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La jibarización de las identidades catalana y española

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Lina Gálvez

En el ensayo “Identidad y Violencia”, el premio nobel de economía y también filósofo Amartya Sen analiza la violencia y la intolerancia que se alcanza cuando reducimos las múltiples identidades que todas las personas tenemos a una sola. O cuando ésta es tan predominante que nuestra identificación con ella y nuestra adhesión al grupo que comparte dicha identidad permiten justificar cualquier actuación del grupo, incluso aquélla que va en contra de principios que de manera individual defendemos.

Se trata de identidades únicas, estáticas y atemporales, que no evolucionan porque en realidad son esencias, cargadas las más de las veces de superioridad y xenofobia. Identidades esenciales que, salvo honrosas excepciones históricas, se tornan siempre violentas en la construcción de los estados-nación, de las nuevas naciones. Y cuando escribo “violencia” no me refiero solamente a la física, aunque ésta siempre puede hacer acto de presencia en cualquier momento, incluso de manera accidental. La paz es frágil.

Cuando nuestras identidades se reducen a una sola, es fácil volverse intolerante porque desaparecen los espacios comunes con los otros y no hay forma ni de identificarse con el otro, ni de entenderlo. Proliferan los estereotipos, los clichés, las simplificaciones, también para quienes somos conscientes de nuestras múltiples identidades y nos resistimos como gato panza arriba al verlas jibarizadas a una sola.

Digo esto porque, a raíz de los atentados de Cataluña y la posterior utilización política de los mismos, escuché bastante la radio catalana y me sorprendí al verme, como andaluza, como española, encerrada en un traje, en una identidad única, la de una España intolerante y monolítica a la que en absoluto pertenezco y en la que no me reconozco.

En la radio pública catalana y en la emisora de mayor audiencia de Cataluña no se mostraban los matices, sólo existía una Cataluña única, víctima de la opresión del Estado central, de los medios de comunicación “de Madrid” y de la propia ciudadanía española, de un ente monolítico denominado España.

En ningún momento se hacía referencia a las numerosas opiniones críticas publicadas en varios medios de comunicación ubicados en Madrid o en otros territorios del estado español para con la gestión que el gobierno de Rajoy estaba haciendo de los atentados o de la falta de lealtad entre los distintos cuerpos de seguridad, especialmente en relación con los Mossos.

Por supuesto, tampoco se hacían eco los medios de comunicación públicos catalanes de todos los artículos publicados en la por ellos denominada “prensa de Madrid” –como si no hubiera más España– acerca de la responsabilidad de Rajoy sobre la deriva del problema catalán, desde la presentación del recurso de inconstitucionalidad del Estatut en 2006 a, una vez en Moncloa, su falta de diálogo con los gobiernos catalanes.

Nada de eso se oía en la radio catalana, que sólo presentaba una visión monolítica y esperpéntica de España y los españoles, con nuestras identidades reducidas a una sola: la de nacionalistas españolistas. Sin duda, no convenía, no conviene, al Procés mostrar la pluralidad de España –y tampoco la de Cataluña, que también existe.

Me pregunté entonces dónde quedaba yo, cuál era mi identidad en ese relato. ¿Un sub-producto de esa españolidad, con la guinda de inculta y subvencionada con la que se nos pinta a las andaluzas y andaluces en esa nueva Cataluña fruto del Espanya ens roba?

“¿Dónde quedamos las andaluzas y andaluces?”

¿Dónde quedamos los andaluces que, lejos de ser incultos, somos capaces de entender la identidad diferenciada, plural y diversa de los catalanes, como también entendemos la nuestra, y esperamos que los demás la entiendan?

¿Dónde quedamos los andaluces que pagamos religiosamente nuestros impuestos y que, sin embargo, vivimos en el territorio que, durante los gobiernos del PP, ha visto en mayor medida reducidas las transferencias del estado central?

Nosotros los “subvencionados”, que en los últimos presupuestos generales del estado recibimos solo un 13,5% de las inversiones del estado central cuando nuestro peso poblacional es del 18%, lo que sitúa la inversión per capita en Andalucía en un 74,6% de la media española.

Nosotros, que somos capaces de ver que quienes han robado en Cataluña eran sus propias élites, los padres políticos de quienes dirigen el Procés, aquéllos que, por cierto, pactaban gobiernos en Madrid y en Barcelona con ese PP tan intolerante ahora como entonces.

¿Dónde quedamos las andaluzas y andaluces que no hicimos boicot al cava catalán y que estamos a favor del derecho a decidir, pero que, precisamente porque los andaluces no somos incultos y sabemos lo que nos ha costado conseguir la democracia imperfecta que tenemos, queremos que se decida con libertad y garantías, con respeto a las minorías, -en el caso de que lo sean?

En definitiva, ¿dónde quedamos en el discurso oficial del gobierno y los medios de comunicación catalanes –también en el de Rajoy, sus medios públicos y la caverna mediática a la que subvenciona– los que desde fuera de Cataluña somos partidarios del derecho a decidir, pero no a través de un referéndum sin garantías democráticas? Me sigo preguntando dónde queda la gente como yo en ese relato de identidades “puras”, simplificadas y a la postre, como diría Amartya Sen, violentas.

Sin garantías democráticas se ejerce violencia contra nuestra libertad y se emponzoña la convivencia. La convocatoria del 1-O me da miedo. Y la respuesta del gobierno de Rajoy, todavía más. Cómo se está caldeando el ambiente desde la Generalitat animando a increpar a alcaldes para que abran los colegios y lo que pueda ocurrir en las calles, más aún.

No juguemos con la Historia porque, como muy bien nos enseñó otro filósofo, Isaiah Berlin, que tenía un profundo sentido de la fragilidad de la libertad, las personas queremos y buscamos la libertad, pero también la tememos y, en tiempos inseguros, la cedemos encerrándonos en grupos hostiles, con identidades jibarizadas que no encuentran puntos de contacto con el resto y que hacen imposible esa convivencia y, en definitiva, la paz. Nunca debemos olvidar que la paz es frágil, muy frágil.

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