin edad, que han caído en los últimos quince días en la franja y en Cisjordania. No estoy dispuesto a organizar carreras de sacos con el número de muertos a uno y a otro lado de esa gran matanza. Déjenme, simplemente, llevar una shemagh en un kibutz y una kipá en el futuro –siempre prometido y nunca cumplido—Estado palestino. ¿Por qué está tan mal vista la gente de paz en un territorio donde la gente usa shalom y salam a la hora de saludarse? Quizá porque, como afirman los creyentes y yo no lo soy, no hay más Dios que uno, pero abundan sus presuntos profetas. Allí, deben adorar a Saturno, a pesar de que sigue devorando a sus hijos. 

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